El tapiz más hermoso

Escrito por: Iván San Martín Córdova

Fotografía por: Cinthia Gudiño

Ellos no fueron los primeros inquilinos que ocuparon el amplio local comercial frente al mío; tampoco fueron los más fugaces, pues hace años estuvo ocupado por un par de recatadas señoritas que atendían una tienda de artículos religiosos y cuyos rostros apenas recuerdo. Pero sin duda estos vecinos han sido las personas más macabras que me ha tocado observar en los diez años que llevo en mi pequeña cafetería.

 Ocuparon la planta baja del hermoso edificio antiguo, cuya fachada se encuentra adornada con elegantes columnas y floridas cornisas en lo alto. Todo ello le daba cierta elegancia, muy a tono con los selectos objetos que exhibían en el aparador de la mueblería que ahí instalaron. Me sentí aliviado al saber que no sería un negocio de comida que pusiera en riesgo la propia subsistencia de mí cafetería, sobre todo ahora que las ventas no han sido tan buenas como en años anteriores.

Nunca suelo hacer amistad con los propietarios de los otros locales más allá de las mínimas reglas de cortesía, tanto al inicio como al término de la ardua jornada; sin embargo, como soy un hombre cauteloso, siempre me gusta observarlos. De estos nuevos inquilinos nunca supe sus nombres ni su procedencia. Su altura superaba la media de los habitantes oriundos de esta ciudad, aunque sus cabellos rubios ligeramente entrecanos me permitieron suponer que probablemente vendrían de alguna ciudad norteña. Y no es que sea yo muy curioso, pero me contaron que se trataba de un matrimonio sin hijos, dedicados desde hacía varias generaciones al negocio de fabricación y venta de muebles. Eso ahora también me atormenta, a tal punto que no he sido capaz de revelarle a nadie la siniestra causa de aquellos hermosos diseños que exhibían en sus vitrinas.  

Probablemente tampoco recordaría yo sus rostros ahora, de no ser por la penetrante mirada que me dirigieron aquel día. Desde entonces he deseado borrar esa imagen: aún me despierta sobresaltado algunas noches, como si ella me estuviera observando desde el borde de mi cama mientras duermo. Ahora sé que debí haber ido con la policía desde que descubrí su secreto, sin embargo, me contuve ante la ausencia de pruebas en un relato más que inverosímil. No lo hice y hoy tal vez se encuentren cometiendo nuevos crímenes en otros rumbos de esta inmensa ciudad. Esa idea me consume y contribuye a que no pueda conciliar el sueño, aunque debo confesar que no se debe a conocer su secreto, sino al irrefrenable deseo de amueblar también mí casa con aquellos hermosos muebles.

El amplio aparador del frente solían cambiarlo rigurosamente el primer día de cada mes, aun y cuando cayese en día de descanso, lo cual siempre me pareció un tanto extraño ya que no se trata de una calle que tuviera un tráfico intenso de personas. Al interior de la tienda podían observarse varios modelos de recámaras, comedores y salas, pero invariablemente se exponían sillones en el aparador, con hermosos tapices multicolores en sofás de una, dos y tres plazas. Hasta que un comerciante vecino me comentó que se especializaban en la fabricación de salas, comprendí el peculiar eslogan que tenían: “No encontrará sillones más cómodamente humanos que los que fabricamos aquí”.

El único elemento que nunca cambiaba dentro del aparador era un longitudinal letrero en papel blanco y escrito tanto en español e inglés: “Prohibido sentarse en los sillones, pero si su deseo es irrefrenable, será bajo su propio riesgo”. Me pude percatar de la peculiar sugerencia cuando me acerqué una mañana muy temprano para dar una rápida ojeada a lo que vendían, aprovechando que siempre solían abrir un par de horas después de mí. Desde entonces me llamó mucho la atención el tono de advertencia, así como también la sutil invitación, pues no hay nada tan codicioso como aquello que nos es prohibido. Con un sencillo “no tocar” hubiera bastado, pensé entonces. También me pareció extraño que no lo colocasen directamente sobre los sillones, para así inhibir al deseoso transgresor, sino que colocaban el letrero sobre las mesitas de centro, como si sutilmente ofreciesen los mullidos sillones.

Pronto olvidé tal advertencia, sumido en el duro trabajo de todos los días, incluso los domingos, para poder sacar las altas rentas que aquí cobran. Fue hasta aquella tarde cuando volví a recordarlo, al descubrir el prodigio de su destreza y comprender entonces las extrañas desapariciones que venían ocurriendo por la zona.

*

Hasta donde creo recordar, la primera ausencia inexplicable fue la de una joven esposa, de un matrimonio que en ocasiones solía reunirse en mi negocio después de sus ocupaciones para después irse juntos a su casa. Llevaban varias semanas acudiendo a la mueblería, pues estaban interesados en adquirir una sala, según escuché accidentalmente un día cuando les servía un poco más de crema. Varias fueron las veces que descubrí a la joven observar fijamente el aparador, aun después de haber cerrado la mueblería. Observaba y deseaba los caros objetos, acaso imaginándolos en su pequeño y modesto departamento, pues por la calidad de su ropa de tianguis, no se les veían con muchas posibilidades económicas.

Después supe por una clienta asidua que el joven esposo se había quitado la vida arrojándose a las vías del metro de una estación cercana.  Según me contó un vecino, él había supuesto una artera traición de ella, con inoportuno amante que le había robado su futuro. Ella había desaparecido de un día para otro sin dejar explicación alguna de su proceder. La última noticia que tuvo de ella fue que iría a pagar finalmente el anticipo de la sala. Sin duda alguna, pensó, habrían utilizado ese dinero para huir juntos en busca de un futuro más prometedor. Fue así como su atormentado cerebro no pudo más y decidió poner fin a la desdicha de su ausencia.

Meses después supe también de la desaparición de una niña de escasos siete u ocho años, a quien siempre solía ver acompañada de su rubia madre, ya fuera tomada de la mano o brincando sobre la banqueta aprovechando algún descuido de ella. Lo que sí recuerdo muy bien es que la elegante señora hablaba invariablemente por su teléfono móvil y se olvidaba a menudo de lo que hacía su inquieta hija. Acaso unos cuantos segundos menguaban entre el final de una llamada y el principio de otra, intervalo que aprovechaba para lanzarle algunos regaños a la pequeña. Coincidentemente, acaso por la cercanía de la celebración del día del niño, en aquel mes los muebles de la vitrina eran infantiles: cunas, jugueteros, camitas, y mesitas, además de algunos silloncitos de vivos tapices.

El día de su desaparición lo recuerdo muy bien. Aquella tarde estaba muy saturado mi negocio, algo que sin duda es siempre bienvenido. Lo último que recuerdo es haber visto a la niña parada frente a la vitrina, apuntando con su dedo a los pequeños mueblecillos, buscando la mirada de su ocupada madre en busca de aprobación. En ese momento me distraje para atender a mis propios clientes, hasta que minutos después escuché los gritos agudos de la mujer y de su chofer que buscaban desesperadamente a la pequeña curiosa. Sólo encontraron un zapatito tirado en el quicio del negocio, muy cerca del aparador.

Días después, el policía de la zona me contó que se habían iniciado las averiguaciones de oficio, pues se temía que hubiera sido víctima de un secuestro, hipótesis que fue desechada meses después al no requerírseles pago alguno. Entonces se pensó que el móvil había sido integrar a la pequeña en el tráfico ilegal de niñas y jóvenes, obligadas a realizar acciones que prefiero no imaginar que existen.

Casi un año después de aquella desaparición me enteré que la madre había caído en una profunda depresión y que rogaba por padecer alguna enfermedad para terminar con su culposa existencia. El marido la había abandonado, para dedicarse de lleno a seguir las investigaciones legales, con la esperanza de encontrar algún día a su hija, aunque fuese ya convertida en una desconocida joven.

*

Así pasaron los meses, y si hubo más desapariciones yo ya no me enteré, por más que preguntaba a la clientela más cercana. Y es que las ventas no iban bien en mi negocio, por lo que debía yo abocarme a mis actividades consuetudinarias. Recuerdo que fue un lunes por la tarde, en los primeros días del mes de enero cuando solemos dedicarnos al inventario anual, por lo que cerramos temprano y nos concentramos en el trabajo del almacén. Después de apagar las luces frontales de la cafetería —hacia las siete de la noche ya comienza a oscurecer— me trasladé a la parte posterior, donde ya se encontraba mi ayudante.

Pasada media hora escuché que tocaban a la puerta del negocio; me levanté y corrí hacia la entrada un tanto tambaleante, producto de estar varios minutos agachado en una misma posición. Me asomé hacia la calle, a través de las persianillas que había ya hecho bajar, a fin de que los clientes entendiesen que se encontraba cerrado. Al parecer no era nadie, pero me quedé observando a una señora pelirroja que a su vez miraba la vitrina de la tienda de muebles, que aún estaba abierta. La rubia propietaria salió y conversaba con la señora, aunque un tanto agazapada en el quicio del negocio. La nueva iluminación de la calle me permitía observarlas con detenimiento y sin temor a ser descubierto, algo que no suelo hacer a menudo, pues no vaya a creerse que soy una persona chismosa.

No sé cuántos minutos pasaron desde que la propietaria se metió al fondo de su negocio y dejó sola a la señora, quien continuaba observando los muebles de la vitrina, especialmente cautivada por elegante sillón de coloridos tapices. Probablemente leyó la extraña advertencia: “Prohibido sentarse en los sillones, pero si su deseo es irrefrenable, será bajo su propio riesgo”. En cuanto se sintió sola, se introdujo cuidadosa entre los muebles de la vitrina y acarició lentamente los mullidos tapices. Ocasionalmente volvía ligeramente su cabeza hacia el fondo de la tienda, para atisbar el posible retorno de la propietaria, cual una pequeña a punto de cometer una inocente travesura.

Finalmente entró y se sentó muy lentamente. Parecía tratarse de un sillón extraordinariamente cómodo, a decir de su rostro placentero y de sus manos que continuaban acariciando los aterciopelados antebrazos. Pasados los primeros minutos, me percaté que la señora intentaba levantarse, pero parecía que alguna extraña fuerza la mantenía adherida al mueble. Me inquietó que la fueran a sorprender. Fue cuando comencé a ver que su rostro comenzaba a expresar cierta angustia, mientras sus brazos trataban inútilmente de ayudarse para erguirse. Parecía que comenzaba a asfixiarse y aunque parecía gritar, el silencio invadía completamente la solitaria calle.

En ese instante reaccioné e intenté salir de inmediato de mi negocio para auxiliarla, sin embargo, mi puerta la había dejado cerrada con llave, por lo que corrí al mostrador lo más rápido que pude y volví a abrir al frente. Salí y crucé la calle, pero a pocos metros de llegar me quedé petrificado. El rostro de la mujer asomaba ya una mueca de impotencia, con su boca abierta de la que pendía un hilo de delgada saliva. Gradualmente, su piel comenzó a fundirse con el estampado del elegante sillón. Sus rojizos cabellos terminaron por volverse pequeñas manchas de un nuevo diseño de tapiz, mientras sus delgadas piernas se integraban a las garras de bronce en que terminaban las dos patas frontales del sillón. Pero lo que más recuerdo son sus ojos, que me miraban desesperados y entumecidos hasta que finalmente se sellaron en dos botones más del respaldo y desaparecieron ante mí.

Cuando pude recuperarme de aquel extraño proceso, giré mi rostro hacia la oscuridad del interior de la mueblería. Ahí estaba parada la propietaria, observándome, al tiempo que me dirigía una sutil sonrisa, de amenaza y complicidad. Ella dio lentamente un paso hacia mí. No supe qué hacer. Por instinto comencé a dar pasos hacia atrás, hasta que finalmente puede estar resguardado detrás de la persianilla de mi cafetería y asegurar inútilmente la puerta. Nadie me seguía. No imploré a nadie porque ya no soy creyente, aunque automáticamente recité mis rezos infantiles.

Lentamente mi respiración volvió a su pulso habitual, aunque no podía dejar de observar el quicio de aquel negocio. Fue entonces cuando observé a un pequeño gato callejero, sencillo y majestuoso a la vez, que se introdujo cauteloso al interior del aparador de la mueblería, como atraído por algún atractivo hedor. Se acercó a los pies del macabro sillón, que ahora lucía un tapiz rojizo extraordinariamente hermoso. Comenzó a lamer, con su lengua rasposa y brillosa a un pequeño suero que escurría de una de las patas de bronce. Cuando terminó, el misterioso gato se relamió y salió para continuar indiferente su camino. Yo, en cambio, no he podido retomar mi rumbo desde aquella noche. No sé si es la culpa, el terror de la amenaza o el deseo de adquirir algunos de sus muebles.

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