Reseña Anónimo de Roland Emmerich

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Nueva York, 2011. Los sonidos de la gran urbe envuelven la primera escena, mientras vemos llegar a Derek Jacobi a un teatro en cuya marquesina se anuncia la obra en la que él dará el prólogo: Anónimo. Como en toda gran ciudad, el tráfico y las aglomeraciones han dificultado su llegada. Entra apresurado, mientras la cámara lo sigue hasta que un desesperado stage manager lo recibe, y da la llamada para abrir el telón. “Soul of the age!”, su línea de entrada. “Espíritu de una época”. Con esta frase, nuestro actor expresa lo que William Shakespeare representa. No se trata de un extraordinario escritor, de un nombre que se estudia en las escuelas y universidades; no es el creador de personajes que han nutrido nuestra cultura, ni de historias que trascienden el tiempo y el espacio: Shakespeare es el “espíritu de una época”. ¿Qué significa eso? ¿Qué hay en un escritor que es capaz de contener en su obra el alma de su tiempo? La crítica literaria encontraría al lado de Shakespeare a Dante en la Italia medieval; a Moliére en la Francia del siglo XVII; a Goethe en la Alemania del siglo XIX; a Kafka, en la Europa central del siglo XX, por mencionar a algunos de los grandes entre los grandes.

Shakespeare, sigue diciendo Jacobi, recoge en sus obras la máxima expresión de la humanidad en la lengua inglesa. ¿Qué es un escritor que puede ser nombrado como “el espíritu de su época”? George Steiner, en el extraordinario documental sobre El proceso (1987) de Kafka, afirma sobre el autor checo que fue él quien logró definir a través del lenguaje, los símbolos, los personajes, los escenarios, las imágenes y las expresiones presentes en su obra lo que significó la Europa del siglo XX. Esto es el “espíritu de una era”. Pero tengamos cuidado; no se trata de que ni Kafka ni Shakespeare, ni Dante ni Goethe son figuras sacadas de un archivo al cual recurrimos para entender el pasado; antes bien, son las claves para entender el espíritu humano más allá del paso del tiempo.

No obstante, la película lanza una pregunta perturbadora: ¿es realmente posible que un hombre, hijo de un fabricante de guantes, esposo y padre de mujeres analfabetas, de quien no se conserva un solo manuscrito y que al parecer no poseía libros, haya sido capaz de escribir obras que han marcado a la humanidad? La película se nutre de un viejo debate, nacido de estudiosos que plantearon que William Shakespeare, el actor nacido en Stratford-Upon-Avon, no podría haber sido capaz de producir una obra como Ricardo III. Dos son las teorías más fuertes nacidas de este cuestionamiento: la primera, afirma que el autor verdadero es Christopher Marlowe, personaje polémico, misterioso y escurridizo, famoso en su tiempo y a quien debemos la universalidad del mito de Fausto; la otra teoría es la que plantea la película: una obra tan extraordinariamente culta, rica, universal, humana, tendría que ser producto de un hombre talentoso, pero también exquisitamente educado, privilegio exclusivo de la nobleza. Pero como en aquella época el teatro no era para esta clase social, cuyos varones debían dedicarse a la política, la milicia y el gobierno del espíritu y las acciones del pueblo, este pretendido noble tendría que haber escondido su identidad bajo la de un hombre nacido en una clase social inferior, para quien dedicarse al teatro no constituyera una vergüenza ni una afrenta a su condición. De aquí que la segunda teoría apunte a Edward de Vere, duque de Oxford.

Tras una superposición de tiempos e imágenes, dejamos a Derek Jacobi en el escenario y vemos a un hombre que es perseguido por un grupo de guardias. Este hombre es Ben Jonson, quien lleva consigo unos manuscritos, y al ser atrapado, prefiere la cárcel a entregarlos. Desde este momento, uno de los temas centrales de la película comienza a perfilarse, y se concreta su enunciación en boca de Edward de Vere (Rhys Ifans): “todo arte es político. Todos los artistas tienen algo que decir, de otro modo harían zapatos”. Es decir, el teatro tiene una función, y lo que éste tiene que decir, abre la puerta a reflexiones fundamentales sobre nuestra condición frente al mundo; reflexiones que se vuelven palabras que pueden cambiar la realidad.

Es un momento turbulento en Inglaterra. Isabel I ha envejecido, y no ha nombrado a su sucesor. Los hilos de muchos personajes cercanos a ella han sido puestos en movimiento para tejer las redes de las que emerja la persona que tomará su lugar. Se escuchan rumores sobre el hijo de María de Escocia, así como del supuesto hijo biológico de Isabel, el conde de Essex, entre otros. Las tensiones no sólo están en el ámbito político, sino también en el religioso, en el moral y hasta en el estético. Católicos y protestantes buscan definir la identidad de una Inglaterra rota; algunos consideran el teatro como un espectáculo sedicioso e inmoral, mientras que otros, comenzando por la reina, lo veneran.

La película parte de un sustento histórico en lo político, social y cultural y de ahí levanta una trama que teje la elucubración de que Shakespeare era un actor de media monta; prácticamente uno de los villanos de la película, que robó las obras que de Vere le había dado a Ben Jonson para su representación, y con ello obtiene mañosamente el mérito y la fama de ser un poeta fuera de serie.

Por supuesto se requiere que el espectador acepte el guiño de complicidad que pide la película para dejarse llevar por una entretenida trama de intriga que abarca desde lo político hasta lo amoroso; tenemos héroes (en de Vere) y villanos (en William y Robert Cecil), y la sugerencia de que los versos más ardientes salidos de la pluma de Shakespeare (o de Vere) fueron inspirados por Isabel I.

Sobre la reina, es particularmente interesante su relevancia en esta película. La vemos en su faceta como una mujer joven, hermosa aún (Joely Richardson), que inspira el amor de un mucho menor conde de Oxford; ambos coinciden en su sensibilidad por la belleza, y la reina descubre al lado de este amante su pasión por la palabra vuelta arte. No obstante, Isabel es una reina cuya potencia es directamente proporcional a las cadenas de responsabilidad y obligación al trono que atan sus manos, y de aquí provienen sus sufrimientos. Breves momentos de intimidad le permiten vivir su ser como persona, pues el resto del tiempo debe ser un símbolo del poder del trono de Inglaterra. De Vere también está sujeto por su linaje y su estatuto; él no puede dedicarse al teatro y es por eso que encomienda a Jonson la representación de sus obras: “En mi mundo no se escriben obras; en el tuyo sí”. En contraste, la Isabel con la cual arranca la historia está en el ocaso de su vida y de su reinado (una extraordinaria Vanessa Redgrave), y se ve obligada a seguir resistiendo las intrigas y las afrentas a su poder. Pero su característica más importante en esta película es su participación en la creación de una de las obras literarias más importantes de la humanidad, no sólo en cuanto musa, sino como protectora y amante del arte.

Anónimo recrea la Inglaterra isabelina y nos propone la historia de cómo un noble poderoso, culto y cercano a la reina tuvo que refugiar su talento tras la identidad de un actor cualquiera. Renunció a ser reconocido con el aplauso del público y la devoción de los tiempos postreros, como sacrificio en pro de lo que tenía que decir pudiera ser escuchado. Y eso que dijo, bien lo sabemos, no sólo cambió a la Inglaterra de su tiempo, sino que le dio forma a nuestra idea del amor, a nuestro concepto del poder, a nuestra definición de la justicia. ¿Qué pueden hacer las palabras frente a las espadas? ¿Cuándo las palabras pudieron cambiar el mundo? Las de Shakespeare, o quien se haya escondido en su nombre, sin lugar a dudas lo hicieron.

Quienes nos hemos conmovido, soñado, y emocionado con las obras de Shakespeare, necesitamos dar un rostro y un nombre al personaje que ha hecho vibrar nuestras almas. De ahí la necesidad de discutir si el Shakespeare que hemos leído y visto representado es aquel cuyo rostro se asocia a su nombre. No obstante, desde mi punto de vista, la declaración más interesante en esta película va más allá de la pregunta por la identidad de quien haya sostenido la pluma para crear a Macbeth, Hamlet y Julieta. Lo verdaderamente trascendente es el poder. Pero no el poder de la nobleza, que en el fondo es esclava de sus rígidas formas; o el poder de la reina, quien debe dejar de lado su humanidad y volverse el trono; la película nos propone que el poder más grande es el del arte, y de forma más concreta, el de las palabras, pues es a partir del uso que Shakespeare hace de ellas, que adquieren forma nuestros sueños, anhelos y nuestro espíritu más allá del tiempo.

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Escrito por: Lina Del Carmen Pulido Orozco

Ilustración por: Malu_Baez_Reyes

© 2020, Celdas literarias, Reserva de derechos al uso exclusivo 04-2019-070112224700-203

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