Escrito por: Mario Antonio Palacios López
Ilustración por: Alan Fernández Cervantes
A veces creo que mi dolor se debe a la ausencia de mi padre. Y que, después de su muerte, he tenido que lidiar con la necesidad de llorar todo el tiempo, sin embargo, no puedo dejar de hacerlo.
Algo parecido le pasó a un personaje de la literatura japonesa en el libro del Kojiki: el dios del mar llamado Susanō. Desde su nacimiento, él sufrió de la ausencia de su madre, Izanami. Al ser creado, su padre Izanaki le ordenó, junto a sus dos hermanos, reinar diferentes áreas del mundo y a él se le mandó reinar los mares. A pesar de esto, Susanō nunca reinó: «Él lloraba tanto que se secaron las montañas de prósperos verdores y se disecaron los ríos y el mar».
De igual forma, yo lloro como lo único que soy: un desprendimiento de algún dios que se volvió otro más pequeño al no soportar la carga de su existencia. Ambos fuimos lacerados y llenados de carencia. La punzada es constante. Tratamos de ser agua al no poder reinarla. No hago sino guardarme los gritos todos los días, por no saber hacia dónde me dirige la pérdida y qué futuro me rige. Pareciera que todavía no aprendo a caminar. No entiendo muy bien cómo puedo seguir sin rumbo fijo por el miedo que me causa vivir, con tantas dudas y con mucho pavor producido por ningún espanto. Las ganas de llorar están atoradas en algún lugar al que tal vez, ni siquiera pertenecí. Esta mañana leía un poema de Renato Sales Hereda, con una traducción al portugués por Felipe Sentelhas, que me dejó pensando en mi padre:
Cinza
que perde a voz que quer gritar garganta e lugar tua insônia,
un cadáver, tu
un cadaver cheio de água.
Ceniza
que pierde la voz, que quiere gritar garganta y sitio, tu insomnio
un cadáver, tú
un cadáver lleno de agua
La ceniza siempre busca la manera de reemplazar los cuerpos vacíos con aire o cualquier otra materia invisible. Ésta se desborda en cada cuerpo de manera imperceptible, como un manto. Se mueve en un cuerpo que reemplaza la ausencia, de forma sutil; éste parece hecho del mismo material con el que se forman las nubes. Un vapor perforador de materiales invisibles como esperanza, vida y tiempo. Lo más común es que éstas se queden atoradas en los pulmones. Ésta se adhirió a la vida de mi padre, como si fuera un proceso secuencial y común, hasta matarlo. De manera seductora, en forma de bruma, nos va consumiendo y horadando. Paso a paso, esta especie de vapor se unifica con el paisaje: bailan junto a los recuerdos y lo difuminan hasta hospedarse en los rincones más ínfimos. La ceniza es la que llama al olvido en forma de niebla que me inunda. Al estar cubierto, sólo puedo pensar en mi constante inutilidad con el paso de los segundos que se vuelven días. Hasta el día de hoy tengo miedo de que esa ceniza se apodere de mi vida y rellene todo lo aparentemente vacío en mí.
Siento que soy infértil. Cuando mis lágrimas se desbordan lo soy más, creo que en esos momentos soy antónimo de “fertilidad” porque no me contengo: no me preocupo por llenar con suficiente agua mi entorno. Lo que habito, lo ahogo con lágrimas. Es ahí donde vuelve a mí el relato del Kojiki con los gritos de Izanaki: «¿por qué no reinas tu lugar asignado y no haces sino llorar?». […] Susanō contestó: «estoy llorando porque quiero ir al Ne-no-katasu-kuni, donde está mi difunta madre»; después es exiliado por Izanaki.
Compadezco a Susanō, porque no me siento merecedor del lugar que reino con mi presencia (o en el que estoy) ni acreedor de todo este desastre. No tengo el poder suficiente para retener los recuerdos entre las pestañas, siempre se derraman.
No puedo pensar en otra cosa más que en mi padre que probó los frutos de la muerte. Me atraviesa aquel momento, como las propias palabras de la madre de Susanō: «Lamento que no hayas venido antes. Ya me he comido el alimento de aquí […] A causa de esto ya no puedo regresar al mundo donde vivíamos». Cuando comes una fruta de otro lugar, ganas esencia de ése, y te disipas en otro. Cuando llegas, siempre es demasiado tarde, y te encuentras con un cuerpo consumido por los gusanos de humo. Al igual que Susanō estoy en el mundo incorrecto.
No paro de pensar en la oportunidad de buscar la fruta para darme esencia del mundo donde se encuentre mi difunto padre. No soporto los recuerdos, se me derraman, y no me seco, no se secan mis mundos ni mi palabra escrita. Mi duelo es provocado por la misma razón y pérdida que han sufrido los propios dioses, me compadezco de cada ser porque, a pesar de tener una alta jerarquía, todos estamos encadenados a lo mismo: la ausencia y el abandono (musito).
Tal vez, sólo arrastro a mi padre, como cadáver de agua, como un millón de lágrimas y gritos contenidos por no poder volver atrás en el tiempo. No sé si heredar la ceniza, el alimento de mi padre. A veces veo el cigarro y pienso en las posibilidades de volver a encontrarlo. Aún así me alejo, vuelvo contradictoriamente, y pienso que nadie se salva. Hasta los dioses piden llorando que la ausencia de la persona sea la que falte, y esa persona se haga presente. Nos conecta el sufrimiento y la necesidad de recuperar lo perdido. Estamos cargando constantemente con la neblina: humo que se hereda e impregna de cualquier manera. No podemos dispersarlo o deshacernos de él tan fácilmente. Cada fragmento de memoria nos deja más abandonados. Nadie ha sanado.
© 2020, Celdas literarias, Reserva de derechos al uso exclusivo 04-2019-070112224700-203