Escrito por: Samantha Alvarado Desachy
Ilustración por: Martha Saint Martin
Existen temas imposibles de franquear con la palabra. Ahí, donde la nada parece tener una densidad incomprensible, el lenguaje da paso a una serie de danzas para bordear aquello que no-puede-ser-dicho, un “algo” que no puede ser conceptualizable, pero que tampoco se deja de decir. ¿Qué otra cosa es la Muerte si no un límite que no se puede narrar ya que, cuando se cruza, se pierde la capacidad de narrarlo? Lo único que podemos hacer es balbucear su constante presencia, imaginarla en términos simbólicos, en alegorías, levantar metáforas para intentar tocarla, olerla, verla. Sin embargo, como una tragedia, pareciera que no podemos aprehenderla hasta que lo logramos.
Así, los poetas y escritores consagran su vida a tejer significantes con la esperanza de algún día apalabrar ese vacío. En este sentido, Edgar Allan Poe es uno de los artistas cuya pluma intentó advertirnos, durante toda su obra, sobre aquella presencia ominosa que está tan en la superficie que a veces no podemos verla. Su estrategia fue rodearla con todas las herramientas que tenía a la mano, dejando como legado una vasta e imperdible colección de relatos sobre la muerte, el dolor, lo siniestro, el misterio, la psique, fuerzas sobrenaturales y huellas de un pasado que retorna.
En 1842, Poe publicó “La Máscara de la Muerte Roja”, uno de los cuentos del autor que se volverían más populares gracias a su contundencia narrativa, la atmósfera gótica y el poder de las imágenes que evoca. “La Máscara de la Muerte Roja” exhibe la imposibilidad de sortear el destino, todo bajo un manto de profundo pesimismo –muy al estilo Poe–, impregnado de un tinte macabro.
La trama es precisa: desde una tercera persona, el narrador cuenta que la “Muerte Roja”, una peste fatal que asola a un país sin nombre, causa que los pobladores, al contagiarse, tengan agudos dolores y los poros de todo su cuerpo comiencen a sangrar hasta que la muerte sobreviene. El proceso dura tan solo media hora, desde el contagio hasta el fin de la enfermedad. Sin embargo, el monarca de la región, el Príncipe Próspero, decide convocar a mil amigos, entre damas y caballeros de su corte, para resguardarse dentro de una de sus abadías fortificadas, con la finalidad de alejarse de la peste y sobrevivir. En la abadía reina un lujo desmedido y se organizan grandes fiestas con música y otros entretenimientos, mientras afuera, la podredumbre y el horror se van apoderando poco a poco de todo. Es durante una de estas fiestas que la Muerte Roja hace su aparición, oculta tras una máscara, para demostrarle a los aristócratas que la muerte no conoce distinciones.
Entre los múltiples elementos del cuento que han sido analizados por investigadores y críticos, aún ahora, años después de haber leído el relato por primera vez, lo que más sigue atrapando mi atención es el uso que Poe hace de los colores. Sin duda, los colores que priman en “La Máscara de la Muerte Roja”, son el rojo y el negro, los cuales están presentes en el paisaje asolado por la epidemia, en la personificación de la muerte y en el séptimo cuarto de la abadía donde se resguardan el Príncipe Próspero y sus allegados. No obstante, Edgar Allan Poe hace un uso más extenso de los colores en el cuento.
Podemos identificar una parte fundamental del texto cuando el narrador cuenta que la abadía tiene una galería conformada por siete cuartos, con la peculiaridad de que cada uno está dedicado a un color. Estos cuartos se distribuyen de oriente a occidente: azul, púrpura, verde, naranja, blanco y violeta. Cada uno cuenta con vitrales del mismo tono de la tapicería y con un “ígneo brasero, cuyos rayos proyectábanse a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos” (Poe, 2011, p. 130). Sin embargo, en la séptima habitación, completamente negra, adornada con pesadas colgaduras que hacen juego con la alfombra del mismo color, los cristales del vitral son escarlatas, un profundo color sangre, el cual arroja destellos siniestros y misteriosos, dándole a la estancia un aura perturbadora.
El narrador relata que durante la fiesta de máscaras los invitados paseaban con júbilo y regocijo por las habitaciones, sintiéndose afortunados de estar resguardados dentro de la fortificación impenetrable. Ataviados con extravagantes disfraces debido a la personalidad del Príncipe Próspero, por un momento, la música y la charla animada dan la sensación de que son verdaderamente inmunes y que la Muerte Roja, que destruye todo a su paso, es tan solo una pesadilla lejana, un sufrimiento para los menos afortunados.
Haciendo gala de su maestría narrativa, sobre todo en la estructura del cuento, Poe logra construir una atmósfera pesada, surreal y terrible, que nos sumerge por completo en el castillo del Príncipe Próspero. Son los colores los que fungen como una base sólida a nivel narrativo para reafirmar los conceptos binarios que se ponen en juego durante el relato: vida-muerte, enfermedad-salud, podredumbre-opulencia, los de afuera-los de adentro. En estas dicotomías recae la tensión del cuento que, a final de cuentas, personaliza la Muerte como aquello que logra deshacer todas las separaciones. Como diría Félix J. Palma en su comentario sobre este relato en la edición de Cuentos Completos de Edgar Allan Poe, traducidos por Julio Cortázar: “No importa de qué lado del castillo estemos: todos sabemos igual para los gusanos” (Poe, 2011, p. 128).
¿De qué color es la muerte?
Una serie de críticos han tratado de dilucidar el significado del uso de los colores en las habitaciones dentro de “La Muerte de la Máscara Roja”; no obstante, si no es una tarea imposible, al menos es digna de una tesis completa. Por mi parte, me parece interesante reflexionar acerca del efecto de la colorimetría de la galería desde la diégesis, es decir, la manera en la que interviene en los personajes y cómo resulta un elemento fundamental para el desenlace.
Al principio, Poe propone un panorama exterior predominantemente rojo: se apodera del lector la visión de una tierra asolada por la peste, llena de cuerpos ensangrentados, víctimas de la enfermedad. Ahí fuera, hay un solo rey: la Muerte Roja, la cual arrasa todo por igual; un horizonte oscuro teñido de escarlata. Por otro lado, detrás de las grandes murallas de la abadía, dentro de la galería adornada con un lujo sin igual, los colores se disponen por órdenes del Príncipe Próspero (vaya prosperidad) como enunciación de la vida, como demostración de la distancia entre la Muerte y la seguridad que brinda la riqueza.
En el otro extremo, el cuarto negro con vitrales color sangre es el punto incómodo dentro de la abadía. Ahí donde parece que se ha logrado suprimir del todo el riesgo del dolor, el sufrimiento, el deterioro y la extinción, el cuatro negro se yergue como un espacio casi insostenible. El narrador relata con precisión el efecto que este cuarto causa en los asistentes a la mascarada y cómo esta es la única habitación a la cual nadie entra. Para reforzar el efecto, Poe agrega el reloj de ébano, que al marcar cada hora produce un sonido profundo que logra apagar el ruido de la fiesta mientras dura su repique y que sumerge a los invitados en una especie de trance angustioso, un presagio del terror de la Muerte del que despiertan cuando cesan las campanadas.
El color y el sonido fungen en el cuento de Poe como un preludio de aquello que llegará: la Muerte Roja se escabullirá en la fiesta, vestida con una mortaja y una máscara espeluznante, como el rostro petrificado de un muerto, para cobrar las vidas de aquellos que no lograron escapar, sino que se ocultaron un tiempo. Así, cuando el Príncipe Próspero identifica una extraña figura desconocida en la fiesta, la persigue a lo largo de los seis cuartos hasta llegar al último, donde ve que detrás del disfraz no hay nada. Sabe que la Muerte Roja está ahí y se desploma inerte. Así, uno por uno, todos los allegados del Príncipe que se resguardaban en la abadía mueren.
Más que en ningún otro cuento de Poe, para mí “La Máscara de la Muerte Roja” pone en primer plano el elemento cromático para utilizarlo en dos niveles: dentro de la narración como un personaje que determinará el espacio, pero también la dirección de la trama; y dirigido hacia el lector, como un recurso vívido para crear la atmósfera que experimentará. En conjunto con otras de sus fórmulas para decir lo indecible, Allan Poe recurre a los colores, que son punto de contacto con cualquier ser humano, capaces de generar reacciones y sensaciones específicas –prueba de ello es la historia del cine de horror– para personificar la muerte violenta y cruel de la peste, y para anunciar sutilmente su ingreso, sugerido todo el tiempo por el cuarto negro/escarlata, el preludio de la desesperación.
Negro y rojo que, al final, borrarán todos los demás colores de la vida. En última instancia, no existe otro desenlace posible, pues para Poe es imposible escapar de la invasión de esos colores que se extienden como veneno por la tierra. Tal vez cuando llegue nuestro fin, todas las tonalidades que quedaron fijadas en nuestros recuerdos se extingan por siempre y den paso a un negro absoluto, insondable. Tal vez, no exista ni eso. De cualquier modo, como dice Poe: “Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo”.
Bibliografía:
Poe, E. A. (2011). La Máscara de la Muerte Roja. Cuentos completos. Colofón.
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