Miedo atroz

Escrito por: Cecilia Amaro

Ilustración por: Cassandra Catalina

Siempre imaginé que el reencuentro con mis tíos sería en un velorio y no en una simple comida de viernes de quincena, aunque pensándolo bien, tal vez fue el prefacio a que alguno de ellos muriera o quedara viudo. Como sea, de esa reunión me quedó una imagen: la bolsa de plástico de uno de mis tíos. Desde que él llegó, ese plástico rectangular de color negro captó mi atención. Incluso intenté varias veces averiguar qué podía llevar. Justo cuando terminamos de comer entre risas y malentendidos con el servicio, por fin supe qué traía la dichosa bolsa: las fotos de toda la familia. Sentí un cierto asco, escalofrío y decepción. Toda la maldita comida con la intriga para que resultara ser un montón de imágenes de gente anónima, incolora y cadavérica. Pensé que mi tío sufría una clase de amnesia senil y que era muy importante para él recordar su pasado, repetirlo tal cual rezo ante algún santo. Sin embargo, esa fantasía se estrelló; mi tío resultó ser un Funes de carne y hueso. Estuve a punto de escupir el café en el momento que comenzó a contar la historia de cada fotografía: desde cómo se tomó, cuándo fue, quién la tomó y de qué hablaban antes y después de tomar la foto. Lejos de sentir celos, sentí lástima por mí. No recuerdo nada de mi pasado, no tengo ni una sola imagen de dolor o de felicidad de mi niñez. Creo que el primer recuerdo que tengo no es puro, no es mío, sino añadido: el funeral de mi abuelo. Dudo que sea auténtico, desde que me obsesioné con Pizarnik, me imagino aquel funeral como el poema El despertar.

 

Mi tío Funes desencadenó en mí un malestar. Desde ese día no logro conciliar el sueño. Me he visto obligada a desempolvar el álbum de fotos. Pero solo veo en ellas a una desconocida, a un honguito rechoncho de mejillas rosadas, a una niña con vestidos coloridos y floreados, a una adolescente anoréxica y ojerosa, a un bebé asexual. Veo esas fotos, las repaso todas las noches, sueño con ellas, trato de forzarme para ver si me llevan a algún callejón. Nada. Sin resultados. Ni en sueños, ni en fantasías. Mi mente es una tabula rasa, pero bien rasa. A veces pienso que debo ir con el psicoanalista para desentrañar mi trauma, seguramente evadir el pasado es solo el síntoma de algo que oculta mi inconsciente. Tal vez sería mejor si escribo una novela a partir de esas escenas. Tal vez… Hay días en las que pienso enmarcar esas fotos y esperar a que digan algo. Pero solo son ideas, ideas locas y estúpidas que me quitan el sueño, el apetito y la concentración. ¿Habrá sido esa sensación de constante búsqueda que motivó a Proust a escribir? El ruido nocturno me susurra: tengo fobia de diluirme en el tiempo. No quiero ser como ese tal Marcel.

 

Todo es culpa de mi tío. Llevaba una vida normal, una rutina con diez horas plenas de sueño diario. Han pasado los meses y cada vez me resulta más difícil recuperar el reposo perdido. A veces me vienen como ráfagas ideas de cuando era niña: quiero dibujar, quiero verme fashion, quiero ser diseñadora, quiero ser artista, quiero ser bailarina, quiero ser abogada, quiero ser científica, quiero ser pediatra, quiero ser madre, quiero ser intelectual, quiero ser…. ¿ser? Ayer, ya no es novedad, no concilié el sueño. Era tanta la desesperación de hacer algo que terminé limpiando la cocina. Pero para mis horrores solo me tomó una hora. Así que no tuve otra opción que sentarme y esperar a que el cansancio se apoderara de mí. Error. Aunque me pesaran los brazos y las piernas, mi cabeza me lleva una y otra vez a la imagen de mi tío y a mis fotografías. Como me agobiaba el sonido del reloj, encendí la televisión. Transmitieron un concierto de un tal Aute; jamás lo había escuchado. Me pareció interesante hasta que cantó los versos “y daría lo vivido por sentarme a su costado para verme en su futuro desde todo mi pasado”. Si tuviera la oportunidad de encontrarme con mi niña, le preguntaría ¿cuáles son tus sueños, pequeña? De nuevo está el álbum, de nuevo miro esos ojos inocentes, de nuevo la noche me susurra: tengo fobia de traicionar mi esencia.

 

Hace algunos años conocí a un niño. Jamás memoricé su nombre, pero tenía cara de José. En realidad lo apodé el niño grabadora. Me enteré que ese niño carecía de memoria. Simplemente olvidaba todo casi al momento de que pasaban las cosas. Una forma de recordar qué hacía, qué había pasado o qué debía hacer era escuchando lo que grababa. Admito que a él sí lo envidié y no a mi tío. La memoria es como un sistema fascista, todo lo distorsiona a su favor. En cambio si se graba todo y se escucha cuantas veces se quiera, hay poca probabilidad de caer en errores, lagunas o falsas ideas. Ese niño lo grababa todo y lo escuchaba cuantas veces lo necesitara para retener un poco de la información perdida en el tiempo. Pensé en que si todos cargáramos con esas grabaciones nos daríamos cuenta de lo imbéciles que somos todos los días, lo estúpidos que nos vemos por la vida, lo traidores que somos con las promesas que hicimos, lo volubles que somos. Tal vez si grabáramos todo de nosotros mismos recordaríamos lo que fuimos, lo que fueron los muertos.

Tal vez no tendría la necesidad de indagar conmigo misma quién soy, de dónde vengo y a dónde voy. Tal vez así mi tía viuda podría recordar con mayor precisión a su esposo.

 

En una noche, por fin pude conciliar el sueño. Pero de repente, escuché que alguien gritaba del otro lado de la casa: ¡Fobia! ¡Fobia! Me aterré. Era como si yo me hubiera desprendido de mí misma y de repente mi voz se escuchara como la mía y se diluyera con la de una niña. Me levanté de prisa. Encendí todas las luces. Como loca abrí todas las puertas y encendí todas las luces de la casa. Temblaba tanto que mi desesperación me llevó a ir a la cocina y azotar los platos y los vasos. La maldita voz no salía de mi cabeza. Se me acabaron los platos. Me sentí estúpida. Corrí al baño y no me reconocí en el espejo. Sentí que la presión en el pecho aumentaba. Estrellé mi frente contra el espejo. Me desvanecí. No sé cómo fue, pero logré despertar e incorporarme. Eran las cuatro de la mañana. Tomé un baño. Vi el amanecer. Ahora estoy aquí, escribiendo estas líneas para pedir ayuda: tengo un miedo atroz de perderme en mí misma.

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