Escrito por: Ezequiel Olasagasti
Ilustración por: Alan Fernández Cervantes
Dicen que en la antigua ciudad de Chosica, el sol tardaba más en llegar que en cualquier otra parte del mundo. Era el punto más al oeste del imperio y en él se amalgamaban todas las maravillas de éste. En su extremo norte, los Andes eran tan visibles que cualquiera creería poder tocarlos desde su ventana. La cordillera estaba adornada por blancas nubes que parecían sombreros de algodón. El océano Pacífico le bordeaba las costas con olas blanquísimas de sal, y el sol raramente se escondía detrás de alguna nube de chaparrón.
En medio de este fortín natural, se alzaban pequeñas casas hechas de barro y coronadas con paja. Cada familia vivía de los frutos del mar o de lo que las laderas de las montañas les permitiera cultivar. En una de esas modestas casas vivía Llariku, un joven al que, a muy temprana edad, las enfermedades le arrebataron a su madre. Al poco tiempo, los deseos caprichosos del altar se llevaron a su padre.
Llariku aprendió a vivir solo y alejado lo más posible del resto del pueblo. Su choza casi parecía caer al mar desde uno de los peñascos. Todos los días eran iguales para el muchacho, salía después del mediodía a pescar, tomaba unos cuantos abadejos o lenguados y volvía a casa. Los cocinaba para comer durante varios momentos del día, no hacía nada más. No se dedicaba a la profesión de pescador y nunca había tocado dinero, sólo conocía el arte del trueque, al que recurría si era necesario. No pedía nada del pueblo y, a su vez, el pueblo no le exigía nada. Llariku incluso fue exento de los impuestos por ser huérfano.
Una tarde como cualquier otra, Llariku llegó a las costas con sus redes y vio que en una enorme piedra, donde rompían las olas, había una muchacha desenredando su cabello con los dedos. Tenía la piel dorada como el sol y unos enormes ojos oscurísimos.Su belleza era embriagante.
Al ver cómo las gotas de mar recorrían su cuerpo ondulante, Llariku perdió toda capacidad de concentrarse; intentó continuar con sus labores, pero no podía dejar de mirarla; terminó enredándose con las redes y cayó al agua. La mujer se acercó a la orilla de la roca y rió dulcemente al verlo. Llariku se levantó avergonzado pero terminó riendo también.
Casi sin notarlo, pasaron el resto de la tarde charlando con soltura mientras el sol recorría la playa. En cierto momento, Llariku se abstrajo de la belleza de la joven y notó los hermosos adornos de oro que llevaba en el cuello y alrededor de los dedos. Le dijo:
–Llevas unos extraordinarios ornamentos contigo, pensé que ya no había oro en ninguna parte del imperio ¿Acaso eres de la nobleza?
–No, soy sólo una doncella que asiste a la hija del gobernante de mi pueblo. Estos adornos son simples y cualquier trabajador de mi tierra puede comprarlos.
Llariku se sorprendió e indagó un poco más:
–¿Acaso tu pueblo es tan adinerado? Tal vez estos son los últimos rastros de metales dorados que los asesinos extranjeros se llevaron en sus canoas titánicas. ¿Sabes tú que tu pueblo es muy afortunado?
Ella dio por terminado el asunto diciendo:
—Es un pueblo inca como tantos otros. ¿Qué importa?
—Francamente… ¿Qué importa? El brillo que me deslumbra es el de tus ojos —le contestó Llariku mientras le rozaba la mano con sus dedos—. Sólo me preocupa que los ladrones quieran quitártelos y que en el intento pudieran hacerte daño.
—Por eso no hay problema, vuelvo siempre antes de que el sol se ponga y te aseguro que por el camino jamás me encontraré a otra persona —respondió ella con una risa delicada.
Cuando llegó el ocaso, ella le informó que debía irse. Llariku le pidió si podía saber su nombre antes de que partiera, a lo que ella respondió diciendo “Yanay”.
Al día siguiente Llariku volvió a la playa. Procuró que fuese a la misma hora y el mismo sitio que el día anterior. Al llegar, vio a Yanay emerger del océano y desde la orilla le gritó.
—¿Nadando desde temprano?
Ella sonrió, dejando ver sus pequeños dientes perlados, y le respondió:
—A decir verdad, creo que llegamos al mismo tiempo.
Poco a poco, supieron que se estaban enamorando. Yanay miraba pescar al muchacho desde una roca mientras desenredaba su cabello y dejaba que el sol terminase de secarlo. A cada instante se miraban, no podían evitarlo, y al hacerlo se regalaban una sonrisa.
En cierto momento, Llariku se distrajo, se lió con las redes y cayó al agua. Sin embargo, al salir pudo arreglárselas para sacar consigo una gran cantidad de peces.
—Eres un buen pescador —le dijo Yanay.
—Y soy mejor cocinero —respondió Llariku mientras acomodaba sus tejidos de pesca—. ¿Te gustaría comprobarlo? — preguntó.
Yanay le dijo que le encantaría, pero que ya debía irse porque el sol estaba pronto a morir en el horizonte. Llariku la tomó de las manos y le dijo:
—Comprendo tu partida. Pero prométeme que mañana aceptarás una cena preparada con mis manos sólo para ti.
Yanay rió y le dijo que aceptaba su invitación.
Toda la noche, Llariku pensó en su cita con la hermosa joven. Calculó cada detalle. Pensaba incluso que si todo salía bien, le pediría que fuera su esposa. La tarde siguiente llegó a la playa, prendió una fogata y acomodó todos los ingredientes sobre una enorme roca que le servía de mesa. Había llevado lo mejor que tenía: sus mejores especias, arroz, vegetales, limones para darle un poco de gusto y Locoto de Chosica, el famoso pimiento que, se decía, sólo los dioses podían soportar.
Había pasado un rato largo desde la hora en la que Yanay acostumbraba llegar. Para ese momento, ella solía estar en su piedra, peinando su largo cabello negros. Llariku arrojó sus redes al mar para ver qué pez podría cocinar. Rogó que su amada sólo estuviese un poco atrasada. Las horas pasaron, él ya había sacado unos peces de buen tamaño y un lenguado que hubiera sido la envidia en cualquier banquete imperial, pero Yanay no aparecía.
Llariku esperó un poco más. Lo acompañaban sólo los rayos de sol y el rocío del mar que golpeaba sobre la roca de su amada, aún desierta. Cuando la llegada de la noche se hizo evidente, el joven tomó sus cosas para regresar a su hogar, procurando no derramar sus lágrimas.
En ese momento, escuchó que el mar se agitaba. Al voltear, vio cómo se rompía la superficie del agua y de ella salía la hermosa Yanay. La muchacha se acercó y en medio de un fuerte abrazo le dijo al oído:
—Esta es la última vez que nos veremos. En mi pueblo descubrieron que vengo aquí y eso está prohibido. Nuestro pueblo debe ser un secreto. Lo siento, mi amado, debo volver y nunca regresar.
—Espera —le suplicó Llariku—. ¿Por qué debes irte?
Ella contestó casi sin mirarlo, ya estaba de espaldas contemplando el océano.
—Mi pueblo es descendiente de “Mama Cocha”, la diosa del mar. Ella nos permitió vivir bajo una pequeña isla alejada de aquí a la que ningún mortal puede llegar, ni siquiera los temibles conquistadores. Yo soy la primera que visita el mundo de la orilla, lo cual está prohibido. Creo que los guardias ya sospechan –se acercó a su amado y tomándolo de las manos le dijo—. Las compuertas de la ciudad cierran antes del anochecer, debo irme ya.
—Espera —dijo el joven—. Prometiste que comerías conmigo, ¿no lo recuerdas?
—Es imposible, Llariku. Ya no tenemos tiempo, el anochecer se acerca —dijo ella.
—Te prometo que lo haremos a tiempo —dijo él.
La muchacha miró sobre su hombro el mar, y con una sonrisa le dijo a su amado que se quedaría a cenar si podía preparar todo antes que el sol fuese comido por el horizonte.
Sin dejar pasar un minuto más, Llariku se puso a cocinar. Pronto se percató de que era imposible cocinar el pescado y el arroz lo suficientemente rápido. Cortó el lenguado en pequeños trozos muy finos y los colocó en jugo de limón junto con las especias y el locoto, con la esperanza de que se cocinaran rápidamente al final. Avivó la fogata que ya estaba medio extinta, preparó los vegetales e hirvió el arroz. Justo cuando pensaba que podría terminar con todo en tiempo y forma, Yanay le dijo:
—Lo siento, ya es hora de partir. Lamento romper mi promesa, querido Llariku.
Sin embargo, antes de que Yanay alcanzara la orilla para volver a zambullirse en el agua, el muchacho vertió la preparación del lenguado, crudo todavía, sobre el tazón que contenía el arroz con vegetales y se lo ofreció diciendo:
—Espera, aquí está la cena. Lo logré.
La joven vio el pescado crudo y sintió cierta repulsión, pero su amor por el joven no le permitió rechazarlos. Cada mordida que daba era más grande que la anterior, y masticaba con creciente velocidad. Sonrió a Llariku, se acercó para darle un beso fugaz y, de manera repentina, se arrojó al mar.
Llariku se quedó toda la noche en la playa llorando por su amor hasta quedarse dormido. Por la mañana, sintió que lo despertaba la suavidad de unos dedos deslizándose por su cara. Al disiparse la neblina de los ojos recién abiertos, pudo ver la sonrisa de su querida Yanay. Se incorporó de un salto y con una alegría desmedida la abrazó. Sobre el hombro de ella notó que a la chica la acompañaba un séquito de diez personas que parecían guardias imperiales, todos excepto un hombre cubierto de oro que se acercó para hablarle.
—Soy el gobernante de la tierra de la que, me informan, usted ya sabe. Hemos cuidado celosamente que nadie descubra nuestro hogar durante muchos años. Incluso los tiránicos bárbaros del otro lado del océano no pudieron hallarnos para robar los secretos de “Mama Cocha”. Sin embargo, Yanay escapó varias veces para venir hasta aquí y me ha dicho que está enamorada de usted.
—Y yo de ella —interrumpió Llariku. Yanay le cubrió la boca y le hizo la seña de que guarde silencio.
El rey continuó.
—Hemos perdonado la terrible violación de Yanay sólo porque nos ha contado de un plato tan delicioso que le juré perdonarla a cambio de la receta. Ella dijo que no sólo haría eso sino que nos traería directamente al cocinero. ¿Eres tú?
—En efecto, su majestad, soy el creador. Nadie más que yo conoce la preparación —dijo el muchacho, sorprendido de que les hubiera gustado tanto aquel plato que preparó tan apresuradamente. Es un plato hecho especialmente para su pueblo —improvisó al final.
—Puedo darte todo lo que desees si nos enseñas a hacer este platillo –dijo el rey.
—Sólo permítame la mano de la joven Yanay —contestó Llariku.
El rey pensó un momento. Miró a sus guardias y finalmente dijo:
—Muy bien muchacho, ella se quedará contigo aquí. Te entrenará para que puedas venir a nuestro reino a preparar tu exquisita comida. Además, proclamo que ambos serán embajadores que conectarán nuestro reino con el resto del imperio andino. Todos disfrutaremos de este glorioso alimento —el rey se detuvo un momento en su discurso y preguntó en voz baja— por cierto… ¿Cómo llamas a esta comida?
Llariku pensó un momento y respondió:
—Ceviche.
© 2020, Celdas literarias, Reserva de derechos al uso exclusivo 04-2019-070112224700-203