Érase una...

Escrito por: Kali Warnhotlz C.

Fecha de publicación: marzo 2024

El tormento se acercaba, ella lo sentía. La calidez de lo conocido la anegaba muy dentro de sí y el inicio de un ciclo levantaba el miedo a lo oscuro, lo vacío e incierto que estaba por venir.

La niña había pasado por lo menos diez minutos dando vueltas por toda la planta baja de la casa, pero cada vez que pasaba por las escaleras, se detenía dubitativa mirando hacia el oscuro pasadizo que la aguardaba. Lo lóbrego de la planta alta le consumía los pensamientos, la atormentaba. Sabía que en cuanto menos lo esperase, al cruzar por ellas, algo la tomaría de las piernas, se paralizaría y entonces comenzaría el verdadero terror.

Las luces amarillas sobre la madera de los muebles reflejaban el aire acogedor haciendo que en cada área ––desde el baño, hasta la cocina, estancia, cuarto de lavado y estudio–– se sintiera como un refugio ante cualquier peligro que se avecinara en la parte superior.

Abajo estaba a salvo; había luz y se encontraba lejos de las sombras que le erizarían la piel. Ella se refugiaba en ese pensamiento constantemente, alimentando la determinación de huir de las azules y tristes sombras que se habían asentado en su corazón desde que aquello comenzó a suceder. Las escaleras se convirtieron en un camino obligatorio para llegar a su cuarto y eso la torturaba, pero había encontrado compañía entre las paredes y alfombras que la rodeaban; la habían visto crecer aunque también veían lo que le pasaba. Cada patrón dibujado era una mirada lastimera que abrazaba su agotamiento.

La niña guardaba silencio; solo de esa manera escucharía el resto de sus pensamientos. Se acercaba la hora de ir a la cama, así que pronto tendría que decidir. Solo de ella dependía… ¿Qué? ¿Su seguridad? ¿Realmente ella sería capaz de protegerse sola?

El latir de su corazón se aceleraba con cada susurro aconsejándole qué hacer, los sonidos no la dejaban ver más allá de su obligación, cegando la decisión que debía tomar. Algo estaba mal en subir esas escaleras; había algo que no cuadraba y ella lo sabía, pero aún no entendía qué.

No le quedaba claro su deber al cruzarlas y por qué, al hacerlo, sentía que su cuerpo no era suyo, que la ropa se le rasgaba y la piel le era rasguñada; sus manos temblaban, la sangre escurría por sus piernas y las lágrimas nunca cesaban.

El extrañamiento reflejado en su ceño fruncido no desaparecía desde hacía un tiempo. Le preocupaba equivocarse en cualquier paso que diera. Su espíritu curioso ya se había aventurado a descubrir aquello alguna vez; recordaba haber cruzado el umbral, haber subido cada peldaño hasta el punto límite, pero el resto lo olvidó. Lo guardó consigo para afrontarlo cuando estuviera lista, cuando descubriera cómo desafiarlo sin titubear, cuando aquello por fin se le volviera costumbre haciéndole sentir indiferente ante lo que ocurriera.

En ese momento, una parte de sí misma le decía que ya lo estaba, que tenía todas las herramientas, que, con el tiempo, la valentía se había hospedado en ella, y la dureza de su coraza podía ayudarla con la suciedad e impotencia que sentiría, pero la niña no sabía todavía si tomar ese camino, pues el dolor de cruzar aquel umbral el día anterior todavía la acompañaba. Tenía miedo de tomar sus propias decisiones, sobre todo porque ella quería estar destinada a algo diferente. Constantemente le hacían pensar que era su elección cruzar las escaleras, pero, ¿había acaso otra manera de llegar a su cuarto para poder dormir?

No sabía si le dolía o le aliviaba saber que el tormento solo tenía lugar en su casa. Por un lado, estaba bien no tener que vivir aquello en otros lugares, pero tampoco podía zafarse de esa horrenda rutina nocturna, pues tendría que sufrir con las consecuencias de no haber cumplido con la hora de dormir. De no haber llegado a su cuarto. No haber cruzado las escaleras.

Quería estar segura, ¿quién no? Pero para elegir el sendero, tendría que evaluar. ¿Valía la pena perderse a sí misma para cumplir los mandamientos externos que le adolecían y la absorbían por completo?, ¿o valía más luchar por salir de ese lugar intentando no volver a cruzarse con ninguna oscura escalera otra vez, sin que le importara tener una historia sobre el miedo a la oscuridad persiguiéndola cuál sombra?

La niña luchaba, enfrentando estas dos ideas constantemente.

Se acercaba el momento; el reloj había estado marcando la hora y los primeros copos de nieve comenzaban a caer. El tiempo la estaba alcanzando.

¿Era verdad? ¿Ya estaba lista?

Solo estaba a un paso de saber si le esperaba algo grande o si la conciencia de las consecuencias de sus actos la arrastraría para siempre.

Dos opciones: confort y pérdida, valentía y permanencia.

Aunque creía solo tener la primera, ya que la segunda opción parecía ser más bien una lejana ilusión creada por el anhelo de la seguridad que constantemente la mortificaba.

Aguantaba la respiración sintiendo el viento frío colándose por las orillas de las ventanas, haciendo crujir la madera ––convirtiendo cada vez más tenebrosos los peldaños–– y endureciéndole la piel para acelerar su decisión.

El nudo en el estómago aumentaba.

Sonaron las campanas. La hora había llegado, y con ella, el sonido de sus temblorosos pasos sobre el primer peldaño.

Había comenzado.

Como lo presentía, las sombras rasguñaban sus extremidades, penetraban en su ropa y quemaban sus entrañas. El terror la acompañaba en cada escalón que subía; la oscuridad estaba cada vez más cerca y no había ninguna vela que la ayudara a alumbrar. Cerró los ojos con fuerza hasta que los gritos y chillidos inundaron la casa.

Duró lo que ella pensaba; había sido una eternidad, y al culminar el último escalón, sintió el alivio de que había terminado.

Limpió los coágulos blancos de su cuerpo, secó las lágrimas de suplicio que habían estado congelando su rostro y por fin pudo encaminarse a la puerta de su cuarto, decorada con un aire tan familiar que, en ese punto, se sentía como un consuelo. Logró recostar su desolada cabeza sobre la almohada cayendo en un profundo sueño, aferrándose con fuerza a sus muñecos y tratando de hacer a un lado el dolor que sentía dentro de sí, en el estómago, los brazos y la entrepierna.

Al día siguiente, despierta gracias a la humedad, supo que una vez más había mojado su cama, y que las sábanas tenían un color escarlata; el recuerdo ilustre de lo que había pasado al subir las escaleras como cada noche.

Estaba a salvo, o por lo menos, hasta que cayera el ocaso.

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