Escrito por: Luis David Arroyo Cruz
Fecha de publicación: octubre 2024
Resumen
En este trabajo se revisarán dos relatos de Luisa Valenzuela: “La cosa” y “Mi metamorfosis”. A través de conceptos planteados por Derrida y Judith Butler, analizaré cómo en ambos se aborda la problemática de la dicotomía esencialista del discurso falogocéntrico[1] que somete sistemáticamente las posibilidades de ser de la mujer.
Palabras clave: metafísico, falogocentrismo, animalidad, humanidad, origen.
En primer lugar cabe destacar que en ambos relatos las protagonistas y narradoras son mujeres; sin embargo, ninguna de ellas hace explícita esta cuestión. En “La cosa”, ella sólo se dice perteneciente al sexo femenino e inmediatamente después se cataloga como objeto. Además, es de notar la actitud social despectiva que recibe por parte de la gente sólo porque ella aceptó al hombre, por no hacerse del rogar: “objeto de palabras abusivas […] de los otros que notaron la velocidad con que aceptó al desconocido” (Luisa Valenzuela: 39). En “Mi metamorfosis”, no llega ni a esto: al final del tercer párrafo dice “volviendo […] a ser yo misma” (33) y más adelante usa algunos adjetivos femeninos; nunca se describe ni se llama mujer, sólo persona o humana. Otra aclaración necesaria es que en este relato, aunque tampoco se explicite, la mujer puede identificarse como prostituta, principalmente por fragmentos como: “Es la única forma que tengo de rehacerme: separando las piernas, dejándome aplastar y volviendo con horror a ser yo misma” (33) y “coito baldío, entre latas resecas” (34). Con todo esto queda claro que en los dos relatos de Luisa Valenzuela se problematizan y cuestionan aspectos relacionados a lo que se entiende por mujer y a lo permitido socialmente para la mujer.
Ahora bien, el pensamiento metafísico se puede resumir como la “aspiración del hombre occidental a encontrar una unidad en principios explicativos que ordenen la realidad” (Sztajnszrajber, 2015). Es decir, que la metafísica así planteada busca una reducción de la multiplicidad de la realidad, una unificación de la misma en una sistematicidad estructurada que permita explicar fácilmente el mundo a través de esencias. De esta manera, una fácil solución metafísica para este propósito es el pensamiento binario, que reduce a una dicotomía la clasificación de la realidad: bueno/malo, blanco/negro, bello/feo, heterosexual/homosexual, hombre/mujer, etc… Pero con este pensamiento dicotómico “no hay problema en reconocer una diferencia, por ejemplo, entre lo masculino y lo femenino, el problema reside en que esa diferencia crea una jerarquía” (Asensi: 12).
El relato “La cosa” plantea esta situación a través de un juego gramatical entre sujeto-objeto-la cosa, un algo metafórico que puede remitir a una relación que culmina con un encuentro íntimo entre sujeto y objeto, identificados respectivamente con el hombre y la mujer. Por otra parte, “Mi metamorfosis” expone la problemática a través de una metamorfosis fantástica de murciélago a mujer y la adquisición de esta forma humana a través del sexo, del acto del amor. En este sentido, rescato lo que explica David Roas sobre lo fantástico: “el relato fantástico provoca —y, por tanto, refleja— la incertidumbre en la percepción de la realidad y del propio yo” (3). En este trabajo constataremos que ambos relatos realizan este cuestionamiento a la percepción de la realidad, aunque sólo “Mi metamorfosis” lo haga con la irrupción de un elemento fantástico.
Para comenzar, debemos revisar brevemente el término “origen”, pues será aplicable a los dos relatos. Derrida explica que el origen no es originario, es decir, que no puede autodefinirse aisladamente y antes que nada, sino que su significación radica en las relaciones que establece con los otros términos del sistema. Está interrelacionado al término différance, el cual alude a que la significación se da por las diferencias y las oposiciones entre los signos, tratándose así de significados relacionales: el significado no está en sí mismo, sino en sus diferencias dentro del sistema.
En “La cosa” hay una naturalización inicial en identificar a la mujer como objeto gramatical y en “Mi metamorfosis” la narradora identifica como su forma original la forma humana, en lugar de la animal de murciélago. La naturalización es una forma de solidificar esencias e impedir pensar en la significación relacional, con lo que resultan términos originarios, puros. De esta manera, el término metafórico de “la cosa” permite al final del cuento que nos demos cuenta de la falsedad de esa esencialización. Al tratarse de un elemento metaforizado-indeterminado abre la posibilidad narrativa de un cuestionamiento de la realidad preconfigurada. En cambio, en “Mi metamorfosis”, se aborda la artificialidad de la esencia de humanidad y el hecho de que sea considerada la forma original. Además, esta búsqueda de la humanidad deriva de la sensación interna de desprecio personal: “ni siquiera yo […] me soporto” (33). Como ya mencioné, no existe un “original” esencial, por eso las formas metamórficas de la mujer y la condición de sujeto-objeto, parten de la diferencia que establecen con los otros elementos del sistema, uno falogocentrista, establecido a partir del discurso masculino, representado por el sujeto y el hombre en los cuentos.
El hombre busca un contacto con ese otro que es la mujer; hay una fascinación del hombre por el objeto, por la animalidad, por ese otro, por lo anormal; pero sólo para someterlo y fagocitarlo, sólo para intentar apropiarse de él y sacarle un provecho. No obstante, cuando el hombre lo hace en “Mi metamorfosis”, la mujer participa de la humanidad y en esa identificación aparentemente plena entre ambos personajes, el hombre genera un rechazo. Ese rechazo es resultado inmediato del presupuesto derridiano sobre la otredad: para Derrida, el otro es con quien no podemos vincularnos. En este caso el hombre preconcibe a la mujer como un otro con quien sólo busca un vínculo sexual superfluo; ese otro que es la mujer reafirma el lugar central de diferencia del hombre: él tiene humanidad, ella animalidad. El terror surge del reflejo diferido de esa humanidad cuando la mujer metamorfosea en humana. Siendo ella animal, el hombre se sitúa en una superioridad jerárquica, se vincula a ella con la figuración de la animalidad. En cuanto se torna humana la jerarquía tambalea, los papeles parecen igualarse. Por ello la relación con el otro es imposible, pues si sucediera ya no sería otro, sino uno.
Es de esta manera que se da la posibilidad de entrega, pero al mismo tiempo la imposibilidad de dicha entrega en tanto que deviene en anomalía del sistema al que consagra. El murciélago se entrega al hombre y al hacerlo pretende una unificación; comenta: “mientras hago el acto del amor […] soy sabia y comulgo con el cosmos” (33); un cosmos falogocéntrico. Al hacerlo, deviene humana, anomalía para la jerarquía falogocéntrica, lo que deriva en la imposibilidad de la entrega. Igualmente podemos encontrar esto en el relato “La cosa”: ella-objeto, al participar de la cosa, anula la identificación plena de la mujer con su catalogación sintáctica de objeto. El sistema de este relato se compone de sujeto y objeto participando de la cosa; pero la cosa anula las distinciones sujeto-objeto como anomalía constitutiva que desestabiliza las esencias dicotómicas de activo-pasivo, dador-recibiente. La voz narrativa crítica que a la posición que toma la mujer se le llame pasiva: menciona que asumió la “actitud mal llamada pasiva, que resulta ser de lo más activa, recibiente” (40). La etimología de “recibiente” consiste de dos partes: re (partícula de iteración) y capere (tomar, agarrar). De esta manera, la persona recibiente tiene un papel activo al ser quien vuelve a tomar/agarrar o toma/agarra repetitivamente. Además, se especifica que él y ella realizan el mismo movimiento en posición horizontal, lo que construye una figuración pictórica del signo de igual (=), pero no remitiendo a una igualdad plena, sino a una no identificación, a la imposibilidad de determinar una identidad, ya que dador y recibiente dan y reciben a la vez. Por último, cabe rescatar lo que ya mencioné: ella tiene un papel activo desde el comienzo, al grado que por ello recibe críticas y palabras abusivas de la gente; es criticada por tomar la iniciativa, pues su lugar debería ser el de objeto.
En concordancia con esta idea de la otredad, la anomalía es la condición necesaria para que exista lo normal. La animalidad de la mujer-murciélago es necesaria para que el hombre tenga su humanidad. Lo mismo sucede con la mujer-objeto, es condición necesaria para que haya sujeto que realiza la acción de sujeción del objeto. La anulación de esta anomalía-otredad conlleva un cuestionamiento y un ataque directo a la normalidad, al centro: el hombre. En ambos casos, la mujer es una anomalía, una entidad fuera de la norma masculina, pero es a la vez necesaria para la satisfacción del hombre. Son causa de goce y de rechazo simultánea y paradójicamente. En “Mi metamorfosis”, la anomalía de humanidad en la prostituta es paradójicamente necesaria para perpetuar el sistema, ya que así ella se siente una vez más ella misma y espera anhelante el próximo encuentro; esa anomalía es el motor de acción del sistema, es la que permite la futura y cíclica consagración fálica de la mujer.
Ya vimos que la forma humana de la mujer pone en jaque la jerarquía, es decir, el centro del hombre, pero ahora revisemos el centro de la mujer. Su centro está fuera de sí misma, pues radica en la humanidad habilitada por el encuentro con el hombre. La presencia de su humanidad depende de la confirmación del otro, de la iterabilidad, de la repetición de esa marca de humanidad. Como consecuencia, siempre que se va el hombre, ella sufre una pérdida de centro.
Aquí es necesario repasar otro término de Derrida: la iterabilidad. Se trata de la capacidad de una marca de ser repetida; es una característica necesaria para toda significación y todo lenguaje. Pensemos en este último: el sistema fonológico y el repertorio léxico son marcas con la capacidad de ser repetidas, pues de no ser así no habría lenguaje. Al haber una repetición necesaria se deriva la posibilidad de recontextualización: la repetición permite que todo signo signifique fuera de su contexto “original” y se resignifique en otros contextos. Siguiendo con el ejemplo del lenguaje, las palabras y los fonemas pronunciados varían de significado al ser contextualizados en diferentes situaciones. Por último, con la iterabilidad hay al mismo tiempo identidad y diferencia, repetición y alteridad; pues una repetición es necesariamente otra, no puede ser idéntica.
De esta forma, en la repetición de cada acto amoroso, la mujer busca la confirmación de la humanidad, permitida, aunque no deseada, por el hombre. La iteración implica la posibilidad de que las marcas generen sentidos, pero también la imposibilidad de fijar este sentido producido. La humanidad se le escapa, pues requiere de esa repetición de la marca posibilitada por el acto del amor para perpetuarla. Vive inmersa en el sistema falogocentrista que determina su humanidad como una marca iterable sólo en el contexto del acto del amor. También resulta importante atender a cómo se refiere al sexo: “el acto del amor” (33); no es sólo sexo, sólo un acto carnal superficial, lo caracteriza como un acto de amor a pesar del desprecio del hombre y su interés únicamente sexual. En este sistema, pues, considera que su forma humana es su fundamento (“me siento primordial y pura como el agua” (33)), pero como ya vimos un fundamento no es originario ni puro; aquello que lo constituye, constituye también el riesgo de su existencia.
Esta noción de iterabilidad también afecta a la de origen: para Derrida al origen hay repetición. Por ello, todo ser no es nunca idéntico a sí mismo, pues constantemente está en un proceso de diferencia derivado de la repetición de su propio ser. En “Mi metamorfosis”, la mujer somatiza fantásticamente (del género fantástico) esta diferencia en la metamorfosis, como una transformación constante. Sin embargo, se encuentra atrapada en la dicotomía humanidad/animalidad, por lo que su diferencia iterativa es una repetición de esta dualidad falogocéntrica para perpetuar la otredad de la mujer-prostituta.
Derivado de todo lo anterior, Derrida plantea la imposibilidad de crear conceptos claros. Por ello, ante la presencia de una dicotomía metafísica jerarquizada, en lugar de proponer invertirla, invita a la inserción de un tercer término que se comporte como un líquido que fluya entre ambos términos dicotómicos para evitar la determinación de sentido. Este tercer elemento representa entonces la inestabilidad del sentido, de los conceptos. Así, en “La cosa”, es precisamente la metáfora de la cosa la que posibilita esta inestabilidad y hace que se fluya en un ir y venir indefinido entre sujeto y objeto. La cosa no invierte la jerarquía ni se propone elevar el objeto a sujeto y rebajar el sujeto a objeto; propone una imposibilidad de fijar el sentido.
Por su parte, en “Mi metamorfosis” hay una situación de precariedad en la cual se le niega a la mujer prostituta la posibilidad de la inserción de un tercer elemento que anule la dicotomía humanidad-animalidad. Se representa presa de la dicotomía en la que la encierra el discurso falogocéntrico. Como ella misma dice: “un coito baldío, entre latas resecas, no es excusa ninguna para ahondar en las almas” (34). Judith Butler explica que la precariedad designa a la “condición políticamente inducida en que ciertas poblaciones sufren de redes económicas que fallan y se ven diferencialmente expuestos a violencia y muerte” (Butler 2015a). En este sentido, la precariedad está ligada a las poblaciones con hambre, con alimentos racionalizados, sin vivienda, trabajadores sexuales, etc. Además, la precariedad está vinculada con la concepción que tenemos de qué es la vida, quiénes cuentan como valiosos y quiénes no; lo que lleva a pensar en la oposición, también planteada en el cuento, entre animalidad y humanidad. Entonces, vemos que esta contradicción interna de la protagonista entre su forma humana y su forma animal, así como la dificultad de pensar fuera de esa dicotomía, están íntimamente ligadas a sus condiciones precarias.
Por otra parte, también podemos hablar de la voz narrativa y el punto de enunciación en los relatos. En “La cosa” hay una voz narrativa homodiegética que proyecta una narración dentro de la cual ella se convierte en narradora heterodiegética de la situación narrada: donde habla del sujeto (que es ella) y el objeto. Mientras que en “Mi metamorfosis” hay una construcción testimonial homodiegética. Esto tiene correspondencias con lo visto hasta ahora. No podemos salir de la perspectiva de la mujer metamórfica; así como ella, estamos encerrados en su visión del mundo, en su experiencia aislada. En “La cosa”, la mujer que se presenta como “quien estas líneas escribe” (39), se narra en tercera persona, con lo que se convierte en sujeto y objeto de su relato, lo mismo que propone más adelante en el texto. De esta manera, la metáfora de “la cosa” atiende igualmente al proceso de narración, a la enunciación del discurso y la posibilidad de construir un discurso propio, siendo sujeto y objeto a la vez; lo que conlleva tener la posibilidad de enunciarse.
Relacionado a la idea de la metafísica, en La ley del género, Derrida plantea la imposibilidad de no mezclar los géneros. Aunque lo que se pretende con una clasificación genérica es separar la realidad en categorías, Derrida resalta que la ley del género deriva de la naturaleza misma de los géneros de mezclarse. Su separación y no contaminación es una artificialidad. Así, la ley de la ley del género, o la contra-ley del género indica esta ley de impureza, de contaminación necesaria. De este texto se pueden sacar tres puntos principales. El primero es esta contra-ley, la imposibilidad de no mezclar géneros. En “Mi metamorfosis” la mujer no puede pensar en esta imposibilidad de no mezclarse por el entorno ya planteado que la rodea, por la situación de precariedad. No obstante, en “La cosa”, la posibilidad de mezcla ocurre cuando en posición horizontal la metáfora se hace carne en ella y se confunden sujeto-objeto. Las clasificaciones genéricas sujeto-objeto se contaminan y la frontera se difumina.
El segundo punto es la cláusula del género, según la cual toda atribución genérica no es nunca una pertenencia, sino que hay participación de varios géneros. La idea de pertenencia es incompatible con la de repetición e iterabilidad. Por eso la mujer no puede ser siempre, respectivamente, objeto ni murciélago; además, esto mismo impide que la mujer pertenezca al hombre. Ambas participan de las categorías a las que las adscriben, pero no pertenecen a ellas, aunque así lo pretenda el hombre y su discurso falogocéntrico. En el acto de nombrarse ya se diferencian: él es el “normal” y ella la “anomalía”, se quiere fagocitar la diferencia, pero la anomalía existe en tanto que difiere del normal. Lo mismo sucede si en lugar de normal usamos humanidad o sujeto y en lugar de anomalía tomamos animalidad u objeto. La normalidad se contamina de la anomalía y la anomalía de la normalidad; la anomalía se normaliza y la normalidad se anormaliza. Así, en la humanidad hay animalidad y viceversa; la humanidad se animaliza y la animalidad se humaniza; el sujeto se objetiva y el objeto se “subjetiva”; hay sujeción por parte del objeto y pasividad en el sujeto.
Por último, el tercer punto está relacionado con el anterior: se trata de la imposibilidad de trazar una frontera entre dentro y fuera, lo que implica una oportunidad de recontextualizar. Con base en esto, la mujer de “Mi metamorfosis” busca la humanidad como un adentro originario, una esencia interna. Pero la busca en un afuera, la busca en sus relaciones con el otro. La mujer no se da cuenta de su constitución relacional porque el entorno le deshabilita estratégicamente las posibilidades de generar un discurso diferente, de recontextualizar en otro lugar la dicotomía en que vive. Por ello busca un origen vacío, definido únicamente por el afuera, lo que genera una paradoja: busca en el afuera un adentro que es en realidad un afuera que la constituye y le da la ilusión de un adentro, de un original subjetivo, de una forma primigenia. Por otra parte, en “La cosa” se difumina esa relación dentro-fuera cuando explica que la metáfora se hace carne en ella y hay entonces “Carne dentro de su carne” (39). Pero al haber sólo carne, sólo materia sin distinciones genéricas o formales, carne dentro de carne es carne sin un adentro ni un afuera, se torna un todo de carne indistinguible sin límites fijos, sin bordes taxonómicos. En “carne dentro de su carne”, el adverbio dentro se vuelve así en un pleonasmo que resalta el absurdo de los límites en esa situación y confirma la ley de la ley de género, la imposibilidad de no contaminación.
Consideremos la performatividad de Judith Butler. La idea puede parafrasear de la siguiente manera: la performatividad es el conjunto de actos iterables a través de los cuales se establece y constituye una identidad (Butler 2015b). Entonces, la identidad no es nunca única ni originaria, se constituye por la repetición de acciones y marcas, como ya lo planteaba más arriba con Derrida. Con base en esto, en “Mi metamorfosis” la humanidad de la mujer es performativa en tanto que se constituye cada vez que decide realizar el acto del amor con un hombre. En esas decisiones se constituye de manera performativa la taxonomía. Butler también explica que la performatividad está inserta en un marco sociocultural, por lo que no puede transgredir radicalmente, pero en el mismo proceso se puede subvertir lo que significa ser hombre y ser mujer en la vida diaria. De esta manera, podemos decir que la humanidad es una performatividad, no sólo en el cuento, sino en la vida real. La protagonista del relato considera que la única manera de ser humana es con un coito baldío entre latas resecas, por lo que su performatividad de la humanidad la denigra y subsume a la violencia y a la miseria.
Como conclusión me gustaría apuntar que, con la deconstrucción, Derrida busca dejar libres a los términos, desatar las ataduras conceptuales metafísicas que cierran sus significaciones y con ello abrirlos a múltiples recontextualizaciones que lleven a la deriva del sentido, a la posibilidad de que los términos signifiquen pluralmente. En otras palabras, busca descentrar las determinaciones del falogocentrismo, cuestionar la idea de una identidad fija y definida, desnaturalizar las categorías consideradas como normales o naturales, abrir categorías cerradas para que nunca tengan una definición final, con lo cual exista entonces la posibilidad de una resignificación política permanente.
Con los dos textos de Luisa Valenzuela ya constatamos que esto está presente de diferente manera y con diferentes objetivos. En síntesis, podemos mencionar que en “La cosa” se propone una manera de enunciarse a sí misma y borrar las distinciones que hacen a la mujer un objeto del discurso falogocéntrico y convertirse en objeto de su propio discurso. Mientras que en “La metamorfosis” se plantea la dicotomía metafísica y el determinismo por el cual no se abre la posibilidad de cambio.
Termino con una pequeña reflexión: debemos trastocar esas cristalizaciones de sentido, debemos subvertir las performatividades socialmente aceptadas, subvertir lo que entendemos por sujeto, por objeto y por humanidad, principalmente por humanidad en relación con la mujer y con el hombre.
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