Escrito por: Yamile Yolotzin
Fecha de publicación: marzo 2024
Prefiero observarlos desde la distancia, ver sus figuras irreconocibles pasar frente a mí sin mostrar el mínimo interés. De hecho, me gusta que lo hagan, pues lo único mejor que ser invisible para el resto del mundo es desaparecer de él. Así, yo olvidaría que existimos y que sufrimos. He albergado desde el sentimiento más puro hasta el más profano; he sido el hogar de maravillosos autosacrificios y también de torturas que desgarran el corazón, o bien, la garganta. De nada valía que susurraran o que soltaran alaridos de ayuda contra mis paredes; yo no era capaz de salvarlos, y el que ambos lo supiéramos me mató lentamente.
Aún recuerdo a mis primeros habitantes. Me construyeron para ellos y, en cuanto sus ojos se posaron en mí con dicha y admiración, yo me hinché de orgullo. El tiempo pasó y yo no quería que ninguno me abandonara, o que lo hicieran los menos posibles. Sentía cómo sus corazones latían con el mismo anhelo. Una noche, toda felicidad se apagó. Cien hombres me ultrajaron, derrumbaron cada puerta a su paso, rompieron cada objeto que mostrara el mínimo lujo, tomaron la mitad de las botellas de licor para su disfrute y el resto lo tiraron sobre mi cuerpo. Más tarde, mataron al padre y al hijo, no sin hacerles ver cómo madre e hijas eran violadas y asesinadas con un fino corte en la garganta. Yo fui la última. Grité de dolor al mismo tiempo que la tierra debajo de mí temblaba. Lo hicimos por horas en un acto desesperado por obtener ayuda, pero no hubo lluvia ni viento, solo una larga noche a la que iluminé.
Después de tantos años, aún los siento entrar, pues todo en ellos es diferente a los fantasmas que me habitan. A los muertos no podía sacarlos, mucho menos pedirles que dejaran de desgarrar mis oídos y mi cuerpo con las remembranzas diarias de su sufrimiento y muerte. Cuando recién quedé humanamente vacía, no fui capaz de saber dónde terminaba su sufrimiento y empezaba el mío; ahora entendía que era uno solo, éramos uno solo. Con los vivos, tenía la capacidad de sentir sus corazones ir casi al ritmo de sus pisadas; sentía sus ojos curiosos viajar por mis antes magníficas paredes sin saber que, en muchas de ellas, cientos de mujeres fueron flageladas hasta tocar el punto de humillación más profundo; otras tantas, se habían manchado con la sangre –mayormente craneal– de personas con edades variables, color de tez distinto y sin importancia en el género. Todo rastro humano permanecía en mí por minutos, horas o días. Era en esos momentos donde más añoraba poder llorar o vomitar.
Mis visitantes observan la desprolija magnificencia que ahora tanto me caracteriza, mientras fantasean con la grandeza que debió habitarme, esa idea no provoca otra cosa que rabia en mi interior. El esplendor de un ambiente familiar destruido, de una casa de placer o el hogar de un político no me parecían admirables; de hecho, mis actuales visitantes hubieran muerto en cualquiera de ellos solo por ser mujeres. Una gran mayoría de hombres que recorrió mi cuerpo salió con vida. El sexo femenino no tenía tiempo ni de hacer un plan de huida.
Quería que las dueñas de los cinco pares de pies que me recorrían se marcharan cuanto antes, no podía asegurar su seguridad. No había nada vivo que pudiera dañarlas, pero sí muchas muertas, y yo no me sentiría en paz si algo les pasara. Mi deseo era tan fuerte, mi valoración de los riesgos tan desesperada, que a quien con más fuerza percibía me sintió también. Les comentó que había escondido un tesoro en mí y que, al encontrarlo y apropiárselo, morirían.
Hace muchos años, el odio suplió al dolor de muchas almas, quienes decidieron anclarse a objetos abandonados capaces de provocar y canalizar el deseo avaricioso de los vivos deseosos por tener un poco más. Supongo que sucedieron muchas muertes pues nadie había vuelto a poner ni un minúsculo pedazo de su ser en mis alrededores hasta ahora.
Luego de aquella revelación sobre mí y la confirmación de quien supuse vivía por el pueblo, se marcharon dejándome información valiosa. Alguien había comprado la tierra sobre la que yo estaba puesta y, en un par de meses, tal vez menos, sería demolida. A partir de ese momento, fui excesivamente feliz; ni la peor vida era capaz de amargarme los días. Disfrutaba la lluvia y el sol abrasador como nunca antes, pues sabía que ya no sería capaz de vivirlo de nuevo. El día en que llegaron las máquinas, no tardaron en empezar con su trabajo, cosa que yo agradecí. Cada pared derrumbada se llevaba consigo a un fantasma, y yo me alegraba por ellos, pero más por mí. Al fin íbamos a descansar.
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