Fui su acompañante en la consulta ––en apariencia rutinaria–– que nos pulverizó entre sus muros tras el diagnóstico: El látigo de la metástasis había estallado en lo hondo del insondable misterio encefálico.
Huímos del laberinto dentado del veredicto irrevocable, que (sin palabras) susurró: volverán.
Caminamos tomados del brazo, madre e hijo como un matrimonio prematuramente derrotado.
Cuatro paredes ––asépticas–– mantienen la arquitectura del infinito irreversible.