Escrito por: Clara Grigori Ortega
Fotografía por: Misael Valero
Dalia odiaba aquella casa y todo lo que tuviese que ver con ella. Si pudiese volver en el tiempo, si pudiese elegir, desearía jamás haberla pisado. Tal vez así, sólo así, podría deshacerse de las terribles pesadillas que siempre la acompañaban, estuviese dormida o no.
Todo comenzó la tarde en que se dirigió a la estación del tren para visitar a su abuela. La madre de su padre, una señora acaudalada que había enviudado a los pocos años de casarse con su abuelo, vivía sola en una mansión de campo.
A Dalia siempre le había parecido una casa bastante interesante. Cuando era niña pensaba que el misterio que la rodeaba se debía a lo vieja que era la estructura; tanto así que podía pasarse horas enteras imaginando historias que cobraban vida en esas paredes.
Sin embargo, cuando creció, su opinión sobre ésta cambió de parecer: la casa pasó a convertirse en algo que la aterraba. Ahora, el aire ya no era de misterio, sino tenebroso.
Como cualquier mansión de campo, la estructura era grande y un tanto descuidada. Las ventanas, tintadas de negro, no dejaban pasar más que una mínima cantidad de luz; gran parte de las paredes estaba cubierta por enredaderas y, lo poco que no, se había sido desgastado por la humedad.
Su abuela era una obsesiva por las antigüedades y adoraba coleccionar espejos de diferentes formas y tamaños, colgándolos en las paredes por toda la casa. Su abuelo —le había explicado su madre alguna vez de pequeña—, había ordenado en su testamento que los cuadros de los antiguos habitantes de la mansión permanecieran en las paredes, por lo que las miradas estoicas de distintos personajes seguían a los presentes por toda la casa. Avanzaras por donde avanzaras, nunca estabas solo.
En cuanto Dalia puso sus pies frente a la entrada, se sintió observada. Ella no quería estar allí, y por más que apreciara a su abuela, su amor por ella no era suficiente como para pasar una sola noche en aquella casa. Dalia había tenido suficientes malas experiencias allí. Cuando cumplió trece años —el año en que cambió de parecer sobre la casa— la puerta del salón de música se cerró en su cara y no pudo salir de allí hasta muy entrada la noche. Por más que gritó y gritó, nadie la escuchó. Al año siguiente, creyó atisbar figuras moviéndose por los espejos de las paredes. Durante las noches, escuchaba risas, llantos o algún que otro susurro; aún sabiendo que sus padres dormían en la habitación de al lado, o su abuela en la alcoba de enfrente, Dalia apostaba su peluche favorito a que ninguno de aquellos ruidos les pertenecía a ellos.
Por aquellas razones, hacía años que no regresaba a la casa, pero debido a la enfermedad que su abuela había adquirido durante los últimos años, sus padres le insistieron en que hiciera una visita. «No sabemos cuánto tiempo le queda», le había dicho su padre. «Lo mejor será que vayas a despedirte».
Plantando los pies ante a la puerta, se obligó a sí misma a respirar profundamente antes de tocar. Un hombre de mediana edad, pálido como la leche, la recibió. La joven intentó recordar el nombre del mayordomo, pero fue en vano; en cambio, se obligó a forzar una sonrisa. El lacayo la miró imperturbado. Su abuela debió haber anunciado su visita porque sin emitir ni una sola palabra, el hombre dio la vuelta, le hizo un gesto para que lo siguiera y avanzó hacia las escaleras.
Una vez en su habitación, Dalia se puso a inspeccionar el cuarto con la curiosidad precavida de una niña que teme encontrarse algo que no debería. Había espejos de cuerpo completo por todo el lugar, una cantidad que Dalia consideró innecesaria para una habitación tan pequeña y que terminaron por causarle una sensación de ansiedad al ver tantas figuras de ella siguiéndola por todos lados.
Cuando el reloj marcó las ocho, llamaron a la puerta. Una mujer alegre, pálida y regordeta entró a la habitación y colocó una bandeja con comida sobre el escritorio junto a la ventana. La mujer le explicó que el comedor era muy frío durante aquella temporada y que era preferible que ella cenara en su cuarto si no quería atrapar un resfriado. Dalia se lo agradeció pues, en parte, no quería vagar por la mansión de noche.
—Su abuela ya duerme, señorita —añadió antes de retirarse—. Lo mejor sería que fuese a verla mañana temprano.
Dalia cenó en un estado de nerviosismo total. Encerrada sola en su cuarto, se sentía continuamente observada, en parte por los espejos, pero también por el aura de la propia casa.
Ya entrada la noche se levantó de su sitio en la cama para apagar las luces y una ráfaga de aire le erizó los cabellos de la nuca en el momento en que escuchó un ulular a sus espaldas. Dando un sobresalto, se volteó y observó la habitación con ojos escrutadores pero, como era de esperarse, no había nadie más que ella.
Tras aquello, Dalia no pudo deshacerse de aquella sensación de sentirse acompañada. La joven no era religiosa, pero aquello no la detuvo de rezar unos cuantos Padrenuestros por cualquier cosa. Si había algún demonio en la casa, quería creer que se mantendrían alejados con la mención de Dios.
Por la noche durmió un sueño inquieto. A pesar del frío en la habitación, no paraba de revolverse en las cobijas, inquieta y acalorada. Un sudor frío le recorría la espalda. Se despertó varias veces y en cada ocasión abrió los ojos, que se dirigieron inmediatamente a algún punto de la habitación, esperando, deseando —no— encontrarse con la fuente de sus preocupaciones. Como era de esperarse, jamás halló nada.
En una ocasión que abrió los ojos, no supo distinguir si estaba soñando o no. El cielo a través de su ventana aún se atisbaba oscuro, pero los leves cambios en las nubes advertían que el alba no tardaría en llegar. Se levantó de su cama, como en un trance, y caminó hacia el pasillo. Sabía que no se encontraba en sus cinco sentidos porque, de así serlo, no estaría avanzando en medio de la oscuridad por aquella mansión que tanto miedo le causaba.
Por alguna extraña razón, en medio de aquel silencio espectral, comenzó a tranquilizarse. El que no hubiese ruidos fantasmales le significó que estos no se hallaban presentes. Más tarde Dalia se llamaría estúpida por haberse echado la sal con tal pensamiento. Distraída por la oscuridad frente a ella, no advirtió cuando el pasillo llegó a su fin y su cuerpo cayó dentro de un hoyo negro. Aunque la mansión no tenía más de tres pisos, Dalia sintió que la caída duró horas enteras. Sus gritos se perdieron a su alrededor y sus ojos se volvieron incapaces de atisbar la más mínima cosa. En aquel instante, sintió la presencia que había percibido en su habitación, estaba vez acariciándole los brazos con manos callosas y susurrándole palabras inentendibles al oído. El vello del cuello se le erizó mientras el corazón le latía frenético dentro de las costillas.
Sin esperárselo, su cuerpo dio contra el suelo pero, ante la velocidad con la que había caído y al no tener manera de evitarlo, una de sus rodillas se torció en un ángulo extraño. Escuchó el crujido del hueso segundos antes de sentir un dolor punzante que la hizo gritar. Un alarido se escapó de su garganta y sus manos, temblorosas, se sujetaron la pierna maltrecha en un intento vano de mitigar el dolor.
Yació en el suelo, acurrucada y tiritando, aunque ya no sabía si a causa del frío, dolor o el propio miedo, por lo que le parecieron horas. Cuando volvió a ser consciente de su alrededor, lo primero que advirtió fueron las palabras escritas con sangre sobre la puerta principal de madera: «Antes de mí no existió nada, con excepción de lo eterno, y yo he vivido eternamente. Ustedes los que entran aquí, abandonen cualquier esperanza».
La puerta se abrió entonces de par en par y chocó contra la pared con una fuerza que hizo temblar la casa hasta los cimientos. Justo en la entrada, apareció una figura envuelta completamente en negro. De su cuerpo parecían caer gotas de un líquido negro, quizá más oscuro que la sangre, y su rostro sin ojos ni nariz sólo mostraba una boca grande y carente de dientes que sonreía siniestra. El terror se disparó dentro de Dalia y su instinto le gritó que se alejara lo más pronto posible de aquel ser proveniente de sus pesadillas.
Intentó huir, arrastrando su cuerpo e ignorando el dolor punzante que se le disparaba desde la rodilla y reptaba por su columna, pero sus movimientos no eran lo suficientemente rápidos. La joven lanzó una mirada hacia la entrada, confirmando que la cosa no se había movido de su sitio y en su lugar se limitaba a lanzar aullidos por esa boca grande que abarcaba la mitad de su cara. Dalia había alcanzado el pie de las escaleras, atreviéndose a darle la espalda al ser, y se disponía a subirlas, cuando sintió una ráfaga de aire detrás de ella.
La piel se le erizó cuando percibió la presencia del monstruo inclinándose sobre ella. De su boca, en un eterno grito, salió un alarido tan fuerte que Dalia gritó con él. El ruido acabó tan rápido como inició pero fue sustituido por la sensación de líquido correr por su oído, un pitido resonándole los tímpanos.
Antes de que pudiese terminar de procesar lo que había ocurrido, una fuerza sobrenatural le sujetó el tobillo y la arrastró con violencia hacia la salida. Su cuerpo salió disparado por la puerta y el ente, que la seguía de cerca, cavó con sus garras la tierra como si se tratase de un animal carroñero. El cuerpo de Dalia fue lanzado, mientras gritaba pidiendo auxilio, dentro del hoyo. Entonces, el ente comenzó a cubrirla con la tierra sin dejar de ulular. No importaron los gritos de Dalia, nadie acudió en su ayuda.
Por el este, el sol comenzaba a salir.
© 2020, Celdas literarias, Reserva de derechos al uso exclusivo 04-2019-070112224700-203