Escrito por: Ángel Valenzuela
Es el invierno, se dijo Alan y consultó de nuevo la hora en su iPhone. Las siete. Apenas un minuto más que la vez anterior. Es el puto invierno que oscurece tan temprano, y qué mala onda de su papá, la neta, castigarle el carro así, sin más. Sin detenerse a pensar que a esta hora ya está muy cabrón para regresarse en ruta desde la universidad. Aunque ahora venía de echarse unas beers en El Recreo, pero eso su padre no lo sabía. Tres, nada más. Y se había asegurado de tomar suficiente agua entre una y otra para evitar que se le subieran. ¿Pa’ qué meterse en más farts con el viejo? Eso le dijo a Luisfer cuando le insistió que pidieran una ronda más. Al final ganó la razón y se despidieron en la puerta de la cantina. Ni hablar, apenas habían puesto las de Chavela. Alan vio a Luisfer alejarse por el rumbo de la catedral; él se echó la mochila al hombro y luego atravesó Francisco I. Madero hasta llegar al monumento a Juárez.
Uno tras otro, pasaban los camiones. Se detenían algunos minutos junto a la plaza. Ahí subían y bajaban pasaje hasta que al fin se ponían en marcha, convertidos en un estrobo de música y motores. Uno detrás del otro, puro camión escolar gringo reformado, maquillado con un color distinto y puesto en circulación una vez más, ahora como transporte público de este lado del río. One man’s trash is another man’s treasure. Uno detrás del otro, pero nunca el de Alan. ¿Cuánto le iba a durar el castigo? Tenía que echarle más ganitas este semestre, no estaba nada cool andar a pata. Menos con ese frío de la verga. Además también le podían cancelar el viaje a Nueva York.
El teléfono le vibró contra la pierna. Qué pinche oso, Pá, dijo Alan. ¿De verdad lo iba a traer checando tarjeta? Entonces sacó el aparato del bolsillo izquierdo de sus jeans y abrió WhatsApp: Luisfer, una nota de voz. Are you fucking kidding me? No entendía por qué la gente hacía eso. ¿Por qué no podían poner su mensaje por escrito, como dios manda? O, ya de plano, hacer una llamada y listo. Pinches animales. Al menos era este pendejo y no una llamada de casa.
Güey, me topé a la Lore, vamos a cenar a La Nueva Central. Dice que te vengas. Luego esa risita idiota de Luisfer seguida por la voz rasposa de Lorena, Eres un guarro, antes de cortarse el audio. Play, otra vez. Güey, me topé a la Lore…
Alan notó a un par de muchachos que lo observaban con atención desde una distancia poco menos que prudente. Paso, tecleó de manera apresurada, y se volvió a guardar el iPhone. ¿Por qué los camiones se iban cargados de gente y la plaza seguía tan llena? Ahora los veía, lampiños y enfundados en sus skinny jeans, todos con mochila, en fila a lo largo de la avenida Vicente Guerrero. Algunos en mangas de camisa a pesar del frío. Un montón de morritos. Ninguno parecía tener más de veinte. Pensó que igual no era para tanto, seguro eran de la Prepa Allende, que estaba justo frente a la plaza del Monu. Se sintió aliviado. Alan saludó con una sonrisa a los dos que lo miraban y se alejó unos pasos, hasta la otra esquina del parabús.
Y qué andaría haciendo la Lore en el centro, si era tan fresa y le daba asquito salir por allá. A menos que fuera al Kentucky. Le gustaban las margaritas del Kentucky. Pinche Luisfer, seguro le había avisado. Big mistake, cogérsela aquella vez después del concierto de Kinky. Desde entonces se le aparecía en todas partes, pinche morra stalker. Y ahora Luisfer la estaba ayudando. Lo aceptaba, estaba guapa, pero Lorena era ese tipo de chava que compra perros chihuahua y los disfraza. Hueva total.
Alan calculó unos diez, quince minutos desde que llegó al Monu. Ya no debía tardar la ruta. Se acercó a la calle y miró a la distancia, esperando que el camión que se dibujaba allá, por la garita de metales, fuera el suyo. Le urgía llegar a casa, tomar un baño caliente y quitarse ese puto frío que se le colaba por los tenis y le congelaba los pies. Podía soportarlo todo, menos el frío en los pies. A Luisfer le encantaba estarle chingando, que cómo se le ocurría entonces pasar el Año Nuevo en Nueva York si al primer airecito ya se estaba congelando, pero es que no era lo mismo salir de viaje que aguantarse el frío en pinche Juárez.
Entonces un Mustang se paró junto a él. Traía placas de Texas y un engomado con unas letras griegas. Lambda Alpha something, pensó Alan, aunque el hombre que bajó el cristal y le hacía señas de acercarse no tenía aspecto de pertenecer a ninguna fraternidad. Era más bien rellenito y lucía un poco mayor. Tendría unos cuarenta y cinco, cuando menos.
What is it?, preguntó Alan. Parco. Guardando las distancias. Pero el gringo insistía con la mano, sonriente, y Alan, Aquí estoy bien, gracias, sin moverse un ápice. Entonces le escuchó decir algo en español. Acércate, ¿quieres un ride? No, no era gringo. Era chicano. La verga se le marcaba, durísima, a través de la mezclilla. Un-fucking-believable. ¿Y cuánto más iba a tardar en llegar el camión? ¿Cuánto más le iba a durar el castigo? Alan se imaginó aceptando el aventón. Fast forward: un par de horas después se veía golpeado y abandonado junto al lecho del Río Bravo. Tal vez lo encontrarían un par de migras, deambulando medio inconsciente, pensando que era alguno que quería cruzarse de mojado. Llamarían a casa y entonces vendría su padre a recogerlo, arrepentido y con la culpa escurriéndole de los ojos. Ahí tienes, papá. ¿Me vas a devolver mi carro
La voz del chicano lo trajo de nuevo a esa esquina. ¿Entonces vienes?, dijo. Alan consultó la hora en su teléfono, por tercera vez. Siete y cuarto. Nah, respondió, y volvió a su lugar, junto al parabús. El hombre subió el volumen del estéreo, parecía algo de Erasure o de Bronski Beat, y el Mustang se volvió una raya blanca en medio de la noche.
No me lo va a creer Luisfer, se dijo Alan, aporreando las diminutas letras en su pantalla. Sólo que no terminó de enviar el mensaje porque los dos morritos de antes se acercaron hasta él. Alan guardó el teléfono, tragó saliva, y buscó al más alto, midiéndolo por si tuviera que entrarle a los chingazos, como diciendo qué vergas quieres, pero sin atinar a decir nada. Se quedó ahí, retándolos con la mirada y esperando a que fueran ellos quienes dijeran la primera palabra.
Le sorprendió que fuera el más bajito quien hablara. Hey, dijo. Así nada más. Con voz de pito. Hey, respondió Alan. Hey, dijo también el alto. So much for communication. ¿Y si alcanzaba a Luisfer y a Lore en el chino? Seguro todavía los encontraba ahí. Además Lore siempre traía, como mínimo, una tarjeta de crédito para el Uber. Pero antes de que se decidiera a hacer algo, el chaparrito le preguntó algo. Que si era nuevo o algo así. Alan no sabía de qué estaba hablando y como no decía nada, el otro continuó.
No puedes trabajar aquí, le dijo. Y mejor sería que se buscara otro lugar porque aquel territorio lo manejaba un tal Nidos. ¿Quién?, preguntó Alan. El Nidos, repitió el chiquito. Es agujas, en inglés.
Alan se cagó de risa.
Gánale de aquí, dijo el alto. Ya nos espantaste al vato del Mustang. Entonces Alan, por supuesto, lo comprendió todo. Entendió las caras imberbes, los pelos planchados, los skinny jeans, las playeras ceñidas, las mochilas en las que posiblemente no llevaran libros sino condones, lubricantes, kleenex, poppers y billetes arrugados. Quizás hasta un par de calzones extra. Alan se rió una vez más, aliviado. Vaya aventurita había resultado la noche.
Estás mal, carnal, se explicó Alan. Yo aquí estoy esperando la ruta. Los muchachos se consultaron algo, en silencio, nomás con la mirada. Y eso fue todo. Se retiraron sin decir más, aunque a cada tanto daban la impresión de estarlo vigilando. Y qué feos eran los dos, ahora que los había visto de cerca. El alto, con la cara llena de cráteres. El chaparro, con los codos prietos y los brazos resecos. De verdad que cualquiera podía ser puto. No hacía más falta que pararse en una esquina, por lo visto. Qué perro oso que lo hayan tomado por uno de ellos. Pinches jotitos de barrio. Seguro lo confundieron por la mochila y el look desenfadado. Aunque tampoco ayudaba que ya tenía media hora parado ahí, tan cerca de la zona de la putería. Pero él qué culpa tenía si la pinche ruta no pasaba.
Mierda, ¡la ruta! Alan alcanzó a ver su camión que se alejaba. Se le había ido por estar alegando. ¿Y ahora qué? Ni de pedo se iba a quedar a esperar otros veinte o treinta minutos. Y esos vatos nomás lo iban a estar atosigando. Lo mejor sería llamarle a Luisfer, agarrar ride con la Lore, aunque tuviera que echársela luego. Alan buscó el número en sus contactos y presionó el botón para llamar. Buzón. ¿Será que al final la Lore se fue con el cabrón de Luisfer?, pensó. Qué decepción se va a llevar. Según Tania, ese güey se viene en chinga. Aunque cabe la posibilidad de que la morra lo haya dicho por ardida. You never know. Lo malo es que ya me quedé sin ride.
¡Hey! ¡Hey! Alan reconoció la voz de pito que gritaba ¡Aquí estoy yo, daddy! y cuando alzó la vista ahí estaba también el güey del Mustang, caminando en su dirección. Un-fucking-believable. Y los morritos venían detrás de él.
El chicano se detuvo a mitad del camino y algo dijo para quitarse de encima al chiquito. Háblale al Nidos, le gritó al flaco sin dejar de mirar a Alan. Qué pinche risa.
Cálmate, Britney, dijo Alan. El alto se cagó de la risa, pero no se despegó el celular de la oreja. Le estaba llamando al Needles. Tengo que salir de aquí, pensó Alan, ya no hay de otra. Insistió, pero ni Luisfer ni Lore le tomaron la llamada.
El tipo del Mustang se acercó despacito, sobándose el paquete. ¿Qué onda, meeho? No mijo, sino mee-ho. Aspirando la H. Alan no pudo sino acordarse de sus tías. Toda la vida viviendo en Juárez y apenas les llegaba la green card, ya no querían cruzar a este lado. Es que está bien peligroso, decían. Y luego la línea de dos horas en el puente, pero déjame te llamo pa’ atrás, meeho, pa’ que no les salga caro el bill. Como si uno no pudiera pagar una llamada al Chuco.
¿Qué onda, meeho? Ando buscando un activo porque me metí unas rayas y ando bien entrado. Te pago bien. Tengo un cuarto aquí cerca.
¿Y qué si aceptaba la oferta just this once? Si esos chavitos podían, de verdad que cualquiera podía ser un rentboy. Era la cosa más fácil del mundo. Ni siquiera había tenido que hacer nada. Miren, cabrones, les bajo al cliente si me da la puta gana. ¿Y realmente qué se lo impedía? Nada. La universidad, su padre, el carro castigado, Luisfer y Lorena, los migras patrullando en el bordo, las carnes asadas o las cervezas en día de escuela porque eso era lo único que se podía hacer en aquella ciudad. Todo estaría ahí, al día siguiente. La vida seguiría igual que siempre.
Órale pues, cowboy, respondió Alan. Sabía que los dos muchachos lo observaban. Casi podía adivinar el coraje en sus rostros. Daban la impresión de esperar a que, en cualquier momento, llegará el tal Needles, pero Alan se convencía cada vez más de su inexistencia. Lo más probable es que estos vatos trabajaran por su cuenta y se habían inventado un pimp, ya sabes, para cuidarse entre ellos. Good riddance.
¿Cómo te llamas?, preguntó el chicano. Alan echó otro vistazo al iPhone, a la última llamada rechazada. Luego suspiró. Luis Fernando, respondió. Yo soy Randy, dijo el chicano. Mientras se alejaban de la plaza, comenzó a cantar la canción de antes, run away, turn away, run away, turn away, run away, con las manos metidas en los bolsillos de las nalgas de los jeans.
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