Escrito por: Heidi Elisa Carballido Canales
Ilustración por: Martha Saint Martin
A mi querido Plutón.
Aunque tu nombre sea otro, para mí siempre serás el gato que heredó la maldición de Poe.
Nadie disfruta un lunes, pero todos odian los fines de semana trágicos.
La blanca luz de la mañana iluminaba su camino a la escuela. No sabía cuánto tiempo hacía desde que anhelaba tanto la llegada del inicio de la semana, quizá desde aquellos días prematuros de agosto, o tal vez desde la desdicha de mediados de octubre. La verdad había perdido la noción del tiempo.
Apresuró la marcha al divisar la gran puerta, necesitaba darse un respiro de los acontecimientos ocurridos que desordenaban su mente. O tal vez el descanso era para ella, que había tratado de ordenar todo el desastre que el malvado sábado había causado. Cruzó la puerta con rapidez, dejando tras sus pasos el rastro gris de la víspera del invierno. El frío la seguía, siempre lo hacía. A veces ella llevaba una bufanda y un abrigo para defenderse de él, pero aquel día sólo contaba con un suéter, un feo suéter azabache con pelusas abultadas en las mangas. Maldijo entre dientes, deseando haber llevado algo más para cubrirse de la brisa, aunque fuera la cobija de su cama o el chal que compartía con su madre.
Hizo una parada en el baño antes de continuar. Se examinó en el espejo, contemplando lo demacrada que la había dejado aquel sábado de pesadilla. Sus ojos parecían dos tazas de café rebosantes de lágrimas a punto de derramarse. Pasó sus manos de marfil por su cabello, tratando de aplacarlo un poco. Todos los sábados desde el octavo mes habían sido confusos y repentinos, pero aquel en particular le había hecho perder la razón. Respiró un par de veces para evitar echarse a llorar (de nuevo).
“Estás bien,” se dijo a sí misma. “El próximo será mejor”. Aquellos pensamientos se quedaron flotando en la atmósfera. No sabía si eran ciertos o no, pero al menos la tranquilizarían por el resto de la semana.
Terminó de limpiarse los lagrimales y continuó su recorrido. Se dirigía a el único ser que le brindaba paz en medio de los disturbios de la vida. Caminó hasta llegar a un patio singular, decorado con una fuente en el centro y macetas de extrañas flores alrededor. Rodeó la fuente y ahí le encontró.
—Hola, Chiquis —lo saludó mientras se agachaba.
Él le devolvió el saludo, no con palabras, sino con un sonido demasiado melodioso para provenir de un animal tan pequeño. Levantó la mirada para verla y volvió a saludarla. Estaba cada vez más fuerte. A ella le encantaban sus ojos, uno era del color del jade, el otro estaba lleno de una misteriosa niebla en remolinos de índigo.
—Espero que tu fin de semana haya sido mejor que el mío… ¡Claro que lo fue! Eres un gato, cualquier día es bueno para ti.
Empezó a sentarse en el suelo y él corrió a situarse junto a ella. Pegó su cuerpo a sus rodillas cariñosamente mientras ella le rascaba el lomo. El gato volvió a maullarle una última vez antes de saltar a su regazo. Una vez acomodado, ella comenzó a acariciarlo, en parte para mimarlo y en parte para tranquilizarse a sí misma. Aquel pelaje negro le parecía lo más limpio y pulcro que había visto en mucho tiempo. El color la hipnotizaba, tal vez por eso iba cada día a verlo. No había una sola mañana en que ella no fuera a encontrarse con el minino. Los lunes le gustaban en particular. El pequeño la tranquilizaba de una manera que nadie más podía, sólo él lograba apaciguar todas sus inseguridades y preocupaciones. Y ella lo llenaba de todo el cariño que su corazón podía sentir.
Eran gato y humana, dos seres que compartían un vínculo inquebrantable.
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