Las alas cortadas de Grete y Gregorio

Escrito por: Luis E. Espeleta Saucedo

Fecha de publicación: octubre 2024

El día de hoy, saliendo de misa, he visto perpetrar a mi hijo un acto de crueldad. 

Se agachó para tomar entre sus dedos a un escarabajo que encontró en la calle y lo aplastó. Fue una acción trivializada por la rapidez con la que la llevó a cabo, pero no pude evitar sentir, más que decepción o pena, una repulsión por los pequeños detalles que percibí del acto y que revelaban, en lo más profundo del mismo, su naturaleza grotesca y ruin.

Sentí repulsión por mi propio hijo, quien frunció el entrecejo y apretó los pocos dientes de leche que tenía, como si por medio de éstos exagerados gestos pudiera acceder a una fuerza física superior a la suya innata y llevar a término su fechoría: la trabajosa acción de aplastar a un insecto minúsculo pero engañosamente resistente. Sentí repulsión por la forma en que los fluidos y los restos del escarabajo quedaron embarrados entre sus dedos, y un escalofrío recorrió mi espalda al imaginarme los sonidos agónicos que hubo de producir el vil insecto, imperceptibles al oído pero, quizá solo concebibles para una imaginación avezada y sujeta a las vivencias del pasado: percibía culpa formándose dentro de mí, y mientras me embargaba, noté que nacía de la repulsión, y que las dos no me eran desconocidas en lo absoluto.

La repulsión que me fulminaba en ese instante y que sentí por primera vez con aquella intensidad hace muchos años la había aprendido a controlar y a reprimir, pero no había sentido tanta culpa, así y de esta manera, sino hasta hace unas cuantas semanas, cuando me enteré de que esperaba a mi segundo hijo. Mi marido y yo le explicamos a nuestro niño que se iba a convertir en el hermano mayor de alguien más pequeño que él. Lleno de entusiasmo, nos bombardeó con preguntas sobre el nuevo miembro que se sumaría a nuestra familia.

“¿Será niño o niña?”

–Lo sabremos hasta que nazca, pequeño.

“¿Hará ruidos chistosos como los otros bebés?”

–Muy seguramente. 

Y en eso, lanzó al aire la pregunta que me derrumbó en los días posteriores: “Mami, mami, ¿Tú tienes un hermano?”

Mi hermano.

Gregorio fue siempre un tema vedado. Un tabú familiar, tanto así que en mi memoria permaneció cerca de dos décadas sepultado, irónicamente, con más decoro del que tuvo cuando murió. Nunca supe qué pasó con el cuerpo de mi hermano, o a qué pocilga de Alemania fue a parar en una mortuoria e inhumana peregrinación tras morir y ser tirado a la basura.

Aún así, si soy honesta, su muerte no hizo más que alegrarme; me dio alivio y la oportunidad de sanar mi cuerpo y mi alma. Por aquella cosa fea e innatural no tenía por qué sentir culpa. El mundo (nuestro mundo, el de padre, madre y mío) no cambió en lo más mínimo por su ausencia, y tampoco nos sonrió menos por no extrañar la forzada caridad que representaba cuidarlo. Todos seguimos con nuestras vidas. O eso creímos por un tiempo, pues a la par que su recuerdo se tornó indeseable, también nos hizo darnos cuenta de que su ausencia generó algo en nosotros que no hubiéramos sabido describir más allá de que se trataba de un vacío enorme en nuestro pecho, sin embargo, no sabíamos qué fue lo que se había perdido. 

Quizá a padre le pesó el hecho de que su apellido murió con Gregorio, y a madre que se quedó sin una figura masculina en la cual apoyarse cuando muriera (como eventualmente hizo) padre. En reiteradas ocasiones le dije que podía contar conmigo y mi marido, pero resulta lógico pensar que hallaba más cómoda la compañía, antes que la del yerno, la de un hijo, que por un motivo que nunca comprendí, trató como un hombre desapegado y ausente antes que como lo que fue en realidad: un hombre que murió en terribles circunstancias.

Pero lo que yo sentía era diferente; más allá del anhelo por el honor del apellido perdido del padre de mi padre, o algún apego que girase en torno a la presencia de un hombre en mi vida, el hueco que dejó Gregorio en mí no fue así de banal, pues trascendía todo lo anterior, porque la realidad es que antes de que sufriera aquella aborrecible metamorfosis, la vida con Gregorio siempre me pareció mágica, de ensueño, y lógicamente, menos dolorosa. 

Él me hizo muchas promesas. Prometió que me ayudaría a alejarme del dolor de la realidad, lejos del opresivo futuro que representaban los quehaceres domésticos y el temprano e infeliz matrimonio. Prometió llevarme al conservatorio, y prometió estar a mi lado cuando me volviera una violinista prodigiosa y prestigiosa.  

Sin embargo, el día que Gregorio se despertó hecho un monstruoso insecto tras una intranquila noche, fue el día que mis sueños e ilusiones murieron, y cuando él murió, abandonado y herido en todos los sentidos, fue el día que la esperanza y las promesas de magia se fueron con él, y lo odié por eso. Odié que se hubiera quedado en un estado en el que no nos servía más de lo que él podía servirse a él mismo. 

Pero en mis momentos más privados, me permití nutrir reflexiones efímeras, las cuales me hicieron preguntarme si mi familia y yo estábamos verdaderamente libres de pecado por lo que le hicimos pasar a Gregorio los meses que siguieron a su transformación, pero ¿Cómo no íbamos a temerle? ¿Cómo no íbamos a repudiarlo si no quedaba semblanza alguna en aquella criatura de Gregorio? Infundía un pavor que no era de este mundo, porque este ser tampoco lo era.

Pero en éstas reflexiones de las que no esperaba rescatar nada, algo se me quedó enterrado como una manzana: creo que el asco del cual nació el odio que sentíamos por aquella cosa no se fundó sobre algún miedo por no reconocer nada humano en ella, porque la verdad es que podíamos reconocer, en sus ojos negros y volváceos, a Gregorio, asustado y triste, y eso nos hizo enojar muchísimo, más a mí, porque supe que ni las muestras de amor más grandes podrían sanarlo y devolvérmelo, devolverme la promesa de ir al conservatorio y escapar de la dolorosa realidad que me forzaron a asumir a una edad tan joven.

¿Qué culpa tuve yo? ¿Por qué deben morir nuestros sueños y esperanzas así, deformes e irreconocibles, hechos como insectos cóncavos y patéticos? ¿Y él? ¿Qué culpa tuvo él? Con todo y sus defectos, Gregorio fue una buena persona. No merecía que Dios o el cruel destino le jugaran una broma así.

Pero, ¿a quién quiero engañar? Nosotros también tuvimos nuestra dosis de culpa. Incluso si Gregorio no quedó hecho un animal al principio, nosotros lo convertimos en uno, despojándolo de lo más esencial para el humano y mostrándole no más que desprecio, mismo que él correspondió y con el cual acabó muriendo. Gregorio murió lleno de odio, por nosotros y por él mismo.

Pero si hay algo que me concedió esta culpa fue el don efímero de la claridad. Comprendí que fue través de mi hermano que aprendimos todos la lección de que la realidad tarde o temprano te alcanza: yo no iba a ir al conservatorio, me iba a casar joven con el primer hombre que se viera decente y le hiciera hermosas promesas (pero invariablemente vacías) a mis padres. La metamorfosis de la realidad había alcanzado su clímax y ese era el producto final. Me encontraba igual que como cuando estaba por cumplir los dieciocho años: trabajando hasta el cansancio y viendo por las necesidades de un ser que no podía valerse por sí mismo, pero no era Gregorio. Ya no estaba él para culparlo.

Pero a pesar de la culpa que se formaba, la resignación y la negación le impidieron florecer. No me hice consciente de ella hasta ahora, y continué odiando inútilmente a Gregorio. 

Guardo la certeza de que en un más allá reservado para los hombres hechos insectos (en el cual habita únicamente Gregorio), mi hermano me observa displicente y sentido, pero quizá sin burlarse de mi tragedia, porque habrá de ver que es la misma de la que él fue víctima; creo que mi hermano, aún con toda la fealdad que albergaba, podía rescatar algo bello. Como todo escarabajo (animal en el que se convirtió Gregorio en su faceta más paródica) hubo la posibilidad de que existieran bajo su gruesa espalda unas bellas alas que le permitieran alejarse del dolor y llevarse con él su magia.

Pero no lo hizo. Ya fuera porque no sabía cómo, no estuvo dispuesto a hacerlo o bien, en su limitado razonamiento bestial, ignoraba que podía hacerlo. Pero si de verdad hubiera sido una bestia, no habría tenido reparo en entregarse a sus impulsos y descubrir que tenía alitas.

Si tomamos como certeza la posibilidad de que bajo el monstruoso insecto continuaba existiendo un hombre, entonces fuimos nosotros, con el aislamiento y la incomprensión, quienes le sellamos la posibilidad a Gregorio de emprender el vuelo y permitirnos ser felices junto con él, extrañando a nuestro escarabajo volador. Y a mí me ocurrió lo mismo. Nos cortaron las alas a los dos, pero quizá no valga la pena preguntarse por qué. Nunca hallaremos una respuesta. Solo culpa y asco y nada más.

Es la culpa que me genera el ver a mi hijo, tras salir de misa de dar gracias por la nueva vida que se gestaba en mi interior, perpetrar un acto de crueldad.

De un manazo hago que suelte el cadáver del escarabajo, y en respuesta comienza a berrear, más indignado por el hecho de que lo golpeé antes que por el cargo de consciencia que debió generarle matar a un ser vivo que no le había hecho nada. Yo también lloro, pero para mis adentros, pensando en si mi hijo es tan malo y horrible como creí, o si solamente estoy reflejándome en él y perpetuando el ciclo de crueldad del que fuimos víctimas mi hermano y yo.

Gregorio. Hermano mío. Cómo me gustaría que estuvieras aquí. Conmigo.

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