El Lienzo

Escrito por: Daniel Escoto Ledesma

Ilustración por: Alan Fernández

El infinito existe, ahí es donde estoy. Se caminaron infinitos pasos y se sintieron infinitos momentos. Soledad, vacío, incertidumbre. Todos los sentires que tuve antes de llegar aquí ya no los siento en vano. Ahora, el infinito soy yo.

No puedo evitar sentir nostalgia por lo que fue este infinito antes de ser mi infinito. Recuerdo el primer despertar, mirar hacia cada lado posible y solo observar blanco. No había nada, todo era plano, caminaba sin detenerme. No había reglas, no había leyes, así que aún en este momento no podría decir el tiempo que me tomó encontrar el único regalo que me fue otorgado en este infinito: dejar de ver la continuidad blanquecina para identificar un espacio perdido en colores me llamó tanto la atención que volé hacia estos. De cerca, solo pude reconocerlos como lápices de colores. Eran tantos, tan variados y únicos por su cuenta, que lo único permisible en mi mente fue probarlos. Moví los colores, intentando buscar alguna superficie para utilizarlos, pero fue en vano. Dentro del inconmensurable tiempo que mi existencia llevaba perteneciendo a este infinito, jamás había sentido con tanta pasión como en ese momento sentí ira y decepción. Me hinqué, tomé un color rojo y lo aventé con toda mi fuerza hacia el abismo plano. Miré el blanco bajo mi cuerpo y rogué por una señal. ¿Para qué me darían un regalo si no tendría permitido usarlo? Ahí fue cuando decidí levantarme y caminar de nuevo; recuerdo haber pensado en que tal vez solo me habían entregado aquellos colores para entender que no todo se podía ganar. Caminé, sin haberlo planeado, justo hacia el color rojo que había sufrido las consecuencias de mi propia rabieta. Pensé en pedirle disculpas, aunque no me entendiera. Al mirar el color rojo me agaché y lo levanté, solo que, al hacerlo, descubrí que el piso blanquizco del infinito había adquirido una imperfección color roja, del mismo tono del color que ahora se encontraba en mis manos. Ese fue el principio de mi fin, justo cuando comprendí que aquel blanco infinito también era un lienzo infinito.

Comencé dibujando mi corporeidad. No fue fácil, ya que nunca había visto mi reflejo. Hasta ahora, sigo creyendo que solo dibujé lo que me hubiera gustado ser. Usé los colores puros, los mezclé y generé pinturas pasionales. Dibujé cosas pequeñas al principio: toda la flora, fauna, criaturas y cuerpos posibles. Pero aquellas representaciones dejaron de satisfacerme, provocando en mí una ambición cegadora e incentiva, me propuse planes más y más complejos. Agua, tierra, fuego, aire y sus diferentes presentaciones, todas creadas por mí. Un planeta ausente de necesidades y otro repleto de vacío. Tras tantos dibujos y creaciones, decidí echar un vistazo a lo trabajado. Recuerdo el momento, como haber cerrado y abierto los ojos: Ya casi no existía infinito blanco. Mi lienzo comenzaba a perderse, era oficial: casi no quedaba espacio para inventar. No sabía qué hacer, ¿continuar sin planeación? ¿Dejarlo así y seguir emprendiendo mi camino infinito? La codicia me había ganado y, por primera vez, tuve miedo. Decidí tomar un espacio para recapacitar, sentándome sobre mi trabajo. Miré mis manos, llenas de colores y marcas, producto de los lápices. Al voltear las manos, manteniendo las palmas hacia aquel suelo pintarrajeado, noté mis manos diferentes, arrugadas, desgastadas; no parecían mis manos, pero lo eran. Como un rayo, el entendimiento corrió sobre mí: estaba envejeciendo. No recuerdo cuándo llegué aquí ni qué ocurrió en mi vida antes de la estadía en el infinito, pero sí recuerdo la incertidumbre que sentí tras entender que mi trabajo me estaba cobrando caro. Comprendí que no quedaba mucho por hacer aparte de trabajar en el resto del lienzo, ahora delimitado por el tiempo y por mis dibujos.

Agregué mucho más de lo que había planeado; más animales, más plantas, más conocimientos y, finalmente, un espacio exterior. Recuerdo cómo la punta del último color comenzaba a ceder ante la presión. El lápiz negro entregó su último tintar para abrazar cada planeta y cada vida. Todo se veía colorido, pero muerto. ¿Dónde se encontraba la vida de mis creaciones? En ningún lado percibía su existencia real. Miré mis manos de nuevo, ahora éstas temblaban al unísono con mi latido. Intenté detenerlas, pero el tiempo había prescindido de mis habilidades corporales. Tomé el esqueleto de mi lápiz y lo abracé con ambas manos, esperando que la fuerza de presión calmara los temblores, pero solo me provoqué un agudo dolor en la palma derecha. Al soltar el lápiz, una gota roja cayó directo a mi lienzo trabajado. Pude escuchar, entonces, un suspiro profundo y voraz cerca de mí. Siempre estuve solo, ¿cómo era posible que alguien más estuviera aquí, justo ahora? Miré por todos lados, desesperado, intentando encontrar la raíz del sonido. Fue hasta que miré el piso cuando entendí: mi dibujo tenía vida. Pero no cualquier vida, era la vida del primer pez que dibujé en el lienzo. ¿Qué la habrá despertado? Me lo pregunté, temiendo conocer la respuesta: la gota roja. Era mi sangre, latente en mi realidad corpórea, la que habría de darle vida a mis creaciones. Con afán de comprobar mi teoría, volví a tomar el lápiz y lo abracé con mi mano derecha, justo sobre un cometa celeste que había dibujado un tiempo atrás. En vez de solo dejar caer la gota, toqué con fervor aquel cuerpo, teniendo mi palma pintada de rojo. Con un solo toque, el cometa voló de mi mano hacia el resto del lienzo.

Así fui tocando, poco a poco, cada espacio de mis creaciones. Pasaba el tiempo y yo aún no acababa. Sentía que mi fuerza se comprometía. Estaba perdiendo mucha vitalidad, juventud y, sobre todo, sangre. Era momento para dejar de evitar lo obvio: si quería darle vida a mi trabajo, debía dar mi vida entera. Miré la parte del lienzo con vida y entendí que tal vez este era el único propósito de mi existir: crear.

Fue así como llegué a donde estoy ahora. Mi cuerpo, vacío, llegó a su último suspiro hace unos momentos. Convertí aquel infinito en mío, en el infinito de mis creaciones. Es probable que nunca lo sepan, pero tampoco tienen motivo para hacerlo. Todo lo que perciben es lo que alguna vez existió para mí, solo que bajo mis ojos. Diría que estoy sorprendido de seguir distinguiendo mis creaciones, pero ahora entiendo que mi muerte es tan solo la nueva forma de vida. Nunca desapareceré porque yo soy todos ellos, y ellos son todos yo. Ahora, el infinito no reside en el lienzo, sino en mí, pero también en ellos.

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