El hecho de muerte

Escrito por: Alberto I. Gutiérrez

Ilustrado por: Vertiz

La abuela murió y fui incapaz de sentir algo. Tenía 13 años cuando ocurrió el deceso. No se trató de una muerte fulminante o súbita, o como esos desenlaces que se dice son muy impactantes o de lo más desconcertantes. No, nada de eso, más bien consistió en una agonía lenta, pausada. Eso sí, con sus respectivos sustos ocasionales. Creo que ustedes saben a la perfección a lo que me refiero: afectaciones corporales que fueron acumulándose de a poco y que en algún punto le llevaron a la debacle.

 

Aún puedo recordar que, semanas antes del fallecimiento, escuché a mis padres bromear sobre la forma en la que les gustaría partir de este mundo. Los dos concordaron en que les encantaría tener un “deceso rápido”, que la Muerte pasara por ellos en un avión supersónico, sin escalas, sin necesidad de una agonía prolongada. También mencionaron que no les agradaría que la parca se los llevase optando por métodos de transporte como el camión urbano, o a pie, que por obvias razones era mucho más tardado.

  

Como ya les dije, la rapidez no se aplicó al caso de la abuela Ruth. Ella sufrió un proceso de degeneración que tomó alrededor de cinco años; un tiempo donde libró duras batallas, hasta que, finalmente, el momento le llegó en una noche de enero. Fue así que la broma, las risas de mis padres del otro día, se disiparon para dar paso a algo que llaman dolor, a un malestar profundo, el cual apareció luego de atender el llamado de Sarita —la enfermera de la abuela—, quien nos informó lo sucedido.

 

Como ya se han de imaginar, en cuanto la familia se enteró del deceso, todos se prestaron a ir a la casa de la abuela para realizar la despedida de rigor. Sarita fue la encargada de recibirnos, de hecho, fuimos los primeros. Recuerdo que, al llegar, Sarita abrió las puertas de par en par, para después escuchar la petición de mi madre, quien le solicitó que le dejara ver a la abuela. La enfermera accedió al instante, acompañándonos a la alcoba para luego dirigirse al comedor con mi hermano menor y continuar con la labor de avisar al resto de la parentela.

 

Al ingresar, pude ver  los restos de la abuela, tendidos en lo que la gente suele denominar poéticamente “su lecho de muerte”. Se sentía en el ambiente un estado de calma que podría calificar  curioso e interesante, el cual se vio interrumpido cuando mi madre empezó a llorar a cántaros y a abrazar el cuerpo. Mi padre trató de reconfortarla desde una distancia prudencial, mientras apretaba fuertemente la mandíbula con los ojos ligeramente enrojecidos. Yo solamente me quedé en silencio al pie de la cama, viendo las reacciones de mis padres ante esos restos que, de pronto, se habían vaciado de cualquier clase de significado. Ante mis ojos solo se trataba de un simple cadáver que empezaba a mostrar cambios físicos notables, particularmente en lo que a tonalidad se refiere.

 

Pasaron unos 10 minutos y fue entonces cuando decidimos salir de la alcoba de la abuela. Para sorpresa de mis padres la mayoría de la familia estaba reunida esperando entrar; supongo que ya llevaban más de cinco rosarios, todos realizados en tiempo récord. La primera persona que se acercó a nosotros fue la tía Esther, quien abrazó a mi madre entre sollozos, mocos sorbidos y un ligero olor a tabaco que le era inherente . Después, saludó a mi padre y luego a mí, afirmando con gusto que ya era todo un señor.

 

Poco a poco, el resto de familiares maternos fueron entrando al recinto con el fin de ofrecer unas últimas palabras, imagino que para trazar unos cuantos “adioses” en el aire y externar una que otra culpa o adeudo no verbalizado. Hasta ese punto, aún no era consciente de mi condición ni de mi especificidad afectiva. Esto fue algo que surgió momentos después, cuando mi padre me comentó en privado que estaba bien llorar, que no me contuviera, que mostrar dolor no era ninguna clase de debilidad y que eso precisamente era lo que nos hacía humanos.

 

Fue entonces que, movido por sus palabras, me armé de valor, tomé aire, respiré hondo y fingí llorar en silencio. He de ser honesto, esta fue la primera vez que fingí una emoción de este tipo, algo que supongo cumplió perfectamente su cometido, pues pude advertir cómo tranquilizó enormemente a mis padres, quienes se unieron a mis lamentaciones y espasmos ficticios.

 

Mi actuación se vio interrumpida cuando el tío Román, el menor y el más exitoso de los hermanos de mi madre, apareció en la casa. En cuanto mi tío entró a la sala, no demoró ni un segundo en saludar a cada uno de los presentes, para luego dirigirse al cuarto acompañado de una de sus hermanas: la tía Alma. Al parecer, la compañía de mi tío siempre era bien recibida por todos, pues sabía qué decir en las situaciones difíciles y, tras el fallecimiento del abuelo, se había convertido en el pilar, en la columna vertebral de nuestro linaje.

 

Transcurrieron unos minutos, y en eso la tía Alma regresó al grupo que se había instalado en la sala, el cual discurría entre rezos, mensajes, chismes y llamadas. No puedo explicar qué me ocurrió mientras todas esas actividades se estaban llevando a cabo, simplemente me invadió una sensación de curiosidad, nada científica, ni mucho menos. Solo quería volver al cuarto cuanto antes, para corroborar algo, ver si podía hallar las emociones faltantes que todos los presentes parecían experimentar con tanta soltura y naturalidad.

 

Pedí permiso a mis padres para ir al baño. Ellos accedieron al instante y, mientras me dirigía al sanitario, aproveché para ingresar rápidamente al cuarto de la abuela. En ese momento, no me percaté de que el tío Román seguía ahí, sentado en silencio al fondo de la alcoba, que era bastante grande. En cuanto entré, pasé mis dedos por los brazos del cuerpo de la abuela, los cuales se encontraban helados y habían adquirido una tonalidad amarillenta que me pareció poco salubre. Cabe agregar que en el aire no había ningún hedor extraño como cuando te encuentras a un animal muerto, solo un ligero olor a alcohol que me evocaba a los hospitales o a las molestas campañas de vacunación.

 

Miré el rostro de la abuela. Puse especial atención en sus párpados que se encontraban totalmente cerrados y con mirada inexpresiva. Luego, repasé las líneas de su cara, mientras trataba de evocar recuerdos de los momentos vividos. No obstante, mis emociones no estaban ahí, no había sentido  afecto en lo absoluto. Fue así, que me percaté de que tenía una cosa en común con aquellos restos: ambos estábamos completamente vacíos.  

 

Al darme cuenta de esta falta de emociones, no sé por qué coloqué mis dedos índices en cada una de las comisuras de mis labios, para luego tirar hacia abajo buscando recrear una mueca  triste o lo que yo llamo una “anti-sonrisa”. Al corroborar que era incapaz de sentir el más mínimo dejo de dolor o tristeza, fue cuando decidí sacar el seguro que tenía en el bolsillo derecho del pantalón. Por razones desconocidas, antes de salir de la casa para ir a lo de la abuela, había tomado ese objeto del costurero sin que nadie lo notara.

 

Abrí el seguro con delicadeza. Contemplé el alfiler plateado por unos instantes y sin pensarlo dos veces, sin rodeos ni vacilación, clavé la aguja en la palma de mi mano, para luego enterrarla en el antebrazo. Pequeñas gotas de sangre empezaron a emanar de mi cuerpo, las cuales se desvanecieron cuando pasé los dedos de mis manos con rapidez. Puedo decir que dolía, sí, pero supongo que no alcanzaba, que ni siquiera se aproximaba al dolor que estaba experimentando el resto de mi familia. No podía entender qué estaba pasando ni qué es lo que era distinto.

 

En medio de mi desconcierto y mi falta de porqués, apareció mi tío, quien tras contemplar mi “numerito” había decidido intervenir. Recuerdo que se levantó del sillón donde se encontraba, me miró con una sonrisa burlona para después decirme que ya había visto esa mirada antes, que mis ojos eran como los suyos. Aunque añadió que era bastante probable que yo carecía de algo, posiblemente del componente antisocial, ya que él le hubiera clavado la aguja al cuerpo. Por lo que, en mi caso, podría tratarse más bien de una modalidad de tipo afectivo interpersonal.

 

Le pregunté a qué se refería exactamente, pero no quiso ahondar en detalles, limitándose a indicarme que era un trastorno que entendería con el tiempo, cuando fuera mayor. Momentos antes de que saliéramos del recinto, mi tío me indicó que guardara bien el seguro, que limpiara las gotas de sangre, porque podrían manchar la ropa y esta sustancia suele generar incomodidad entre los normales.

 

Los dos salimos del cuarto sin decir palabra alguna; fue entonces que mi madre se levantó del sofá para abrazar a su hermano menor, para empezar con los lamentos nuevamente. Mientras mi tío trataba de consolarla, yo regresé a mi posición, justo al lado de mi padre. En eso, el tío Román les comentó que yo era un joven muy inteligente, con un futuro prometedor, que tal vez tendría habilidad para los negocios y que hablaría con uno de sus amigos para ver si podía prepararme. Pude observar cómo una sonrisa se dibujó en el rostro de mis padres, pero sobre todo en la cara de mi madre, que supongo se sentía complacida y orgullosa de su pequeño hijo.

 

Más tarde llamarían a la puerta de la casa para llevarse el cuerpo, que sería incinerado en un crematorio ubicado en algún lugar recóndito a las afueras de la ciudad. Recuerdo que en cuanto los restos fueron sacados de la vivienda, los lamentos de la mayoría de los familiares no se hicieron esperar, solo que ahora habían subido de tono varios decibeles. Después de eso todos nos marchamos de ahí, para prepararnos para el día siguiente que estaría compuesto por toda clase de actividades y rituales funerarios.

 

Nos despedimos de los presentes y subimos inmediatamente al auto con el fin de volver a casa. La verdad es que hacía bastante frío. Al subirnos, mi madre seguía sollozando en silencio. Entonces, ella me preguntó que cómo me encontraba, que sabía que había sido una prueba difícil y que formaba parte del ciclo natural de la vida. En ese momento, yo le mentí diciendo que me sentía muy mal, que extrañaba mucho a la abuela, cuando en realidad lo único que podía percibir era una sensación de vacío en el estómago, porque las galletas que nos había dado la tía Alma no habían sido suficientes. Pensé en sugerir que fuéramos por unas hamburguesas, pero me contuve, no por culpa, sino porque eso habíamos cenado la noche anterior y, para ser sincero, una parte de mí no tenía deseos de repetir. 

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