Desierto

Escrito por: Mariana Chacón

Ilustración por: Martha Saint Martin

Escrito por: Mariana Chacón

Mariana Chacón (Ciudad de México, 1996) licenciada en Escritura Creativa y Literatura por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Ha colaborado y publicado diversos textos de cultura y literatura en la Revista Escenarios, SinEmbargo y Tierra Adentro. Ha publicado cuentos y crónicas propias en la aplicación Ipstori. Actualmente es correctora de estilo en la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México. Se encuentra trabajando en su primera novela.

La tierra naranja entraba en los zapatos, pero no podíamos ver nada mientras caminábamos. El frío en la noche era aplastante, nos cortaba en las manos y la cara, lo único que descubríamos en la oscuridad.

Caminábamos en fila, no podíamos separarnos porque era fácil perderse. Pero el guía que teníamos era bien bueno, nos juntaba y nos guiaba, aunque yo no diferenciaba un camino de otro.

El pasado era un pendejo, eso lo sé bien. No llevábamos mucho caminando cuando nos agarraron los oficiales y nos regresaron a Tijuana, pero ni madres que me regreso, ya habíamos invertido todo y mis hijos necesitaban terminar su carrera. Este güey me cobró el doble, eso sí. Pero al menos sabía lo que hacía.

De pronto sentí cómo mi pierna se hundió en la oscuridad. La noche era el momento perfecto para avanzar más rápido, pero no veíamos ni madres. Puro azul y negro en la noche. Mi compadre me ayudó. Pinche Panchito, aguantaba re bien.

“Pinche pendejo, ¿viste el hoyo donde caíste? Cabrón, era un nido de víboras. Te hubiera mordido una y te dejamos aquí en el sol. Ni creas que te hubiéramos llevado cargando, no tenemos tiempo para eso.” Y continuamos caminando mientras veía mi pantalón roto en la pantorrilla.

No podía avanzar a su ritmo, pero no había de otra. Iba unos metros atrás, sin perderlos, hasta que Carlos, el líder, se me acercó. “¿Todo bien, José? No te preocupes, toma.”

Tomé la pastilla que puso en mi mano. Nunca supe qué era, pero pinche energía se me subió hasta la frente y cuando me di cuenta, ya iba caminando en frente con él.

A veces se escuchaban ramitas tronar con nuestras pisadas, pero nunca vi un árbol, era pura arena. Es que es puro desierto, se camina por donde se secó el agua. No se siente nada. De repente pisaba y volteaba y pues no… eran huesitos. Supongo que de humanos, de gente que se queda en el camino, que caen a los nidos y nadie les ayuda a salir, o se lastiman y los dejan porque no se puede arriesgar todo el grupo sólo por uno.

A mi alrededor, mientras caminábamos, vi sombras, personas con sombreros anchos que se unían a nuestro grupo. Al fin me sentí acompañado. Uno, el más alto, sólo nos miró y se puso frente a nosotros, guiándonos en la oscuridad, pero nunca escuchamos una sola palabra.

A la hora se escuchó un grito muy feo y corrimos. Nos escondimos en una especie de cabaña, pequeña, todos encimados. El pollero nos dijo que no escucháramos y nos distrajimos lo más que pudimos. Los señores de sombrero desaparecieron, no los volvimos a ver.

Todo era de noche porque en la oscuridad se avanzaba mejor. Cuando era de día caminábamos en arena, todo era de ese color. El cielo se fundía con el naranja de esta y parecía que todo se quemaba, nuestros cuerpos y los huesos que pisábamos. Los destellos rojos me mostraban que no sólo yo me estaba quemando. Por eso la noche ayudaba.

Para dormir llegamos a una casa sola, con basura, y cada uno se puso a escoger su rinconcito. No pensé en las arañas ni víboras porque estando ahí uno se pierde en el sueño, en la universidad de los hijos, en la casa que iba a remodelar.

“Vamos a tener una puerta chingona para que no se metan, vidita. Y el baño ya no se inundará con lo que le pondremos,” le dije antes de irme, en la madrugada, con la maleta verde en la puerta. Mi nieta nos miraba escondida en la orilla de la habitación. “Despídete de tu ito,” y su abrazo de cuatro años me acompaña mientras todos nos encimamos para no tener tanto frío. Hasta parecíamos conejitos.

En el caminito ves puras espinas de rosales secos, o hierbas que habían nacido con tanto sol, y te vas cortando mientras caminas. De pronto todo se borra. Ves cómo el paisaje se va uniendo, una cosa con otra, y se comienzan a confundir los colores, el camino. Sólo ves manchones cafés y naranjas, porque en el atardecer era más peligroso.

Mientras anochecía, la oscuridad aumentaba. No era negro. El negro tranquiliza en la ausencia. Era una combinación: café al fondo, con verde. No se distinguía nada, no veíamos nada. Nos refugiábamos en donde nos dejaran. Nos amontonábamos para no sentir el frío 

Los tronidos empezaron de repente, disparos, bien claritos.

“Pinches locos,” pensé. “¿A quién se le ocurre disparar al aire a estas horas?”.

Cuando amaneció, hicimos un descanso.

“¿Escucharon los disparos hace rato? Pues nos dispararon. Agradézcanle a Dios que no nos dieron a ninguno”.

Y seguimos hasta llegar al concreto. Era como tierra firme. Supongo que así deben sentir los marineros cuando llegan a tierra, como si todo su cuerpo se asentara y la sangre volviera a su lugar.

Eran carros los que nos recogían. “Corran,” dijo Carlos. “Corran porque, en cuanto se suban a ese carro, ya están del otro lado”.

Y nos aventamos, corrimos con lo poco de agua que nos quedaba en el cuerpo. Nos aventamos al carro como puerquitos, unos encima de otros para alcanzar y que no nos agarraran. Nos escondimos hasta llegar a la casa. Ya estaba del otro lado.

Vas a tener tu puerta, vidita. Vamos a mejorar la casa.

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