Las cinco puertas hacia el inframundo

Escrito por: Laura García Gudiño

Ilustración por: Alan Fernández Cervantes

Como estudiante de Historia, sé que los antiguos egipcios creían que los muertos tenían que atravesar cinco puertas para poder llegar al juicio final y descansar en paz. Yo también atravesé cinco puertas y tuve un juicio final, pero ninguna de estas me aseguró la paz.

La primera puerta fue  de un Gol blanco, sin vidrios polarizados, pero con varios golpes en la carrocería. Las placas eran del Estado de México, su terminación era ZVE. Alguien me llegó por la espalda, puso un brazo alrededor de mi cuello y el otro en mi estómago. Me levantó como si fuera un trapo y me subió al carro. Vi cómo pasábamos por Izazaga, San Jerónimo y calle Regina antes de perder el conocimiento.

El portón negro fue la segunda puerta que atravesé. Había otros tres sujetos esperándonos, aunque apenas  podía distinguir sus facciones. El suelo estaba pegajoso. Me sentía mareada. Uno de los hombres me obligó a levantar el rostro, lo examinó tan de cerca que podía oler su aliento a cerveza. Los demás parecían torres, formando un cuadro perfecto a nuestro alrededor. El hombre frente a mí tiró ligeramente de mi blusa para ver debajo, después me miró directamente a los ojos y dijo sin titubear “Súbanla.” Le dio un rollo de billetes de doscientos a los dos sujetos que me trajeron, y ellos fueron los primeros en volver a atravesar el portón .

Una puerta café que conducía a un enorme cuarto fue la tercera que crucé. Uno de los hombres que montaba guardia dejó mi cuerpo apenas consciente en una cama, que estoy segura era tamaño King size, tomó una jeringa de un cajón, me quitó los pantalones y me inyectó en el muslo. Luego me quitó la blusa, para dejarme en ropa interior, recogió mi celular y cerró la puerta detrás de él. No pasó mucho tiempo para que el “patrón” entrara. Se quitó todo. Ya con su miembro erecto se montó sobre mí, me quitó los calzones y dijo “espero que este último placer te haga caer muerta”. Sentí todo: cada una de sus embestidas, cada mordida, su lengua en mis pezones. Deseé morir. Una vez que acabó, sentí algo frío y filoso acercarse a mi cuello y, de un momento a otro, este se cubrió con el calor de mi sangre. Perdí la conciencia poco después.

Los largos y repetitivos cortes que hicieron en mis brazos y piernas para meterme en una gran bolsa de plástico fueron sin dolor. Me hicieron atravesar las tres puertas anteriores nuevamente. Y así de rápido como me recogieron, me botaron en un lote baldío.

Pasaron tres meses para que atravesara la cuarta puerta, plateada y de metal. Hacía mucho frío. Había mesas largas con las mismas características. Un hombre fue quien reparó el desastre que hizo otro. Tomó fotos de mí en la bolsa, sobre la mesa, parte por parte; me acomodó como a un rompecabezas y una vez que terminó, me fotografió completa, si es posible usar esa palabra para algo que ya está roto.

Pasó otro mes antes de poder ver a mis padres y hermanos. Mi mamá se quedó en la puerta. No tuvo el valor de verme pero, ¿quién podría ver a su hija desmembrada y en estado de putrefacción sin sentirse horrorizado? A mi papá lo acompañaron otras dos personas: el doctor que me armó de nuevo y un policía encargado de la investigación. Esperaban a que mi padre dijera “Sí… es ella.”

No sé si pasaron días o semanas, pero finalmente llegué a la última puerta antes de mi juicio final. A pesar de que no estaba unida del todo, pues el doctor había dejado espacios entre cada uno de mis miembros a la hora de armarme, no tenía el mismo tamaño que un humano normal. El hombre me colocó con tal delicadeza que sentí su propio dolor. Una vez que estuve por completo adentro, se asomó y se despidió de mí con una frase bastante peculiar: “Sé que no tuviste la culpa. Descansa. Lo mereces.” Y me quedé atorada en mi puerta final, mi ataúd.

Claro que no tuve la culpa, ¿quién mierda pensaría que yo soy la culpable de que me violaran y me desmembraran?

En el inframundo no hay monstruos como en la tierra. Ningún dios me juzgó como los hombres. Mi historia es tan mítica como la de los egipcios, porque sobre ella recaen muchos mitos, misterios y desinformación.

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