Hematoescarafagia

Escrito por: Rodrigo Munguía Rodríguez

Fecha de publicación: octubre 2024

Chema tenía ocho años la primera vez que experimentó ese extraño placer culposo que lo acompañó hasta el último día de su vida. Estaba jugando fútbol en el patio de la vecindad vieja y derruida en la que vivía, cuando una zancadilla que vino por detrás lo empujó contra el áspero asfalto. Al reincorporarse, pudo ver cómo brotaba la sangre por toda su rodilla derecha y su antebrazo. En ese momento no le dio importancia y continuó jugando, pero, más tarde esa noche, recostado en su cama, comenzó a acariciar las zonas afectadas, y una rarísima mezcla de placer y dolor tuvo lugar. Pasados algunos días más, Chema notó la aparición de costras en los dos lugares maltratados de su cuerpo, y, después de algunos minutos observando y tocando esas enormes costras que se habían formado, comenzó poco a poco a arrancarlas, primero las de la rodilla, después las de su extremidad superior. Con un trabajo parecido al de un cirujano quirúrgico, tomó con su dedos índice y pulgar las postillas e inició con el lento proceso de irlas despegando de su piel. Los ojos se le comenzaron a llenar de lágrimas debido al dolor experimentado, pero al mismo tiempo, sus sienes se inundaron con una suerte de éxtasis. Al finalizar, observó con sumo cuidado el resultado de su operación; ahí, en sus pequeñas manos, sostenía los restos de ese inteligentísimo proceso de curación que su cuerpo había llevado a cabo, y sin pensarlo, depositó ambas costras en su boca y las comenzó a masticar. La sensación le pareció indescriptible, y para él significó el más delicioso de los banquetes al que se le había invitado en toda su vida.  

La existencia de Chema transcurrió, con cada picadura de mosquito y con cada raspadura que la vida le propinaba, la expectativa por la formación de la costra se vivía de una manera embelesante. Por supuesto que este ritual era un secreto, y Chema procuró que nadie nunca se enterara de su rara afición gastronómica. 

Al cumplir treinta años, Chema se vio involucrado en un accidente de motocicleta, que, si bien no pasó a mayores, dejó su cuerpo maltrecho, lo que para él resultó ser la más dulce de las promesas por la cantidad de postillas que vendrían en los siguientes días. Su voracidad se vio eventualmente satisfecha, y conforme avanzaba el proceso de curación, tan pronto como sentía ya una costra bien formada, la arrancaba para devorarla. 

Unos años después, explotó un malestar emocional que Chema había venido arrastrando durante toda su vida, una suerte de fastidio existencial que lo había arrojado en la más terrible de las anhedonias. Una noche, meditando sobre el suicidio, Chema intentó pensar en cuál sería la única cosa que permitiría que la vida fuese sostenible, soportable, y casi de inmediato pensó en su delirante afición, el problema era que no había ninguna lesión que tuviera como resultado la formación de una costra en su cuerpo. Desesperado, Chema ideó el único plan que, en esos momentos, consideraba que podía salvarlo de la muerte. Caminó lentamente hacia su cocina, abrió un cajón y agarró con júbilo el más grande de los cuchillos que pudo visualizar; se desnudó y comenzó a cortarse en un arrebato que ocasionó miles de pequeños orgasmos con cada incisión. El suelo en el que Chema se localizaba comenzó a inundarse de sangre. Preocupado por lastimar hasta la más ínfima pulgada de su humanidad, Chema ni siquiera notó cómo fue que, lentamente, comenzó a sentirse desvanecer por la falta del vital líquido, sin embargo, antes de desfallecer, corrió hacia el espejo de cuerpo completo que lo había visto irse a la cama una infinidad de veces, y entonces observó su reflejo y ya no pudo reconocerse. Chema ya no era un ser humano, sino que había devenido en un ser amorfo en el que la carne al rojo vivo se mezclaba con algunos músculos y tendones expuestos. Sí, eso fue lo último que vio Chema antes de partir, y así como un artista se satisface al ver su obra concluida, Chema sonrió frente al espejo contemplando la metamorfosis llevada a cabo, rogándole a Dios que le permitiera tener la oportunidad de degustar el trastornado festín después de su muerte. 

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