Escrito por: Jerónimo Emiliano
Fotografía por: Katya S. Ballesteros Rosales
Escrito por: Jerónimo Emiliano
(Cuernavaca, 1991) Escritor, maestro particular y gestor cultural, licenciado en Escritura Creativa y Literatura de la Universidad del Claustro de Sor Juana. Cursa la maestría en Arte y Literatura en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM); es coordinador de El Ojo Ediciones. Trabaja con narrativa, teatro, ensayo y poesía. Ha publicado los libros Frente a la ficción (Lago, 2013), Trilogía del ruido (El Ojo, 2016) y La libertad y los diamantes (Fondo Editorial del Estado de Morelos, 2018), así como escritos en revistas impresas y digitales como La Piedra, Tierra Adentro y Revolución 3.0. Es columnista mensual en Página Salmon. Ha participado en festivales y coloquios como el Subterráneo de Poesía (2010), el Festival de Poesía Bajo el Volcán del Tecnológico de Monterrey (2011), la XV Feria Internacional del Libro del Zócalo en la Ciudad de México (2015) y la II Feria del Libro de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (2017). Fue miembro del Comité editorial de la revista La Piedra de 2009 al 2011, que obtuvo en dos ocasiones el premio Edmundo Valadés para revistas independientes del FONCA. Desde 2011 imparte talleres de español, creación literaria y literatura. Actualmente trabaja en el proyecto de investigación La otra literatura. Escritura y visualidad en el Códice Borgia en la Facultad de Artes de la UAEM.
I.
Veo en la lentitud de mis pliegues la memoria del agua, despierto en el ¡cran, raca tiki tiic tic! de una máquina, después, en el sol. Anda, el aire anda, se cuela entre las camas de mis hermanos, ¿están llorando? No, tienen sed. Conocí a cinco de ellos, ya sabes cómo a veces son las cosas; somos una familia grande. La mayor me contó que, de chiquita, vivieron en un lugar pequeño, todos amontonados. Pienso que hacía falta orden, pero ella dice que así dormían, que adentro estaba calientito. Las que crecieron ahí vivieron bien, sus pies crecían para alcanzar el agua y la luz. María tenía la piel oscura; a Manuel le decíamos el Yaki; Miguel era güerito; Minerva era tímida y no le gustaba que la estuviéramos viendo, pero era clarita clarita, como la estrella; Marquito tardó en abrir los ojos porque estaba muy chiquito, papá tuvo miedo de que nunca pudiera ver.
A mí me gusta la palabra de los hombres. Como escucho, El-que-camina me puso un nombre, dijo que viene de arriba, de donde nace la frescura. No sabíamos si iba a llegar el agua; preguntamos, defendimos la lluvia, pero cada vez se tardaba más en llegar. Esque’ ellos ya no cantan, murmuran entre dientes, pero se les olvidó cómo cantar. Yo así paso el tiempo, cantando:
Somos la danza del sol y la luna.
Como una gota de agua
fluyendo hacia la mar;
Como la voz de los niños,
como el recuerdo de lo que no está,
somos la brisa de la espuma del mar.
Siempre, para siempre,
siempre,
Siempre, para siempre,
siempre.
Canto porque se me olvida el peligro.
II.
Conocí al Hombre cuando mamá se fue. Caminaba con pasos lentos, firme como el aire que baja del cerro. Al principio pensé que no sabía ver, luego entendí que miraba con las manos y con los pies, no con los ojos grises que tienen otros hombres, no con las manos sin tacto, los pasos sin raíz; el Hombre andaba y sabía que era tierra lo que tenía bajo sus pies.
Lo conocí en el abrazo líquido de la lluvia, en la poesía y en el cuerpo. No es lo mismo costumbre, que día a día: era feliz de verlo, lo quería. Él me tomaba con sus manos fuertes, como si sostuviera una flor en un cucurucho, me hacía sentir una mujer, cuidaba de mí con la delicadeza de un jardinero y la fuerza de un constructor, su guía me hacía bella.
La primera vez, sin ceremonias, me dio mi nombre: Azur. Entonces entendí que los colores tienen nombre y que él sabía llamar a las cosas como siempre fueron, si quería hacerlo.
—Azur, Azur… —dijo mientras exploraba mis líneas.
—Eres del color de las piedras sagradas, en ti canta el Pájaro.
III.
Aprendí su lengua, conocí su mística. Él dijo que nosotros éramos su carne y que sus pieles eran distintas entre sí porque les dábamos un poco de color para respirar y para alimentarse. Yo pienso que, en realidad, todo viene del agua, donde están todos los colores, pero ninguno se ve.
IV.
Los gritos son espantosos desde que se dejó de escuchar la lluvia en el canal. Muchos quisieron alcanzar la otra orilla, pero murieron de sed porque había que cruzar el desierto; algunos extendieron sus plantas hasta el otro lado del Gran Río, pero el agua que ahí bebieron era venenosa. El aire se llenó de esquirlas, los cerros entristecieron, el Hombre no venía con el primer sol, como antes, y cuando lo hacía se veía inquieto, sus manos trozaban las ramas con torpeza, vigilaba ansiosamente dónde ponía el pie. Yo quería tocarlo, enjuagar su mueca y volverla risa, pero algo me enfermaba, también, y prefería el silencio, me ocupaba en cicatrizar mis propias heridas.
Estuvo mal que dejase de venir, dolió. Me estaba secando, extrañaba su voz. Gritaba lo más fuerte que podía, pero una membrana de piel muerta me callaba, sentía salir el grito, pero se moría en cuanto el aire pasaba por mis cavidades; me sacudía con fuerza sin que mi cuerpo respondiera, como si mis extremidades fuesen hilos. Nos estábamos secando. Quise cantar al temporal, pero el cielo respondió que es al hombre a quien se le dio ese encargo.
V.
No llegaron de noche. Era día y todos estaban mirando desde el camino, preguntaban: ¿Quién vendió la tierra?, ¿dónde está el comunero? ¡Llámenlo! ¡Qué le llamen! Los Espectros blancos pisotearon los surcos, deshicieron los brotes sobrevivientes, decapitaron a Miguel, trozaron por la mitad a Minerva, le introdujeron sus miembros de hule y nunca la volví a sentir. Al Yaki, por indio, le arrancaron la cara, lo echaron al camino y ahí se lo comieron los perros. De los otros, no supe nada, cuando pregunté, nadie vio; la gente, cuando no quiere decir, habla con silencio de funcionario. La prensa se limitó a decir que tres jóvenes fueron encontrados con huellas de tortura en la carretera. Me gustaría pensar que cerré los ojos, que me desmayé, que los abrí cuando ya había pasado todo, que yo pensaba que todo había sido un extraño capítulo de mis pesadillas. Pero no, el protocolo no era un montaje. Estaba perfectamente alerta, sin tallo ni pulpa; respiraba el aire químico de la compresora y el molino, del recipiente al vacío. En el laboratorio, los Espectros, —sin luz, con voz de pinza—, deshicieron mis granos, disecaron mi corazón y me inyectaron líquidos que des… ent… tr… kl… iiii. No grité, pensé que eso era lo que querían. No grité cuando vi mis granos esparcidos en charolas frías; ellos me hicieron verlo, no grité. Terminó, a lo mejor, pero mi cuerpo nunca fue el mismo: me crecieron esferas, no volví a ver al insecto sobre mis tallos, murió la libélula que bebía de las flores. De mis semillas crecieron mazorcas sin diferencia, de rápido engorde y de rápida muerte. La milpa no crecía en mi círculo, la calabaza me huía por la peste, el frijol moría en su cuna de fibra. Mis ojos ya no servían o el cielo se había vuelto amarillo, la tierra sabía a cobre.
Un día pude cantar, pero me había vuelto experta en marchas fúnebres:
Triste vida la del carretero
que anda por esos cañaverales;
sabiendo que su vida es un destierro
¿se alegra con sus cantares?
Después, me sumergí en un silencio gris.
VI.
—
—
—
VII.
Creo que vi al Hombre. Reconocí un color detrás de la malla y la máscara. Él se detuvo, con la pistola-escupe-veneno, pero siguió; nadie le obligaba. Pensé que él era el Carretero, pero no; el Carretero pasaba a ciento sesenta kilómetros por hora en una carroza negra.
VIII.
Quizá a esto se refiere el grito. Una letra sobre un papel, un banderín verde y la prolongación aguda del sonido, del enjambre muerto. Soy la fosa. Uno a otro sacaron los cuerpos, los formaron en vertical como mercancía para los fotógrafos. Se instruyó la sed de muerte. Nadie se acuerda que tuve nombre, soy una cifra, pero no al que buscaban. Ellos dicen “lástima que no es ella”, pero tuve ganas de ser algo y por eso ahora soy fosa, se acabó el olor a humedad que surte las extremidades de la conciencia.
IX.
No hay aire; el mareo me trepa, enfermizo; un sabor a plástico y la luz, la luz blanca artificial que imita, prepotente, al sol. Sentí unas manos que me levantaban, un cerebro o una máquina que calculaba mi precio y el
beep
beep
de una máquina registradora. Cuando vi, dentro del plástico de la bolsa, un sello que me calificaba, entendí:
Contenido energético:
Energía………………………………..640 kj. (153 kcal)
Proteína……………………………….2 g.
Carbohidrato…………………………18,8 g.
Fibra………………………….2 g.
Azúcar………………………..0 g.
Grasa………………………………….7,8 g.
Grasa Saturada……………..3,2 g.
Grasa Trans…………………15 g.
Grasa Polinisaturada………1,4 g.
Grasa Mononisaturada……3,2 g.
Colesterol…………………………….0 mg.
Sodio………………………………….57 mg
Potasio ……………………………0 mg
De alguna semilla, un brote de maíz, entre la carne de un dios que mastica a su hijo. De algún supermercado, un producto.
Yo quiero que a mí me entierren
como a mis antepasados;
Yo quiero que a mí me entierren
como a mis antepasados;
en el vientre oscuro y fresco
de una vasija de barro,
que miren y no chistén:
arcilla, vaso de barro,
que miren y no chistén
arcilla, vaso de barro.
En el vientre oscuro y fresco
de una vasija de barro.
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