El baile en la frontera

Escrito por: Beata Kucienska

Ilustración por: Cassandra Catalina

Amatlán emerge donde termina la carretera y empieza el bosque. En apariencia, es un pueblo tranquilo, medio dormido entre las montañas. A veces, cuando camino por sus calles, pienso que tal vez estoy soñando y cuento mis dedos como suelo hacer en sueños lúcidos: si son cinco en cada mano significa que no es un sueño y que sigo en este pueblito en Morelos que, bajo su apariencia somnolienta, tiene una vida intensa. En realidad es un puente entre el mundo material y el otro, tejido por el aliento del bosque y las montañas. Si llegas aquí vivirás en la frontera, con un pie en lo salvaje y un ojo en lo invisible.

A veces, cuando camino por estos bosques, me doy cuenta de que mis manos se juntan a la altura de mi pecho, como si tuvieran vida propia independiente de mi mente y respondieran a la presencia de lo sagrado. Siento que estas montañas me cobijan y que me han llamado para realizar un trabajo dentro de mí, que me mandan las pruebas que debo enfrentar. La última fue la más difícil.

Un vecino me avisó que alguien quiere matar a mis perras a machetazos. Dijo que me han visto caminar con mis tres guardianas y quieren echarme la culpa por una vaca que se murió en el bosque. Acusan a mis perras de su asesinato. 

Unos días antes, mis cachorras mataron a un gallo y lo pagué el triple. Poco después, perdí su correa en el bosque y Canela atrapó una gallina en el camino de vuelta a casa. La saque de su hocico y respiré con alivio: el animal estaba vivo. El dueño de los pollos llegó con una piedra más grande que su puño.

—Suelte a su perro —me ordenó —. Ya le dije que lo voy matar y mejor lo hago de una vez.

Lo miré y grité con toda mi fuerza:

—Ya le dije que le voy a pagar cada pollo que mis perros matan. No tiene derecho a matar a mi perrita. Le hablo como a un humano, un vecino, un cristiano, pero no entiende. Si mata a mi perra, me hará sufrir. ¡Cometerá un pecado!

Quería decirle mucho más, entre el grito y llanto, pero se marchó. Yo tenía una cosa bien clara: si alguien en este pueblo quiere matar a mis perros, primero tendrá que matarme a mí.

Pues sí, mis cachorras me salieron polleras, pero lo de la vaca era puro cuento. Mis perras no comen vacas. Alguna mente por allí dio un salto cuántico del pollo a la vaca. Alguna boca soltó el chisme, algunos oídos lo escucharon y hubo quien lo creyó. Tal vez la dichosa vaca no existía o andaba feliz por el bosque, sin enterarse del chisme. Una verdadera vaca de Schrödinger, ni viva ni muerta, o quizás ni siquiera real, pero la voz de mi vecino era muy grave cuando me dijo:

—Saben quien eres y te están buscando. No vuelvas con tus perros al bosque.

Me fui a casa y pasé un día llorando. Sentía que era capaz de dar mi vida por mis perritas, pero no podía dejar el bosque. Yo estaba en Amatlán por el bosque.

Tampoco dejaría que maten a mis guardianas. Las iba a proteger, hasta con mi propio cuerpo. Soy Beata. Tal vez me volvería una santa, de estos santos que ninguna religión reconoce porque la vida de un perro no vale nada para ellas. Cuando me lo dijeron, me vi acostada entre las ramas, mi sangre uniéndose con la tierra, los árboles inclinando sus cabezas. Mis ojos entrecerrados absorben los últimos rayos del sol y veo como tiemblan las hojas, tiembla mi corazón. Extiendo mi mano para acariciar a mis perras y todavía siento su calor, mi hogar terrestre, ellas lamen mis heridas y poco a poco el bosque se vuelve silencio. Los brazos invisibles me llevan a la casa que he extrañado desde que nací en el cuerpo humano. Los dedos luminosos atraviesan mi piel y tocan mi corazón, este corazón atormentado e inquieto que ya no necesita luchar. No más guerras, no más sangre, no más injusticia, sólo la ternura sin fin y un gran descanso.

En esta visión atravesé mi propia muerte. Lloré y lloré hasta que empecé a sonreír. Abracé a mi perra Zuzia y le agradecí la revolución que hizo en mi vida. Un año antes, me llegó embarazada. Todo el pueblo la rechazó, me dijo el veterinario. Yo tampoco quería tener un perro, pero Zuzia se quedó tres días y tres noches enfrente de mi ventana. ¿Qué más hubiera podido hacer?

Acabé con tres perras y ahora sus vidas estaban en peligro por un cuento de chupavacas que daba risa, pero los hombres con machetes eran reales, los vi caminar por el bosque. Y las matanzas de los perros en Amatlán no eran un cuento.

Sentí que llegué a la frontera entre la vida y la muerte, donde cualquier abrazo podía ser el último. La vida se hizo densa y se condensó la belleza. Algo inmenso pasó dentro de mí, una explosión de mi pequeñez humana. Llegué al espacio donde desaparecía la frontera entre la tristeza y la alegría, las dos se penetraban, hacían el amor, llegaban al éxtasis. Lloraba y reía mientras daba las gracias a mis tres guardianas. No las iban a matar. Primero tendrían que matarme a mí y eso sería un escándalo internacional.

La mañana siguiente, fui al bosque con mis perras y me puse a cantar. Nunca antes canté tan fuerte. Sentí que mi canto sacudía la tierra. La alegría vibraba en mis venas y me dejé llevar por un baile que empezaba dentro de mis células. Era parte del bosque y nadie iba a separarme de él. El miedo desapareció y me sentí  poderosa.

Fui con el ayudante del pueblo y le conté sobre la amenaza. El ayudante buscó al señor de la supuesta vaca muerta y resultó que no se le había muerto ninguna. Luego me enteré de otro hombre que tenía una foto de la vaca muerta en su celular y buscaba a la gente con perros para que se la pagaran. Nunca llegó conmigo.

Un chisme me llevó a la frontera de la vida y me di cuenta que siempre vivía así, en la frontera entre los mundos, un lugar muy bello y muy solitario. Por eso llegué a Amatlán. Aquí puedo saborear lo invisible, inhalo su perfume y siento sus dedos en la piel. El espíritu de estas montañas me alcanza incluso en los sueños. En las mañanas, cuando abro los ojos veo que el espacio está vibrando.

 Un solo paso me separa del misterio, un solo latido. El mundo invisible se está filtrando dentro de la materia y me hace temblar. El bosque me llena de asombro y una añoranza inexplicable crece en mí.

Estoy bailando en la frontera. Espero tu llamada. Sé que me estás preparando. Un día abrirás tus brazos y yo me dejaré llevar. Un solo paso…

© 2020, Celdas literarias, Reserva de derechos al uso exclusivo 04-2019-070112224700-203

Scroll al inicio