Cicatriz

Escrito por: Luis Arroyo

Fecha de publicación: octubre 2024

Abatido una vez más, Bruno se cortó el dedo con una hoja mientras guardaba sus documentos en el fólder. La secretaria le dijo que imposible, ya es muy tarde, vuelva mañana, por favor. Eran las 3:55, pensó Bruno, el letrero dice que atienden hasta las 4. Respiró hondo, se chupó el dedo para mitigar el ardor y terminó de guardar sus cosas. Se fue a casa pensando en los incontables días, las infinitas firmas, las innumerables copias que ha tenido que sacar las últimas semanas. Lo único que Bruno quería era titularse, salir de una vez al mundo y poder presumir su título. Esa noche se fue a acostar pensando en eso, en el momento en que compartiría su felicidad al mundo, y se durmió con una sonrisa infantil pintada en el rostro. 

Despertó a la mañana siguiente y se talló la cara con las manos para espabilar por completo. Se extrañó al sentir algo rasposo y trató de enfocar su mano con la mirada borrosa. Tras mucho buscar entre las lagañas, encontró al culpable: su dedo índice de la mano derecha. Tenía la cicatriz de una herida profunda; sin embargo, de recordar, Bruno no recordaba haber sangrado. No le dio más importancia y se preparó para ir a la universidad. Pletórico de alegría, ésta se le fue a caer cuando abrió la puerta del departamento y se encontró a doña Hermenegilda, su casera. Si te voy encargando la renta, mijito, que se me juntaron unos gastos y voy a necesitar que me pagues el mero día. Faltaban dos semanas para el día del pago, pero Bruno asintió y siguió su camino. 

Llegó ya amargado a seguir con los trámites y tras horas de juntar firmas de aquí para allá y llevarlas de un lado a otro con copia para éste y copia para aquella, poco fue de ayuda conocer a Rubén en una de las filas. Están horribles estos trámites, ¿no?, empezó aquél y ya no hubo quién lo parara. Ni tiempo le dio a Bruno de asentir. Sí, yo también llevo aquí atorado meses, pero lo mejor es no pensar mucho en ello, dejarse llevar por el camino que nos pone la vida y ponerle nosotros buena cara, porque si no nada más es un amargarse innecesario en esta vida tan llena de alegrías. Mira, te confieso aquí en la intimidad que ya tenemos, mi mamá se me murió hace unos días, pero pregúntame si me puse triste –claro que no lo dejó preguntar– pues no. Ni a ella ni a mí nos hubiera servido eso. Ella quería que yo fuera muy feliz. Tienes que decretar bonanza, eliminar los pensamientos negativos y verás cómo la vida te escuchará. Bruno se fue a casa despotricando sobre la bonanza y ponerle buena cara a la vida, pensando entre risas burlonas si algo de eso sería verdad. Lo único que quería era dejar de llorar por las tardes y se fue a dormir pensando en eso, en la felicidad que tanto se le había negado, con una mueca de disgusto y melancolía mezclados en el rostro.

Despertó a la mañana siguiente y no pudo ni tallarse la cara porque algo áspero chocó con su mejilla al intentarlo. Las lagañas, cooperando, se quitaron del camino y dejaron ver una forma amaderada, como un tronco, en donde debería estar su dedo. No obstante, Bruno sólo atinó a pensar brevemente quizás sea alguna infección o me contagié de algo, sin darle más importancia porque Hermenegilda llamaba a la puerta y se vistió a las carreras para salir. Mijito, perdón, sólo para recordarte lo de la renta. Dirás que cómo friega esta señora, pero ahorita no me puedo dar el lujo de no cobrar a tiempo las rentas. Bruno asintió mientras por dentro se decía yo siempre pago la renta a tiempo

Abandonado a la molicie, llegó a la universidad para seguir con los trámites. Y una vez más, tras innumerables ires y venires, firmas y esperas, fue a conocer a Olaya. ¿Puedes creer a estos inútiles?, empezó fuerte Olaya, ¿Disculpa?, respondió preguntando Bruno, sintiéndose interpelado, les pagan para hacer su trabajo, ¿no? Pero no hacen nada, suspiró pausada y dramáticamente, In-cre-í-ble. Bruno se rascaba insaciable el dedo acorazado mientras intentaba enfocar los pensamientos en otra dirección, cuando Olaya volvió al ataque. Llevo haciendo esto todo el día y no sé a qué hora voy a terminar. Se supone que mi papá tiene amigos aquí para que esto sea rápido, pero me tratan como a cualquiera, sin ofenderte, no es personal. Me dijeron que en un día quedaba listo, pero no me dijeron que iba a ser todo el día, de haber sabido mandaba a alguien más. Tengo cosas más importantes que hacer, no como otros. Sin ofender, otra vez, disculpa, así me expreso, ¿no te ofendes, verdad? –obviamente no le dio tiempo a responder–. Mi servicio social me lo sacaron más rápido que esto. Una firma aquí, una firma allá y no tuve que trabajar ni una hora. Pero para un méndigo papel no se puede poner de acuerdo nadie. In-cre-í-ble. Bruno se fue a su casa repitiendo en la cabeza esa tonadita “in-cre-í-ble”. La repitió tanto que la palabra dejó de tener sentido y la empezó a tararear como cantando una canción que no recordara. Lo único que Bruno quería era sentirse menos desprendido de la realidad, más tangible, y se fue a dormir pensando en eso, en la materialidad del espíritu, con una sonrisa amarga a medio digerir entre su rostro y su alma. 

Despertó a la mañana siguiente y al levantar el brazo derecho sintió una pesadez desconcertante. Toda la mano parecía barnizada en acabado roble y estaba tan dura que no podía mover ni un dedo. La preocupación le arrebató cualquier atisbo de somnolencia y se volcó al celular para buscar en internet qué tenía. Sin embargo, poco le duró el desasosiego porque Hermenegilda tumbó la puerta a golpes y Bruno salió como cuete para ver qué quería. Muchacho, la renta. Te recuerdo, para que después no me vayas a salir con pretextos, que no te avisé, que no sabías, que se te pasó. Bruno asintió con un gesto descompuesto mientras pensaba ¿cuándo le he salido yo con pretextos?

Habitando un sueño extraño, Bruno llegó a la universidad para seguir con los trámites y para media tarde ya era una pesadilla. En la última fila del día, frente a Bruno estaba Erik, sosteniéndose de pie indolente pese a su aspecto macilento y la ictericia ambarina que irradiaba. Fue su compañero de fila por más de una hora y cada paso para avanzar lo daba como si fuera a desplomarse. Cuando llegó el turno de Erik para entregar sus documentos, que se los extendiera a la secretaria y que cayera tendido en el suelo fue todo uno. Siguiente, dijo la señora y Bruno le extendió sus papeles. Se fue a su casa lanzando al aire insultos que iban a morir en la punta de su lengua. Lo único que Bruno quería era que su voz resonara en el aire como una brisa del mar, y se fue a dormir pensando en eso, en ser llevado por el aire y volar ligero sobre el mundo, con una frágil expresión serena tallada en el rostro. 

Al despertar a la mañana siguiente, en el gesto para quitarse el sueño, se le quedó el brazo pegado a la cama. Desde el hombro hasta la punta de los dedos se extendía como un tronco cortado. Al notarlo, Bruno empezó a sentirse menos humano. Determinado a llamar al doctor, tuvo que salir de su casa para que Hermenegilda le pudiera decir Ni se te vaya a ocurrir no querer pagarme, ¡eh! Nadie viene a mi casa para verme la cara. ¡Me vas a pagar! ¿Oíste?. Bruno asintió, pensando para sí siempre le he pagado y nunca le he debido ni un peso. 

Con un terrible dolor de espalda por el peso que lo hundía a la derecha, llegó a la Universidad para seguir con el trámite, pero al llegar a la primera ventanilla la señora le dijo que hoy no hay servicio, pusimos el letrero desde tempranito, para que no vinieran a perder el tiempo. ¿Y cómo lo iba a ver tempranito si acabo de llegar?, se preguntó Bruno en voz alta. A ver joven no es para que se ponga así. Yo estoy haciendo mi trabajo y no tiene por qué insultarme, ¿se entiende? –por supuesto que no lo dejó responder a la pregunta– Yo me levanto temprano y vengo a trabajar de buena gana, pero viene gente como usted que nos hace la vida imposible a nosotros. Bruno ya no podía más, ¡Por favor! Sólo tengo que dejar un papel; sólo un papel y termino con todo esto; es lo único que le pido. Si usted no anticipa sus trámites no es nuestra culpa, continuó la señora. ¿¡Qué no ve que me estoy muriendo!?, chilló Bruno extendió sobre la ventanilla su brazo endurecido. Fue ahí que Valeria se descompuso y entre gritos enloquecidos bañó de vómito el cristal claro. ¡Largo!, escupió Valeria, Por favor, sólo es un papel, suplicó Bruno. Valeria buscó a tientas algo en el cajón del escritorio y entreviendo por el vómito le gritó ¡Que te largues ya! ¡Sal de aquí!, apuntándole con una pistola y conteniendo las arcadas. Se fue a casa sintiéndose menos humano que nunca. Lo único que Bruno quería era quitarse el asco, y se fue a dormir pensando en eso, en la náusea del mundo, con un disgusto endurecido en las facciones. 

Despertó a la mañana siguiente; para entonces la costra ya bajaba por su costado hasta la pierna, cubriéndola casi toda. Se levantó resignado y, para su sorpresa, Hermenegilda lo dejó tomarse su tiempo. Improvisó unas muletas con una tabla de madera que sacó a golpes de su ropero, aprovechándose de su brazo duro. Con muletas listas y lleno de determinación, salió del departamento para encontrarse a Hermenegilda en la puerta, ondeando un martillo, Te tardaste mucho en salir, ¿no? ¿Creías que ibas a engañarme? Oh, no. No puedes engañarme. Es tu última advertencia. ¿entendiste? Sólo te queda una semana. Si no veo mi dinero para entonces, habrá problemas. No voy a seguir con este jueguito. Hoy le darían su título. Nada cambiaría eso. Así que Bruno siguió de largo, más tarde me preocupo por ella

Llegó a la universidad sólo para irse a rendir. No joven, le dijo Valeria, apenas va a la mitad. Mire, le entrego la siguiente solicitud de documentación que vamos a necesitar. Es sencillo, no se preocupe, prácticamente es lo mismo que ya hizo, sólo un poquito diferente. Se fue a su casa y puso atención en los rostros de la gente, en el movimiento de sus labios al hablar, en sus miradas yendo de aquí a allá, en las sonrisas lanzadas al aire. Lo único que Bruno quería era verse en los ojos de alguien, y se fue a dormir pensando en eso, en el reflejo de la luna en el mar, iluminada por la luz del sol, con un radiante resplandor que cubría todo su rostro. 

Despertó incapaz de andar sin esfuerzos sobrehumanos. Ya no volvió a salir nunca de su casa. El dolor de la costra al cuartearse en todo su cuerpo era insoportable. Las horas que pudo las pasó pegado a la ventana, viendo pasar a la gente y los carros, dejándose llevar por el cantar de las aves, por el susurro de los árboles. La noche la pasó despierto, iluminado con las estrellas enmohecidas, acompañado de un gorrión que no se desprendía de la ventana. De vez en vez daba picotazos suaves que alejaban a Bruno del sueño cuando estaba a punto de quedarse dormido. Sin embargo, cuando ya no pudo más, le nació el impulso de abrir la ventana para dejar entrar al gorrión y se fue a acostar. En medio de la oscuridad se dejó abrazar por la calma y respiró profundo. No pudo sentir al gorrión en su cuerpo acorazado, quien, curioso, se anduvo de arriba a abajo, buscando algún cobijo entre tanta dureza. Finalmente, apunto de quedarse dormido, lo último que Bruno sintió fue el aleteo del pájaro en su frente al alzarse en vuelo, como si le diera su bendición, como si le diera permiso para morir. Lo único que Bruno quería era ser árbol, y se fue a dormir pensando en eso, en sentirse seguro sobre la tierra y bañarse a la luz del sol, con una apacible sonrisa eterna. 

Hermenegilda entró al día siguiente después de tumbar la puerta a martillazos. Se metió hasta el cuarto y en el cuarto se metió a la cama. Una vez ahí, afligida en el alma, se abrazó suavemente a la costra petrificada que se extendía sobre las sábanas, desnivelada de la postura y endurecida de las facciones, de entre las cuales distinguió alguna forma de amor pretérita o la esperanza de un perdón futuro, y se aferró con todas sus fuerzas. 

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