Escrito por: Cristina Ramírez
Ilustrado por: Alan Fernández Cervantes
¡Allá van los tlachiqueros! Con sus cueros, el castrador y el acocote; y allá va el aguamiel extraído para dejarse fermentar y deleitar diversos paladares.
Mi amá grande siempre decía que teníamos que agradecer a la tierra por los dones que nos daba. Nos arrebataron muchas cosas, pero no pudieron quitarnos la conexión con nuestros dioses, con lo que éramos.
Ella siempre cantaba mientras desgranaba el maíz y cuando lo hacía, su rostro parecía resplandecer. Era como si viera más allá. Yo la mera verdá no entendía bien, para mí sólo eran plantas, alimento pues, pero ella insistía.
ーUn día lo verás, lo sentirás ーdecía sonriendo y seguía cantando. ¡Cuánta razón tenía!
Mi apá me enseñó a reparar zapatos. Quería que tuviera un oficio, como él, pero yo no estaba muy convencido de eso. Sentía que me faltaba algo, algo que me llenara.
Un día soñé con ella: Mayahuel. Me soñé caminando por el barbecho, siguiendo una voz que me llamaba. De repente, divisé largas filas de magueyes enormes. Y ella estaba esperándome, parada en medio de ellos, ajuareada con muchas joyas, como la diosa que es. En una de sus manos tenía un cuchillo negro como la noche y con la otra me hizo señas para que me acercara.
Caminé despacio hasta quedar frente a ella. Con un movimiento suave, ella levantó el cuchillo, se acercó a la planta y comenzó a retirar las pencas del centro. Raspó, lenta y amorosamente, abriendo así el corazón de la planta. Cuando el aguamiel comenzó a salir, ella introdujo un acocote y succionó para extraer el líquido, comenzó a beberlo y al hacerlo su piel cambió. Se puso de un verde bonito, como el de esas piedras de jade; se me acercó y me dio un beso. Nunca me había sentido así. Fue como si algo me abrazara desde adentro. Estaba mareado por el aroma y el sabor de ella, del aguamiel que era ella.
ーEsta planta, esta bebida, la compartí con los dioses en tiempos remotos ーdijo ellaー. Después se la otorgué a ustedes, los hombres, los elegidos, pero llegaron otros y con ellos una masacre. Decidí entonces que sería para todos, así podría reconfortar su corazón. Con el tiempo, olvidaron que era un regalo mío y comenzaron a despreciarlo, a tirarlo y finalmente, dejaron de buscarlo. Quiero que sea repartido nuevamente, que alegre el corazón de quien lo tome. Al beber el pulque, sabrán que los dioses aún estamos aquí.
Puso el cuchillo en mi mano y me dio un último beso. Desperté con el sonido de un trueno. Mi mano estaba cerrada como si sostuviera algo; me la llevé a la boca y pude saborear el aguamiel recién depositado en ella. Me levanté y me vestí rápido. Un aguacero cubría el campo, pero no me importó: tomé un cuchillo de la cocina y salí. Caminé por el mismo barbecho que me condujo a ella en mi sueño hasta encontrar aquel lugar.
Corté las pencas y llegué al corazón de las plantas, lo raspé como ella lo había hecho. Poco a poco, el líquido comenzó a emanar y yo reí como un niño. Extendí los brazos y dejé que la lluvia me limpiara y la sentí recorriendo mis venas. Mayahuel estaba dentro de mí.
Ofrecí la bebida a otras personas y algo cambió en ellos. Muchos vivían con el rostro triste y la mirada perdida, toditos apachurrados, pero cuando tomaban el pulque su expresión se iluminaba, decían que sentían más a gusto el corazón. Poco a poco me fueron reconociendo y me pedían más. Yo comencé a plantar y cuidar magueyes, no quería acabar con los del campo y dejar a las personas sin la bebida.
Al maguey, aunque sea resistente, hay que consentirlo, cantarle para que crezca, igual que hacía mi abuela cuando desgranaba el maíz; hay que dejarlo madurar y esperar el mejor momento para rasparlo. Con el tiempo, se han unido otros: todos de la misma forma, primero sueñan con ella; los llama y despiertan queriendo dedicar su vida a su planta y a su bebida. Somos tlachiqueros porque aún sentimos su beso en cada sorbo de aguamiel. Cada penca, para nosotros, es su brazo extendido, un brazo que aún nos llama para que nos acerquemos a su piel de jade. Con cada roce, aún sentimos que nos abraza desde el interior.
Entre los magueyes, se puede ver a los tlachiqueros consagrados a su encomienda: cortan, raspan, succionan, vierten, cubren. Entre sus voces, aún resuena la de ella: “Al beber el pulque sabrán que los dioses aún estamos aquí”.
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