Escrito por: Rodrigo Munguía Rodríguez
Ilustración por: Alan Fernández Cervantes
No podía dejar de pensar en la reciente muerte de mi hijo; a donde quiera que iba, aún veía su rostro, y aún escuchaba su voz. Todas las actividades cotidianas se habían vuelto tareas imposibles: no podía trabajar, no podía levantarme de la cama, no podía bañarme, no podía ni siquiera comer. Tenía que escapar de donde estaba, con la esperanza inútil de que alejarme kilómetros de la casa en la que habíamos vivido juntos podría ayudarme en algo. Claro está que eso no sirvió de nada.
Dejé a la que ahora es mi exesposa. O mejor dicho, ella me dejó a mí. La experiencia fue tan terrible que ninguno de los dos supimos manejar ese duelo. Mirarla a los ojos abría esa herida una y otra vez, y supongo que a ella le pasaba algo similar. Sin decir muchas palabras, un buen día encontré sus maletas al lado de la puerta, y entendí que ella se iría. Ni siquiera pude decirle “adiós”, simplemente observé cómo las tomó, una con cada mano, giró la perilla, y salió de mi vida para siempre.
Aquella enorme casa que antes estuvo llena de risas, ahora me torturaba, presentándome recuerdos lacerantes hasta en el más pequeño rincón. Tenía que salir de ahí para nunca más volver. Vendí todos los muebles junto con la propiedad, y volé lo más lejos que pude. Mi pequeño, en sus últimos días, no dejó de mencionar que quería conocer Japón, entusiasmado por todos los cuentos sobre los yokai y las leyendas provenientes de aquella lejana tierra que yo solía leerle desde que era un bebé, así que fue ahí a donde me dirigí.
Como lo dije, tenía fe en que estando aquí, en Tokio, mi vida podría comenzar de nuevo, pero aprendí que los fantasmas vuelan con nosotros, se vuelven compañeros inseparables que no nos dejan en paz, ni en la vigilia, ni en lo onírico.
Tan pronto como llegué, renté una pequeña habitación cerca de Akihabara. Se trataba de un cuarto pequeñísimo, en el que mi cama se encontraba situada al lado de una cocineta y del baño; eso era todo, no había más. Un detalle insignificante parecía llamar toda mi atención: unas cortinas de flamencos rosas con gafas oscuras que sostenían piñas y sonreían. Por las noches, quedarme con las luces encendidas, observando de manera obsesiva esas cortinas, era lo único que me ayudaba a conciliar el sueño.
No pasaron muchos días antes de darme cuenta que el dinero pronto se terminaría, y entonces, estaría en aquella tierra tan extraña para mí sin un centavo, y sin un lugar al cual regresar. Aunque la comida era espectacular, cada sorbo que daba a aquellos deliciosos rámenes se traducía en un dolor profundo en la boca del estómago, al no poder dejar de pensar cuánto disfrutarían mi esposa y mi hijo esos platillos. Después de comer, acostumbraba buscar lugares en los que pudiera beber enormes cantidades de alcohol.
Recuerdo con claridad la primera noche que estuve en Shibuya: me sentí apabullado al encontrarme rodeado por esa cantidad ingente de personas. Recuerdo haber experimentado un enorme malestar al sentir, en esos momentos, que mi existencia y la de mi hijo le eran indiferentes a la humanidad. Ese océano violento de seres humanos, golpeándome oleada tras oleada, me hizo sentir profundamente pequeño e insignificante. Me senté en una acera, debajo de las enormes pantallas de plasma que anunciaban toda clase de productos. Recordé El humor del oleaje de Mishima, y rompí en llanto de una manera inconsolable. Quería estar ahí, en esa isla cubierta de un halo mágico, observando a las mujeres que buceaban a la luz de una fogata con el ruido del inmenso mar como telón de fondo. Me levanté y salí corriendo.
De la misma forma, en Shibuya, entré a un bar oscuro y solitario. Cómo me hubiera gustado poder hablar con alguien, de lo que fuera: del clima, de algún partido de fútbol o de cualquier cosa, pero nadie hablaba español.Por más que intentaba conversar con las meseras o con los varones que, tan pronto como entraban a aquel recinto, prendían un cigarro que comenzaban a fumar de manera estrepitosa, nadie comprendía ni una sola palabra de lo que yo decía.
Shinjuku era otro distrito en el que me solía aparecer. Aquellos callejones estrechísimos llenos de establecimientos de comida y de karaoke despertaban en mí la ilusión de poder contagiarme de la alegría que rebosaba en cada uno de esos lugares, pero eso nunca pasó. Me paseaba por horas enteras, contemplando aquellos pequeñísimos locales llenos de alcohol, música y comida. Shinjuku se convirtió en un lugar donde el ruido y la nostalgia se entremezclaban de una manera inentendible para mí.
Las noches en Tokio son las más bulliciosas y estridentes que uno pudiera imaginar: no existe un solo centímetro cuadrado que no esté alumbrado por enormes letreros de neón; no existe una sola esquina que no se encuentre atiborrada de gente; no existe un solo espacio en el que la mezcla de automóviles, de voces humanas y comerciales no invada de manera constante los tímpanos. Jamás he visto tantas luces y tanto movimiento como experimenté cada una de las noches que estuve ahí, en la capital de Japón.
La siguiente parada en mis peregrinajes taciturnos fue Kabukicho. Si en Shibuya y en Shinjuku la vida nocturna era apabullante, en Kabukicho mis sentidos se vieron golpeados de manera exponencial. Deambulaba, de izakaya en izakaya, bebiendo tragos de alcohol como si de agua se tratara. No era extraño que, después de varias horas de repetir este proceso, la luz del sol terminara sorprendiéndome al salir de uno de estos establecimientos. Cuando eso sucedía, caminaba hasta mi pequeñísima habitación, y caía rendido sobre la cama; pero hoy no, hoy no fue así. En esta ocasión desperté a orillas de un enorme lago. No tengo idea de cómo terminé aquí, ni tampoco podría explicar con precisión en dónde me encuentro. A lo lejos, puedo divisar el bosque Aokigahara, y el monte Fuji. Aun así, mi localización exacta me es desconocida. Puedo escuchar los sonidos de varios animales, aunque no podría referir a qué tipo de bestias provienen; algunas de estas cacofonías resultan completamente novedosas para mí. Un detalle más escabroso aún es que me encuentro escuchando otros ruidos, los cuales se asemejan más a susurros humanos en una lengua inentendible para este humilde narrador. Me encuentro rodeado por una densa neblina, y por un rocío acompañado de un aroma que me recuerda al olor de las sakuras. El terror y el placer se han mezclado en mis sienes como nunca imaginé que fuese posible.
Podría asegurar que he caído en el abismo de la locura, porque en el centro del lago veo la figura de mi hijo. Aunque, gracias a la neblina, puede ser que mis sentidos estén siendo traicionados. ¡Qué crueles son los dioses que juegan conmigo de semejante manera! Pero sí, debe ser mi hijo, ¡debe ser mi hijo! ¡Ahora lo veo claramente! Juguetea y bailotea en el lago. Se ha construido un caparazón como de tortuga, y un pico como de pato; se ha rapado el centro de su cabecita y su piel se percibe como llena de escamas, y nada desde el fondo del lago hasta los extremos del conjunto acuático. Se ríe; no puedo escuchar nada, ¡pero veo que se ríe! Ahora me invita con ademanes a que me le una en sus tiernos juegos infantiles. Me estoy despojando rápidamente de mi vestimenta; ahora estoy desnudo, y listo para entrar y jugar con mi pequeño. ¡Allá voy, hijito! ¡Allá va tu papá para abrazarte como tanto lo ha deseado!
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