Escrito por: Malinalli Yolanda Morris
Susurro del rocío que despide la noche, sería un pedazo de luna olvidado, la figura solitaria en el cementerio sobre el lugar en donde su cuerpo descansará para toda la eternidad. El tiempo es extraño en este estado, ella te lo podría decir. Era un momento el funeral, el primer sentido de horror al ver el cuerpo vestido de traje en el ataúd y el nombre, ese nombre, en trazos finos sobre su lápida. Después, su esposa, ahora con cabellos grises, dejando una única flor. Después, silencio, roto por jóvenes de negro tropezando entre las tumbas. Y ahora, madrugada a sus espaldas, lápida cubierta de musgo, roca suavizada por la lluvia. Pero, todavía, con ese agotador nombre.
Al inicio era mejor no verlo, ignorar la lápida fresca, las flores mortuorias marchitas, dedicarse a dar vueltas en el cementerio. Las filas de tumbas, los dos mausoleos majestuosos, los caminos de piedras blancas y bordeados por arbustos y raíces de árboles, el pequeño lago al borde norte, una banca de madera a sus orillas. Se acomodaba junto a esa banca, observando como las estaciones pasaban en un instante, tratando de convencerse que una existencia así no sería tan mala, en medio de la calma y la naturaleza, ignorando el picar detrás de sus ojos, el latir de un nombre que solamente fue pronunciado dos veces.
“Mi nombre es Eva”. Una noche, cuando todavía se podía observar el cielo estrellado en las ciudades, cartas esparcidas por la cama, voz rasposa con la enfermedad. “̈Soy ella”.
“Eva”. Su esposa trazó el nombre firmado en las cartas, la pensada evidencia de aquella otra mujer amada.
“Me dieron el nombre equivocado al nacer”.
No hubo tiempo de explicar, la sangre se acumuló en su garganta dos días después y, en tres más, flotaba ya sobre su ataúd. Con aquel nombre equivocado ahora cincelado para siempre en su muerte.
Dicen que si te acercas lo suficiente a esa banca, a ese lago, a ese cementerio, en una noche de primavera; si te pones a escuchar con cuidado, entre el ulular de los búhos y el murmullo de los árboles,llegarás a escuchar, en ese frío de las almas en pena, el nombre verdadero. Y con verdadera amabilidad, tú, hijo de la hija del nieto de la esposa, con aquellas cartas en tus manos, podrás dejar semillas, que pronto florecerán en blanco y amarillo. Ella las verá y, con el suspiro del sol al atardecer, dormirá.
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