Escrito por: Vivian Saldana Silveira
Fecha de publicación: marzo 2024
La luz me ha alcanzado en esta guarida a la que ingenuamente llamo mía, con su llegada se desvanecen los sueños de un hogar que me abriga y despierta a los demonios de la casa, sus gritos me persiguen arruinando cualquier melodía e incluso mi día entero, si me atrevo a ser honesta.
Crecí en casas de puertas heridas, cada golpe a la madera llevaba los insultos de mi padre, yo nunca supe que se siente ser madera herida, pero nunca tuve ganas de descubrirlo. Suficiente tengo con haber sido enfermera de puertas humanas.
En esta nueva casa sólo hay puertas viejas y un fantasma que murió detrás de una de ellas. Supongo que se cambian unas tragedias por otras cuando te mudas.
La casa no es nueva para mí, pero todos actúan como si lo fuera, pero el polvo y la comida pudriéndose en la cocina son lo bastante nuevos para que parezca diferente.
Mi abuela vivía aquí, y este era mi santuario. Yo despertaba primero y bajaba las escaleras en pantuflas, me miraba en el reflejo del mármol recién trapeado de la noche anterior y después de una visita a la cocina, comía cereal mientras veía la tele.
Mis mejores días los viví en esta casa, ir a misa o bañarse todos los días eran parte de mi felicidad, y si nunca han tenido que convencer a una niña de seis a disfrutar estás actividades, entonces dudo que entiendan la magia que tenía mi abuela.
Nunca le llamé abuela, pero esta aún así era “la casa de la abuela.” Santuario de fines de semana y el lugar mágico donde todo es posible y nadie puede lastimarte (más que en reuniones familiares, pero no hablaré de eso ahora.)
Cada día despierto y desearía poder recuperar ese mítico santuario. Antes este era mi hogar y ahora no soy ni siquiera bienvenida en la cama que me vió crecer, hace meses que mi cereal y leche favorita se acabaron sin que yo probara un bocado de ellos. Ya nada aquí se siente como hogar, solo se ha vuelto otra casa.
Mi templo se ve acechado por buitres e invadido por cucarachas. El techo se cae a pedazos y la madera se pudre con la humedad, la sopa de la semana pasada sigue en la estufa y cada vez que trato de tirarla alguien grita o me recrimina mis intentos por deshacerme de ella. ¿Para qué si mañana habrá una nueva olla para reemplazarla?
Me siento atrapada en esta jaula llena de fantasmas y sueños frustrados, cada día salgo buscando escapar y cada día regreso sin fuerzas. Con el paso del tiempo se vuelve más probable que me una a la legión de fantasmas de esta casa antes de huir de ella para siempre, porque al final del día tengo miedo. A mi me enseñaron que aquí soy hija y allá afuera solo soy otra puerta esperando ser herida, y a mi edad he aprendido a preferir este frío encierro.
Entonces aquí me quedo, dejando crecer mi cabello para escapar de esta torre con escaleras, elevador y señalamientos neón hacia la salida. A veces es más sencillo planear mi salida que abandonar el único hogar que he conocido.
Alguna vez hubo otra casa, una que me alejó de esta, una que me atreví a llamar hogar hasta que se cumplió la maldición de los puños marcados en las puertas, la mía fue la última en sufrir las consecuencias y hubo un tiempo donde creí que eso significaba que yo era la más amada en esa casa.
Aprendí a querer esa casa, a decorar las puertas de todos con estrellas, calcomanías y fotos de artistas. Cuando aún eran las puertas las únicas que sufrían las consecuencias.
Dentro de esas paredes empezaron las peleas, ahí aprendí que canciones esconden mejor el sonido de los gritos, de puño contra piel, del vitral en la entrada rompiéndose y del llanto de los fantasmas al ver que nada podía arreglar el daño ya hecho.
Mi madre huyó de esa casa, yo no pude seguirla a mi viejo santuario que ahora era suyo, yo tuve que quedarme en esa casa llena de sangre por derramar. Mi puerta con un solo golpe a mi nombre me daba la posición de la más querida, de la que no tiene idea de cómo se siente la ira de papá y eso me volvía en la única barrera entre mi querido padre y mis hermanos.
Había cosas buenas en esa casa, los cuartos eran grandes y el mío más que todos, el patio era mi mundo mágico donde todo era posible, afuera había árboles de eucalipto y mi madre nos
llevaba en paseos nocturnos después de que lloviera para olerlos, nunca hacía demasiado calor ni demasiado frío, en la cocina siempre estaba mi colección de té favorita y en Navidad toda la planta baja se iluminaba.
Creo que es por esos momentos de paz que aún sueño que vivo ahí. Despierto en mi vieja cama y veo a través de la ventana para admirar el árbol donde viven todas las aves favoritas de mi madre, debe ser invierno porque la mañana es gris y fría, estoy tranquila porque no hay nada que hacer ese día, puedo quedarme mirando y mirando ese árbol hasta que den las diez de la mañana e incluso entonces no habrá gritos que alteren mi actividad preferida.
Luego me despierto y estoy aquí de nuevo, en otro cuarto que es mío pero sin árbol ni el espacio con el que sueño. Si quiero tener algo cercano a la vista que deseo entonces debo subir al techo, e incluso entonces me siento vacía.
Extraño los días donde tenía un hogar, donde al bajar las escaleras había una abuela que repetía una y otra vez que ella no me entendía a mí y a mis rarezas, nunca necesité que lo hiciera porque a pesar de todo nunca fueron un defecto para ella. Extraño los días donde ser la más querida no era sinónimo de ser la que sufría menos a los ojos de otros.
Ahora estoy en esta casa, lugar dónde habitan algunos y prisión para otros. Hace mucho que incluso los fantasmas dejaron de visitarnos. Cuelgo luces y decoraciones tratando de recuperar algo de aquellas mañanas frías donde la paz reinaba, cuelgo fotos para invocar el espíritu de una infancia perdida, cuelgo sueños en cada ventana para que la luz les dé vida y guardo las alas que usaré para escapar debajo de la cama, esperando el día donde el valor le gane a la nostalgia que guarda esta casa vieja y sus suelos de mármol.
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