Párpados azules

Escrito por: Regina Checa Peña

Ilustración por: Cassandra Catalina

Para Arantza Caballero

Y la mujer de párpados azules, envuelta en velos, acude por un amor indecible a la tienda de Holofernes. La luna se ha ahogado en el índigo de la bóveda celeste para encubrir su camino. El desierto de Betulia murmura a su paso, cotilleando sobre la viuda que, en tiempos de guerra, ha decidido vender su dignidad. ¡Pobres mujeres templadas en la guerra, obligadas a rectificar los desvaríos de los hombres! Es el amor a la tierra lo que las mueve a todas, lo que evita que, calcificadas, se conviertan en meras estatuas de su dolor.

La vanidad del vencedor la recibe junto con el olor del incienso que intenta enmascarar el hedor de las huestes asirias. El aleteo de las solapas de la tienda viene con el viento fresco de la temporada y el pensamiento de que tal vez la situación podría ser peor, que el amor confeso del general enemigo es mejor destino que ser la viuda que termina como esclava de otro pueblo. Holofernes toma su presencia en territorio enemigo como una invitación, ahuyenta a sus generales, enviciados por la pesadez del ambiente y la belleza de Judit de Betulia, envidiando la suerte, si bien mal hallada, de su general.

Se decide que, para un primer encuentro sin las tensiones del enfrentamiento que los ha llevado a juntarse, corra libremente el vino, que se difuminen las fronteras entre el general y la mujer de los párpados azules y que, si la noche se encuentra dispuesta, puedan presenciar el amanecer sin saber a quién le pertenece qué cuerpo. Que la luna secreta bendiga esta unión que ha de determinar el curso de una guerra aún no librada.

Y el susurro delator, Bebe un poquito más, que a cualquiera hubiera disuadido si no fuera porque el general está embriagado de vino y deseo y, supuestamente, de amor, pero los dos primeros son más fuertes que la razón y Holofernes acepta otra copa. No tiene nada que perder esta noche más que la cordura, y en la calidez de su tienda que lo envuelve junto a la negrura de la inconsciencia por venir, siente que se encuentra a las puertas de un paraíso en el que no cree.

Y entre la niebla del vino, la mujer de los párpados azules, con la cara tres veces llena de asco y las manos empuñando una herida de acero, profana la garganta del general. ¡El ego de los hombres que jamás han sido vencidos! La aorta perforada vierte su contenido súbitamente sobre la tersa piel de la vengadora de Betulia, de la mujer de párpados azules, escurriendo lastimosamente como lluvia sobre un campo infértil.

El general, tendido sobre la cama, parece listo para ser pintado. Su vida se escapa por la segunda sonrisa que Judit le ha dejado en la garganta. Vino y sangre tiñen las sábanas irremediablemente, dando cuenta de la ingenuidad de Holofernes el Asirio.

En un acto de despedida, la mujer de párpados azules mete los dedos medio y anular en la llaga del general, tocando con las puntas la campanilla y, casi con curiosidad, la jala por la tráquea del muerto hasta que no da más. Por desdén, decide terminar de cortarle la cabeza.

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