Escrito por: Rodrigo Munguía Rodríguez
Fecha de publicación: marzo 2024
Lo que estoy a punto de narrar se encuentra lejos de ser un cuento de terror o un relato extraordinario con génesis en la imaginación; se trata de una experiencia completamente real.
Decidí escapar de la gran urbe cuando, después de varios meses sin adelantar de manera significativa el contenido de mi tesis de licenciatura, me di cuenta que la gran selva de asfalto, con sus cables y todos sus dispositivos electrónicos, resultaba ser un gran estorbo y una enorme distracción. Solicité una pequeña charla con mi tío abuelo, Rafael, un viejo de 92 años que apenas podía respirar sin asistencia alguna. Sabía que, al encontrarlo en su vieja silla de ruedas y pedirle que me dejará quedarme un par de meses en la vieja cabaña que él tenía en las afueras de la ciudad, ni siquiera podría darme respuesta alguna. La ocasión de manifestarle dicha petición fue más una cuestión de respeto hacia su persona que una auténtica solicitud. Sin embargo, los ojos casi sin vida del anciano se llenaron de una mezcla de euforia y frenesí cuando le pedí quedarme en aquella casa de campo donde nadie había vivido durante décadas. Incluso la enfermera que asistía al viejo pudo darse cuenta de la expresión de arrebato en su mirada.
Llegué a la cabaña a finales del mes de septiembre. Como era de esperarse, se encontraba sucia y abandonada. Después de limpiar lo básico para convertirla en un lugar lo suficientemente cómodo para vivir, me instalé y me puse a trabajar. Por esos días, encontré una inscripción tallada en uno de los postes de madera que sostenían el recinto; se trataba de un texto que no me hacía ningún sentido y que decía algo así como: “el número tres hará que la sangre de la familia pueda vencer a la muerte”.
Tanto de día como de noche, el lugar me causaba una terrible incomodidad. Se escuchaba continuamente el sonido de los muebles moviéndose, y de manera constante, percibía pasos y se observaban sombras. Las noches, debido a la falta de corriente eléctrica, llenaban el ambiente de pavor. Las sombras, acompañadas de las miradas diabólicas e inquisitivas que sentía en la espalda, me helaban la sangre. En aquellos paisajes nocturnos iluminados sólo por la luz de la chimenea y de unas cuantas velas, acontecía un hecho que era el que me llenaba de más horror; justo arriba de la mesa donde yo escribía se encontraba un tragaluz, en el cual, se podían vislumbrar de soslayo figuras que a veces corrían de un lado a otro, y en otras ocasiones se quedaban como inmóviles sobre mí. Este suceso venía acompañado por el hecho de escuchar ruidos sobre el viejo techo de madera. Esas notas diabólicas se asemejaban, algunas veces, a un cuerpo deslizándose sobre aquel tejado, y otras tantas, parecía que se trataba de un animal arañando la estructura. Sin embargo, no fue sino hasta una noche de noviembre cuando sucedió aquello que, aún cuando pienso en ello, me pone los pelos de punta.
Se trató de la noche más fría y oscura que había tenido ahí desde mi primer día. Trabajaba yo en aquella mesa que comenté con anterioridad, cuando escuché que a altas horas de la madrugada tocaban la enorme puerta de madera que daba paso al patio. Los escalofríos que sentí fueron intensos, y el sudor frío que comenzó a correr por mi frente y espalda incrementó cuando, aquellos toquidos fueron haciéndose cada vez más fuertes. Decidí armarme de valor y corrí a abrir. Afuera, reinaba una oscuridad satánica, y el sonido del viento se asemejaba a los suspiros y lamentos que, con seguridad, emiten los condenados al fuego eterno.
Estos no fueron los únicos rumores que percibí. Detrás de mí, en esos momentos, escuché con claridad las risas de, por lo menos, dos niños dentro de la cabaña. Al mismo tiempo, podía sentir los pasitos de aquellos infantes corriendo de un lado a otro. Quedé paralizado por el horror, y cerré los ojos, aun así, podía seguir escuchando todo lo que tenía lugar dentro del recinto. Lo que sucedió a continuación fue que los pasos de las criaturas llegaron a la habitación donde yo solía dormir, y ahí, pude escuchar un susurro gutural que profería palabras inentendibles. En ese momento, las risas de los niños se transformaron en lastimosos llantos, y sus pasitos ahora estaban acompañados del sonido de grandes pisadas. Casi parecían las pezuñas de un animal de enormes dimensiones.
En mi desesperación por huir de allí sin importar las altas horas de la noche en las que me encontraba, corrí hacia la mesa para recoger todo mi trabajo. Mi sorpresa fue enorme cuando encontré un papel en la mesa que decía: “Vengo por lo que me corresponde”, y, al voltear la mirada hacia el tragaluz, pude ver un animal parecido a una cabra en posición erecta, con vestido negro y ojos blancos en su totalidad. A mi izquierda, vislumbré la figura de mi abuelo Rafael, pero ya no era el anciano decrépito que había descrito con anterioridad, sino que apareció como un caballero que emanaba vitalidad y se reía de mí con una sonrisa sardónica. Me tomó del hombro, me apretó con una fuerza sobrehumana y me dio las gracias porque, según recuerdo sus palabras, ahora, por fin, podría completar el ritual que le daría el favor del Señor de las Tinieblas para obtener la vida eterna.
Desperté convencido de que todo había sido una pesadilla, ya que la cabaña se encontraba tal y como la había dejado antes de todo lo narrado. Quizás fue el calor de la chimenea pegando duro contra mis sienes lo que provocó todas aquellas alucinaciones nocturnas. Desde esa noche, mi salud se encuentra en un estado paupérrimo; no poseo fuerzas para hacer nada, y me siento con un enorme cansancio que, en ocasiones, no me permite poner un pie fuera de la cama. La semana pasada decidí que era hora de dejar aquel recinto, no sin antes investigar un poco sobre mi tío abuelo Rafael. Encontré algunos datos desconcertantes sobre él y su pasado: su participación en una extraña secta, la misteriosa desaparición de mi tía Agustina y su gemelo, mi tío Gabriel, y la dirección donde, según la propia gente del pueblo, tenían lugar los terroríficos aquelarres que la secta en cuestión celebraba. Para mi sorpresa, ese lugar se trataba de aquella vieja cabaña.
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