Texto escrito por: Fernando Montoya Vargas
Fotografía por: Fernando Montoya Vargas
Siempre he creído que la identidad de una nación no se mide por la sangre derramada en grandes batallas o por las hazañas heroicas de sus soldados, sino por la riqueza de sus mitos y leyendas. Con el afán de edificar nacionalismos, los ideólogos patriotas indagan en el folclore y en las tradiciones que constituyen los puntos más comunes a la hora de investigar al pasado remoto, lleno de supersticiones.
En un siglo tan nacionalista como fue el XIX y cuando las líneas fronterizas dibujadas en los mapas comenzaron a quebrarse debido a que cada vez más territorios se independizaban, fue en estos momentos cuando abundaban los cazadores de leyendas. Por ejemplo, las guerras napoleónicas despertaron en los escritores alemanes un nuevo sentido de la identidad nacional, mientras crecía su admiración por individuos heroicos como Napoleón o Beethoven. Igualmente, los cuentos populares y la mitología recibieron atención en las óperas de Richard Wagner, los hermanos Grimm o en la mitología élfica descrita por Ludwig Tieck en sus relatos fantásticos.
Por esos tiempos, Washington Irving (1783-1859) hacía lo propio: llevar historias a su nación, unos Estados Unidos jóvenes que le hacían falta leyendas que contar. Así, Irving no tenía reparo en gastar en viajes y recorrer la mayor parte de Europa. Esto le permitió publicar por su cuenta (tanto en el Reino Unido como en los Estados Unidos) la obra que terminó de consagrarlo como un escritor de éxito y de renombre en América y en Europa y que tituló como El Cuaderno de apuntes del Sr. Geoffrey Crayon (1819-1820). Crayon, evidentemente, era el mismo Irving en la piel de otro personaje con una personalidad y estilos propios. Aunque no es motivo de este ensayo, la vida de Washington Irving es digna para leerse en otro momento: siendo niño, tuvo la oportunidad de conocer a uno de los Padres Fundadores de los Estados Unidos, George Washington. Este hecho fue tan notable en su vida, que se dedicó a escribir, por muchos años, La vida de George Washington (dividida en 5 volúmenes). Destaca también su paso por la diplomacia como Embajador de los Estados Unidos en España y cuya estancia fue puente para otra de sus grandes obras: Cuentos de la Alhambra, compilación de leyendas del pasado árabe en la península ibérica.
Un bloque temático muy importante en este Cuaderno es el formado por el paisaje urbano y rural de Inglaterra, y que abarca un buen número de ensayos e historias, entre las cuales destaca “La Navidad”, que describe las tradiciones y celebraciones de una familia de la nobleza inglesa. Estos relatos impactaron tanto en el imaginario del estadounidense decimonónico, que contribuyeron al resurgimiento de esa fiesta en los Estados Unidos. Vale mencionar también que el éxito más importante de Irving fue su obra Una historia de Nueva York (1809), la cual nos habla de una historia satírica de la antigua colonia holandesa Nueva Amsterdam. En sus páginas, se habla de San Nicolás (un obispo cristiano que inspiró mitos y tradiciones en Europa vinculados al Invierno y a los niños), y que en sueños se aparecía a un marinero holandés montando un carro en el que lleva regalos a los niños y rondando por encima de los árboles de una muy joven isla de Manhattan. Ese mismo libro dio pie a que el pseudónimo con el que Irving firmaba, Diedrich Knickerbocker, se asociara con la ciudad de Nueva York, al punto que los habitantes se autonombraban knickerbockers (de ahí el nombre del equipo de baloncesto New York Knicks). Por si fuera poco, Irving usaba el nombre de Gotham (en inglés antiguo significa “ciudad de la cabra”) como alias para Nueva York. Un siglo después, Bob Kane rescatará el nombre para ambientar la ciudad habitada por Batman.
A 200 años de haberse publicado, La leyenda de Sleepy Hollow (1820) (a veces conocida como La leyenda del jinete sin cabeza),[1] ha sido un referente en las historias de horror del folclore americano, específicamente en la imagen moderna de la fiesta de Halloween, con sus fríos y oscuros bosques otoñales y sus calabazas talladas a imitación de cabezas grotescas. Para escribirlo, Irving no necesitó alejarse mucho de su Nueva York natal. Se cree que la historia llegó al conocimiento de Irving en 1809, periodo en el que vivió al norte del río Hudson, sitio en el que se ubicaría el poblado de Sleepy Hollow. Allí comenzó a construirse lo que sería su morada: Sunnyside, una gran casa de campo que en su momento recibió a importantes escritores y políticos estadounidenses.
La leyenda del jinete sin cabeza se trata de uno de los muchos cuentos populares de jinetes sin cabeza en el mundo, que abarcan desde los cuentos alemanes de los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm hasta la mitología escandinava o la leyenda celta de Dullahan, el jinete sin cabeza que carga su cabeza bajo el brazo montado sobre un caballo negro.
Quizás uno de los cuentos populares en los que Irving pudo haberse inspirado son las llamadas “Cazas salvajes”. Estos cuentos siempre implican un grupo espectral o sobrenatural de cazadores. Las historias de estos singulares personajes, de acuerdo a cada folclore, van desde elfos, muertos vivientes y hadas. A quien atestigüe la caza, se le presagiaba alguna catástrofe, una guerra o, en el mejor de los casos, la muerte de una persona. Dependiendo de la región de la leyenda, este grupo puede ser liderado por un guerrero o por un monarca, como fue el caso del Rey Arturo en Gran Bretaña, o por una deidad, como el nórdico Odín montado a lomos de su caballo Sleipnir.
Ahora bien, no es casual que el autor ambientara Sleepy Hollow en una “triste noche otoñal”, casi al momento de la hora de las brujas. El jinete trota con una fuerza sobrenatural, indiferente a los espectadores y hacia la hostilidad, en una eterna carrera contra el ocaso. La figura de Ichabod Crane, a quien Disney en su versión de 1949 lo personifica tal y como Irving lo describe en su obra, continúa transmitiendo el miedo derivado de una ambiente lúgubre y de la figura de un jinete pero sin cabeza. En cambio, la versión de Tim Burton de 1999, sustancialmente modificada de la historia original, nos ofrece una célebre interpretación de Christopher Walken en su papel de jinete: ojos pardos, dientes afilados y mirada despiadada.
Para su ambientación, Irving relata esta historia macabra en el valle del Hudson, sitio de silencio y pasividad. El autor lo describe así: “No lejos de esta población, quizás a unas dos millas de distancia, hay un pequeño valle que constituye uno de los lugares más tranquilos del mundo. Un pequeño arroyo discurre plácidamente a través de él, murmullando sólo lo justo como para inducirnos al sosiego con su arrullo, y el silbido ocasional de la codorniz o el golpeteo del pájaro carpintero son prácticamente los únicos sonidos que turban alguna vez la continua calma del lugar Incluso, Irving va más allá al describirlo también como una zona en la abundan leyendas, rincones encantados y supersticiones relacionadas con estrellas fugaces; o bien, de embrujos de antiguos jefes indios.
Como antecedente a la historia, durante la Guerra de Independencia de 1776, las fuerzas militares de George Washington se vieron obligadas a retirarse desde Manhattan. En la célebre batalla de White Plains, los líderes británicos decidieron enviar a los jinetes de Hesse-Kassel, mercenarios alemanes con una aterradora reputación. Ya en el campo de batalla, la suerte de uno de estos mercenarios no fue favorable y una bala de cañón le arrebató la cabeza. Su cuerpo fue enterrado en el cementerio de Sleepy Hollow. Desde entonces, el jinete cabalga por el valle de Sleepy Hollow buscando su cabeza, o bien, la de otras personas. Como vemos, esta historia resulta ser uno de los pocos ejemplos de mitología estadounidense y vincula el paisaje bucólico, las costumbres y la moral y lo sobrenatural con la historia de la fundación de los Estados Unidos.
En el texto de Irving existe un elemento poco estudiado y se trata del misterio que encierra el personaje de Ichabod Crane y que, dicho sea de paso, no es un personaje ficcional sino el nombre de uno de los mejores amigos del escritor neoyorquino. Como se narra, pareciera que Sleepy Hollow no cuenta únicamente con un fantasmagórico jinete sin cabeza, sino que también en sus verdes praderas trota el espigado maestro de escuela a quien nadie en el pueblo lo llega a conocer del todo. Irving lo describe así:
Era oriundo de Connecticut, un estado que suministra a la Unión a pioneros tanto del conocimiento como de los bosques y envía cada año legiones enteras de leñadores fronterizos y maestros rurales. El apellido de Crane no resultaba nada inadecuado para su persona. Era alto, pero extremadamente delgado, con hombros estrechos, brazos y piernas largos, manos que colgaban a una milla de sus mangas y pies que podrían haber servido como palas […] Tenía la cabeza pequeña y chata por arriba, con enormes orejas, grandes ojos verdes y vidriosos y una nariz larga y fina […] uno podría haberlo confundido con el fantasma del hambre descendiendo a la tierra o con algún espantapájaros huido de un maizal ”
Ichabod era, quizás, el verdadero fantasma del valle de Hudson. Una persona que solo aparecía a la luz del día; su morada era la escuela en la que se enseñaba a los niños del vecindario; se esfumaba sin dejar rastro y con pocos testimonios físicos de su existencia. Un espectro que parece inoportuno en los sombríos parajes de Sleepy Hollow. Los personajes y el paisaje parecieran estar detenidos en el tiempo, aunque no ofrecen el extraño halo que envuelve la figura de Ichabod Crane, poseedor de cierta sensibilidad artística y de algunos defectos muy humanos como la glotonería o el ser demasiado enamoradizo.
Muy pocos llegaron a hablar con él hasta aquel día en que Katrina Van Tassel, la acaudalada de la zona, lo invitó a una fiesta familiar. Enamorado de la anfitriona y después de haber declarado su amor, Ichabod marcha hacia su casa y es perseguido por el jinete, atravesando el puente que cruza el río hasta el cementerio de la iglesia holandesa. Ichabod, confiado en que una vez cruzado el puente el jinete se desvanecería, en un “fogonazo de fuego y azufre” ve con horror cómo la figura espectral se puso de pie sobre sus estribos lanzando su cabeza.
Por la mañana del día siguiente, Ichabod desaparece en misteriosas circunstancias dejando en el camino a su caballo Pólvora, su sombrero, la silla de montar pisoteada y una misteriosa calabaza hecha pedazos. Los habitantes del poblado creen que su desaparición fue producto de una maldición y su leyenda sigue contándose en las noches de invierno. Desde luego el puente donde se fraguó la persecución fue punto de supersticiones de todo tipo; la escuela en la que enseñaba estuvo abandonada y los niños no tenían reparo en contar sobre las apariciones del lánguido Crane, entonando salmos melancólicos entre la tranquilidad de Sleepy Hollow.
Ahora bien, ¿qué hubiera pasado si la leyenda fuera simplemente de un jinete fantasmal? Seguramente el texto de Irving no hubiera tenido tanto éxito. El desagregar a la persona y hacerla decapitada, resulta tener mayor impacto en el terror psicológico. Es en la cabeza donde reside la humanidad. Es decir, en la decapitación existe un gesto de deshumanización.
También hay una imagen antropológica, muy antigua y en diversas civilizaciones, en la que la cabeza cortada enarbola el trofeo absoluto del enemigo. Desde los mexicas hasta los islamistas más radicales, la decapitación es un arma psicológica muy poderosa. En la cabeza radica la razón y los sentidos; sin ella, solo es oscuridad y la nada. La decapitación siempre fue, por tanto, un ejercicio de poder absoluto. Como asociamos nuestra identidad con el cerebro (y no tanto con el corazón), el acto de cortar la cabeza ataca a la esencia de individualidad: memoria y racionalidad. Y también al poder.
Sin ahondar tanto en Freud, en su obra La Cabeza de Medusa (1922), el autor parece articular el horror al campo de la mirada. Según él, la cabeza de la gorgona es el símbolo del horror en la mitología griega. Freud plantea la cabeza decapitada como metáfora de la castración. El terror de la decapitación es, en el universo freudiano, un terror a la castración, terror asociado a una visión.
En el texto de Irving, el jinete cabalgará cada noche en busca de su cabeza (una especie de Sísifo nocturnal). Su personificación es una especie de sinsentido espectral. Y menciono sinsentido no solo por el simple hecho de que la cabeza nunca la va a encontrar, sino también por las intenciones de atacar brutal, ciega e irracionalmente a cuanta pobre alma se le atraviese en su camino. Obtener una cabeza, darse cuenta que no es la anhelada y cazar otra ad infinitum. Ahí radica el terror psicológico.
El texto rescata el valor de la superstición entendida, no como creencia de acciones o hechos irracionales, sino como el valor agregado de crear folclore, leyenda, comunidad e identidad de una población. La leyenda de Sleepy Hollow es, además, un retrato de lo que en el siglo XX y XXI hemos sido testigos en el cine. La Aldea (2004) y La Bruja (2015), son retratos de los más profundos miedos, supersticiones y creencias de los quakers o colonos americanos y cuyo valor radica en la construcción discursiva del folclore del suspense americano.
A 200 años de su publicación, considero que la mayor fuerza de La leyenda de Sleepy Hollow de Washington reside en que forma parte del canon literario americano; en que, por su originalidad, ha logrado trascender épocas y fronteras. Irving logró ser un eficiente cazador de leyendas y esta es una que el americano seguirá contando cada noche de invierno. Pero el texto es también la narración de un jinete decapitado que representa, con su resonancia fantasmal, la antigua violencia colonial intimidada por el retorno de un espectro vengativo.
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