Escrito por: Regina Checa
Ilustración por: Daniel Todd
“Después los Aesir tomaron las entrañas [de Narva] y con ellas amarraron a Loki sobre tres piedras […]”
Snorri Sturluson, Prosa Edda
Una eternidad de segundos habita entre el momento en que Sigyn retira la vasija rebosante de veneno y los ojos amarillos de Lidelse encuentran los míos. De sus colmillos superiores se desprende una gota de líquido tornasol y el tiempo parece despeñarse en contra mía. El miedo que corre por mi espina dorsal va a la misma velocidad que la ponzoña que desciende hacia mi cara.
Cierro los ojos, aunque sé que es un esfuerzo inútil.
La oscuridad protectora de mis párpados se vuelve iridiscente cuando el veneno entra en contacto con ellos; mis dientes se cierran peligrosamente cerca de mi lengua e involuntariamente abro los ojos, provocando que mis pupilas burbujean ante la brutal invasión de las que son víctimas. Las paredes de la cueva se sacuden con el grito que escapa de mi interior y mi espina dorsal sufre un espasmo que hace que mis ataduras giman lastimosamente como un eco de mi llanto.
Cuando termina, Sigyn sigue ahí.
Sus lágrimas son un espejo de las mías; sostenemos la mirada del otro un momento, todo lo que aguantamos en nuestras circunstancias. Cuando no puedo más con la tristeza que le da color a sus iris desvío mi atención a sus manos, lo único que evita que mi dolor sea constante y perpetuo al sostener la vasija que recolecta el veneno de Lidelse; no puedo evitar fijarme en que sus dedos están cubiertos de cicatrices ahí donde le salpicó el veneno.
Vete, quiero decirle.
No tengo el valor.
Porque sé que se iría si se lo pidiera. Me dejaría en la oscuridad, amarrado con lo que queda de nuestro hijo a una piedra.
En esta cueva somos todos prisioneros.
Lo veo en los ojos de Lidelse cuando no hay una vasija entre nosotros.
En los moretones y las costras que adornan las rodillas de Sigyn por estar hincada en el piso de piedra; sus brazos temblorosos por el esfuerzo; el crujido de su espalda y su cojera al desentumecerse para ir y vaciar la ponzoña destinada a marcarme para siempre.
En el espíritu de Narva que no puede descansar por su falta de sepultura.
En los aullidos de Narfi que retumban hasta esta esquina olvidada por los Aesir, desconsolado por el crimen atroz que le hicieron cometer: su hermano muerto funge como mi prisión eterna porque él le dio muerte.
En esta cueva todos somos prisioneros, pero que me maldigan los dioses de nuevo si no voy a hacer algo por evitarlo.
Forcejeo contra mis ataduras. Siguen húmedas con sangre.
¿Mía o un recuerdo de Narva?
Conociendo a Odín y teniendo en cuenta el crimen que cometí no me sorprendería que la respuesta fuera la segunda, siempre frescas gracias a una intervención divina.
Entre un tirón y otro cede una de mis ataduras lo suficiente como para que mi hombro descontrolado les pegue a las manos de Sigyn y la vasija, parcialmente llena de veneno, se vuelque sobre mi rostro.
Creo que me desmayé, pero inmediatamente me vuelve a despertar la quemadura ácida en mi rostro.
El líquido se cuela por mis cuencas oculares y en mis fosas nasales; mi boca está abierta para que el grito que nace en mi estómago pueda escapar.
Tengo veneno en las heridas alrededor de mis labios: el recuerdo de cuando me cosieron la boca.
Mi lengua de plata se está fundiendo con mi paladar y mis dientes vibran con la estática de los nervios que los conectan a mi cerebro muriendo uno a uno.
Me ahogo en sangre y en las burbujas de mi carne desintegrándose.
Mis pulmones, la boca de mi estómago, mi garganta: todo está en llamas.
Mis ojos son el centro de sistemas planetarios, dándole calor a vidas insignificantes, ardiendo dentro de sus cuencas.
Mis fosas nasales son volcanes, la lava ácida encontrando caminos dentro de mi cráneo, destruyendo, arrasando con todo lo que alguna vez fui.
Vuelvo a desmayarme y espero haber muerto.
Cuando por fin vuelvo en mí, maldito con la inmortalidad de los de mi especie, lo primero que noto es la frescura contra la piel ofendida de mi mejilla.
Es la mano de Sigyn, igual de dañada que la piel de mi rostro. No puedo verle la cara. ¿Me he quedado parcialmente ciego?
No, pero mis lágrimas evitan que la vea.
Me ofrece un breve consuelo, antes de regresar su mano a la vasija.
Me permito un patético gemido de dolor.
Uno solo que me desgarra desde adentro, abriéndose paso entre el tejido carcomido de mi garganta.
Uno solo antes de volver a darle un tirón a la atadura que había aflojado.
Se me escapa una risa maníaca que acaba en un estallido de tos.
No puedo escapar.
No sé cuánto tiempo llevamos prisioneros. No sé cuánto tiempo nos queda atrapados en este ciclo de dolor que a nadie favorece. Este pobre espectáculo sin otro espectador más que el olvido.
Pero la entraña que atrapa mi mano izquierda cede un poco más.
Y sé, con una esperanza demente, que un día nos voy a sacar de aquí.
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