Escrito por: Rolando López
Ilustrado por: Edna Delia Maldonado Peña
Su enfermedad no lleva tratamiento;
así dijo la cardióloga.
Sin embargo, sé que mis días están contados;
ella no pudo notar la distancia intermitente
entre un latido y otro de mi corazón,
no supo ver la profundidad de sus heridas,
jamás ha probado medicamento alguno,
ni el amargor de los jarabes de farmacia,
nunca notó el carácter austero de mi vida
cuando hizo la lectura del electrocardiograma.
Me remuevo entre las memorias cuando fui niño,
de las primaveras contempladas por el náufrago
en la orilla de una playa.
La cardióloga es incandescente
como los pezones de una muchacha virgen,
su mano no parecía inquieta
cuando retiró los electrodos de mi pecho.
La observo enardecido
y aunque ella me ordena proseguir
con mi vida tan normal,
que mi estado de salud es perfecto,
le doy mil gracias, abro la puerta
y me despido con la convicción
de que su rostro es el último que admiré
en toda la familia de los humanos.
Una vez en casa me acerco al ordenador,
prendo mi cigarro
mientras disfruto las ondulaciones del destino,
durante esos escasos segundos
donde recuerdo que soy un hombre
reviso si hay correos en la bandeja de entrada,
compruebo que no hay mensajes esta noche,
desconecto los equipos
y me doy por muerto.
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