Escrito por: Frederick Armstrong
Fecha de publicación: marzo 2024
El escritorio se fue primero. De caoba. No era una antigüedad, pero sí un preciado recuerdo del abuelo. Antes majestuoso, con sus patas talladas como garras, sus cajones labrados con imágenes de parras y sus jaladeras en forma de peces, amaneció un día haciendo de dispensario. Sus plumas fueron reemplazadas por medicinas, jarabes y ungüentos. La intención familiar era pasar el escritorio a mis hijos, los cuales nunca tuve. Ahora, las notas, papeles y manuscritos que sustituyeron y disimularon la paternidad, habían sido movidos y almacenados en el mejor de los casos. Toda una vida de trabajo archivada y próximamente, olvidada.
Lo siguiente en marcharse fue el pesado librero con sus vitrinas. Cuando llegó la cama de hospital, ya no había espacio en la habitación para él. Hacía tiempo que no había necesidad de tenerlo, pues mi vista se había ido debilitando y los libros no parecen interesarles a todas esas personas que a diario entran y salen de mi habitación y que me parecen cada vez más extraños. Mis libros eran mi más preciada pertenencia y compañía y ahora ignoraba su paradero. Los imaginaba dispersos y abandonados. Separados, esperando ser regalados cuando yo ya no pudiera preguntar por ellos.
La silla de lectura se resistió por más tiempo al desalojo. Se había tornado en un sillón donde descansaban mis acompañantes no solicitados. Su piel color vino había sido recubierta por una fantasmal sábana blanca. Cuando las visitas se perpetuaron, fue reemplazado por una cama que durante el día fungía como sofá, y de noche, lugar de descanso para que el cuidador en turno descansara, a la vez que expiaba su culpabilidad y sostenía las buenas costumbres montándole guardia a un lejano pariente que apenas conocía.
Los visitantes, que se habían vuelto una masa indistinguible, iban y venían, hablaban y comentaban, preguntaban y fracasaban en su intento de animar. Los veía cada vez más lejanos, difusos y escasos. Cada vez más cansados e impacientes. Tal vez era mi antigua familia que, a la par de mi habitación, se había ido transformando, convirtiéndose en este aséptico cortejo macilento cuyo único afán es despedirse.
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