Manuela

Escrito por: Elia Angélica Saavedra Sánchez

Ilustración por: Martha Saint Martin

Para mamá.

Manuela era de color azul. Así nació, con la piel azulada y los ojitos del color del cielo y los rizos rebeldes del mismo tono que un zafiro. Desde que la vio por primera vez entre sus brazos, Doña Lupita, su madre, se preocupó muchísimo. Sin embargo, el doctor le dijo que no había de qué preocuparse, que no era tan extraño, que a veces sucedía y que a la niña se le quitaría en unos cuantos meses. Le dijo que seguro era porque Doña Lupita había tenido puros hijos varones y su cuerpo, al reconocer en el bebé dentro de su vientre un ser extraño, volvió a Manuela azul para que ésta se pareciera más a un niño. Doña Lupita intentó no preocuparse, pero los meses pasaban y su hija se volvía cada vez más azul.

Las amigas de Doña Lupita le dijeron que eso se solucionaba de manera muy sencilla: sólo había que rodear a la niña de cosas rosas para que el color se le pegara y se le bajase lo azul. Así que Doña Lupita vistió a Manuela de rosa todos los días por cinco años, pintó las paredes de la recámara de la niña de un rosa pastel y se encargó de que hasta los platos en los que su hija comía fueran de un rosa chillante. Pero nada funcionó, Manuela seguía bien azul.

Así que a Doña Lupita se le ocurrió que quizá lo que su pequeña necesitaba era ser más femenina y rodearse de otras niñas. Empezó a peinar a Manuela con moños enormes y mucho gel, mas la pequeña siempre regresaba desgreñada de la primaria. Intentaba que Manuela se estuviese quietecita, pero, en cuanto Doña Lupita descuidaba a su hija un minuto, ésta ya estaba trepada en los árboles, jugando con sus vecinos. Cuando regresaba, traía siempre las rodillas raspadas. Doña Lupita quería poner a jugar a su hija con otras niñas; no obstante, Manuela no parecía muy interesada y las demás niñas no querían jugar con ella porque decían que era muy agresiva y rompía las tacitas del juego de té. El Día de Reyes, cada año, Manuela despertaba antes que toda su familia, tiraba las muñecas que le habían regalado a la basura y les robaba a sus hermanos sus nuevas pistolitas de plástico porque decía que los Reyes se habían confundido y las pistolitas tenían que ser para ella.

Al final, Doña Lupita terminó resignándose a que en realidad tenía puros hijos varones, aunque uno fuera azul y se llamara Manuela. A pesar de haberlo aceptado, seguía intentando convencer a su niña de que se estuviera tranquilita y usara falditas, sabiendo que ella se negaría.

Manuela completó la primaria sin problemas y llegó a la secundaria, muy feliz de juntarse con puros niños y jugar fútbol con ellos en los recesos. El día en que su cuerpo le recordó que era una mujercita, se dio cuenta que había asuntos que no podía compartir con sus amigos o sus hermanos e intentó sentarse con el resto de sus compañeras de salón a la hora del almuerzo. Pero, al acomodarse junto a ellas, una la miró feo y le dijo que no querían ser vistas con un ser azul como ella. Así que Manuela se tragó sus lágrimas azules y regresó a patear el balón con las personas que no la rechazaban. No volvió a intentar juntarse con las niñas.

Llegó a la preparatoria y Cupido la flechó. De repente, Manuela se dio cuenta de que empezaba a sentir mariposas dentro del estómago cuando veía a uno de sus amigos con los que cada tarde se juntaba a jugar videojuegos y, al hablar con él, sus mejillas azules se tornaban violetas y sus orejas se calentaban. Manuela no estaba acostumbrada a guardarse a las cosas, así que una tarde habló con el muchacho y le confesó que él le gustaba. Éste sólo se rió y le dijo que no era posible, que Manuela era una más del grupo, un hermano, un chico, no una jovencita atractiva con la que quisiera salir.

Esa noche, Doña Lupita encontró a su hija en el baño con un bote de pintura rosa, pintándose la cara con ayuda de unos pincelitos de la clase de Dibujo de sus hermanos menores.

—Mija, ¿qué haces? Te vas a quemar la cara con esa pintura.

—No me importa.

—¿Qué estupidez estás intentando?

—¿No querías tú que me viese más femenina? Pues mira, ya te estoy haciendo feliz, ya me estoy pintando de rosa, ¿no estás contenta?

Siguió pintándose la cara mientras lloraba, pero sus lágrimas azules dejaban marcas sobre el rosa y eventualmente la despintaban. Manuela terminó por rendirse y se encerró en su habitación a sufrir en soledad.

Los meses dieron paso a los años y Manuela entró a la universidad. Allí, en la facultad de Ingeniería Mecánica, fue la primera vez que la consideraron mujer: cuando un profesor la mandó a regresar a la cocina, donde sí sería útil. Pero Manuela ni regresó a la cocina ni soltó lágrimas azules por el comentario, sino que siguió con la cabeza en alto e ignoró a ese profesor y a muchos otros.

La segunda vez que la consideraron mujer fue en el trabajo, una noche cuando ella y su jefe estaban solos en la oficina, preparando una presentación para el día siguiente. Su jefe colocó la mano sobre la pierna de Manuela. Ella no se atrevió a quitarla ni a decir nada, pero en cuanto salió del trabajo fue a abrazar a su madre. Doña Lupita sólo le pudo decir que así de desgraciados eran todos los hombres.

Manuela no regresó a contarle a su madre sus problemas, pero cada día que salía del trabajo no podía evitar llorar frente al volante, conduciendo de regreso a casa. Así estuvo muchos meses, triste, pues cada día le era más difícil levantarse de la cama e ir a la oficina. Cada segundo era una eternidad cuando estaba allí y sólo podía pensar que quería volver a su hogar. Estaba tan mal que toda su familia y sus amigos se habían dado cuenta de que algo le pasaba. Pero nadie, además de su madre, había conseguido sacarle a Manuela qué era lo que le ocurría, así que sólo le daban unas palmadas en la espalda y le decían que todo estaría bien.

Cuando Manuela tocó la puerta de la casa de Doña Lupita, un viernes a las diez de la noche, ésta no se sorprendió al ver llegar a su hija con los ojos llorosos. En cuanto la tuvo frente a ella, la abrazó y jugó con sus rizos azules.

—Ay, mija, yo te dije que no estudiaras eso. En esos trabajos no hay lugar para nosotras.

—Pero, mamá…

—Ay, yo sé que tú eres muy lista y todo, pero mira cómo te tratan. Si el problema no somos nosotras, son ellos. Y yo sé que no quieres culparlos, que tus hermanos y tus amigos no son así, pero es porque te quieren, mija. De verdad que así son todos.

—Mamá…

—Y siempre puedes renunciar, mijita. No tienes que estar aguantando esto.

—Mamá, hice una amiga.

—Oh, ¡muy bien!

—Me ayudó a denunciar. Denuncié a mi jefe, mamá.

Doña Lupita entonces soltó a Manuela y, por primera vez esa noche, la vio a la cara. Su hija sonreía, aunque estuviera llorando. Doña Lupita se llevó una mano a la boca, sorprendida, pero también empezó a sonreír.

Las lágrimas de Manuela eran de color rosa.

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