Escrito por: Rodolfo Ruíz Vázquez
Fecha de publicación: marzo 2024
Este verano no tapamos los cactus. Lo digo en plural porque, aunque no son míos, aunque yo no decidí plantarlos, en las tardes en que Enrico estaba en el bufete y yo regresaba temprano del consultorio, recaía en mí la tarea de amarrar las lonas impermeables a los postes de pevecé. Al sonido de las primeras gotas, salía corriendo a la entrada y, contra mi voluntad, tensaba las lonas con apremio, en parte por cumplir con mi deber tácito, pero sobre todo para no empaparme. A raíz de la pandemia, la consulta bajó, y yo no me esforcé por aumentarla. Me conformaba con dos o tres pacientes al día, con tener un motivo para despertarme temprano, arreglarme y sentirme útil. Y salir, aunque regresara al mediodía.
Lo de los postes y las lonas fue idea de Enrico; una solución práctica al problema que no había previsto al comprar decenas de ejemplares de una especie que aquí, donde llueve mucho, estaba destinada a pudrirse. Tuvieron que pudrirse varios antes de que le cayera el veinte y madurase un método para impedir la putrefacción de los otros. En cuanto a los que están en la sala, protegidos y asoleados por el domo de cristal, él los riega cada domingo.
Tiene varias colecciones, enduradas desde que nos casamos. Cada equis tiempo le da por coleccionar algo distinto. Las más recientes son las de mezcales, cactus e ídolos prehispánicos. No sé de dónde sacó tanta estatuilla, pero obtuvo las suficientes como para llenar una vitrina de dos metros de altura y metro y medio de ancho. Las tiene bajo llave, y si a uno se le antoja admirarlas de noche, hay un interruptor que las ilumina desde dentro, como en las salas del Museo de Antropología e Historia. Cuando Emiliano no estaba mal o creíamos que no lo estaba (vivía en un departamento —con la manutención de su padre— y nos visitaba dos o tres veces al mes), él y yo bromeábamos al respecto. Decía que un día nos iba a caer un funcionario del INAH; yo le contestaba que, de ser así, tanto el funcionario como Enrico se llevarían un chasco luego de que se comprobara que los ídolos eran falsificaciones.
Los ídolos, falsos o no, flanquean la escalera que conduce de la sala a la cocina. Ahí, otra vitrina de cristal aloja botellas y latas de cerveza vacías y únicas, en el sentido de que todas son de diferentes marcas, incluso de diferentes países. Esta colección, iniciada al poco de que nos casáramos, es quizá la que más tiempo lo divirtió, no sólo por ese placer común a los coleccionistas de hallar lo inimaginable, sino por el orgullo nostálgico relacionado con los momentos irrepetibles en que las bebió: no es un pepenador ni un alcohólico, pero no habría conservado una carcasa cuyo contenido no hubiese pasado por su estómago. Creo que, si hubiera más espacio, seguiría acumulando latas y botellas de cerveza vacías y únicas.
Volviendo a la sala, junto a los cactus amparados por el domo, un estante que hace esquina con la pared albergaba, hasta hace unos meses, los mezcales. A inicios de año, antes de que dieran de alta a Emiliano, le pedí a Enrico que los tirara; me hizo caso a medias, alquilando una bodega no sé dónde. Resultó que no había tal alquiler y que la bodega era la nuestra, la que está en el jardín, donde, entre instrumentos de jardinería, fertilizante y botes de pintura, Enrico guarda los adornos navideños. En los días en que estuvo con nosotros antes del segundo internamiento, Emiliano se bebió una botella entera. Enrico le puso candado, y entre los dos contuvimos a Emiliano hasta donde se pudo, creyendo que se le pasaría y decididos a no volver a internarlo. La noche en que se puso agresivo y a romper cosas, se bebió un perfume, se embuchó medio pomo de gel antibacterial y le dio un trago, más histriónico que autodestructivo, a un alcohol del noventa y seis. Y un segundo internamiento.
Me enojé con Enrico, le recriminé su negligencia, y él se excusó con un argumento muy válido: ¿cómo se las hubiera apañado con un pendiente más, siendo que había invertido mucho tiempo y dinero, cantidad de idas y venidas al monte de piedad, innumerables firmas y liberación de cartas poder a fin de desempeñar los instrumentos de Emiliano? ¿O había desatendido los cactus adrede? Admití sus razones, le dije que lo pasado, pasado, y que se deshiciera de esas porquerías. Ahora sí alquiló de veras una bodega y se llevó los mezcales.
Hacía mucho que no entraba a la nuestra. Con tanta humedad y polvo, apenas pude respirar. Las cajas y cajas llenas de esferas, de manteles, de monitos de santaclós y del reno con nariz de borracho, de moños y villas de juguete y no sé cuánto mugrero, son otra de las colecciones de mi esposo. Cada año, a finales de noviembre, va y viene de la bodega a la sala, dispone las cajas en el suelo y decora el hogar. Este año va a ser difícil, considerando la situación y que el más viejo de los perros sufrió una lesión medular; ya no puede subir escaleras y está durmiendo en la sala. Como el inválido y los otros dos empezaron a usar el comedor contiguo de letrina, bloqueamos con sillones el acceso. En el lejano caso de que el ritual navideño tenga lugar, será a medias.
Al aspirar el moho concentrado, recordé cómo olerá (es cuestión de tiempo) nuestro clóset, que en realidad es de mi esposo. El liquen desea cubrir los trajes que conserva desde que éramos novios y que desde que nació Emiliano le quedan chicos, las corbatas que, cumpleaños tras cumpleaños, le regalé y le regalaron y que, un buen día, dejó de usar porque sí, al igual que porque sí ha amasado cactus, ídolos, mezcales. Confieso una debilidad por los vestidos y los zapatos; lo poco que ganaba lo invertí en renovar mi guardarropa. Debí haber ahorrado, pero ni modo. Qué bueno que mi porción de clóset se reduzca a una esquina soslayada por el guardarropa de Enrico: de otra manera, el mío se habría vuelto una colección, y ¿con qué cara juzgaría una acumuladora compulsiva al acumulador compulsivo por antonomasia? Dicho esto, a diferencia de mi esposo, que se aferra a trapos vintage incompatibles con su gordura, yo regalaba lo que ya no usaba: así, de cierta forma, me renovaba y contemporizaba con mi porción mínima de clóset.
Emiliano, lo debo reconocer, también está poseído por la manía del coleccionista. Su coleccionismo es específico, y hasta principios de año yo no consideraba que los instrumentos musicales que Enrico le compró desde la adolescencia, que Emiliano empeñó para conseguir drogas y alcohol y que mi esposo rescató del monte de piedad, fueran objetos coleccionables, sino las herramientas de un músico. Ahora se me presentan como un decorado más de una casa hiperdecorada y sin vida. Están por todas partes, dispersos como las ideas de mi hijo.
Un día, barriendo la biblioteca, me detuve frente a la guitarra. Hincada en el parqué, reclinada contra el muro, forrada en plástico-burbuja, de ése para proteger mercancías; parecía una momia. Tiene un par de cuerdas rotas; el resto, desafinadas. Yo, sin ser música, sólo la tocaba los lunes, y no por gusto, la verdad: es que aún no sabía cómo barrer el hueco que se forma entre la caja y el zócalo sin que al levantarla se verificase ese contacto. Imagino que al interior de la caja misma hay depositada una buena cantidad de pelusa, y que, si Emiliano fuera guitarrista clásico, la vibración de los tañidos, invocando a aquella fuera del agujero, suscitaría más toses de las que suelen tener lugar, ya de por sí, en las salas de concierto. Emiliano, de niño, era capaz de extraer petróleo del instrumento más rascuache. Ahora estaba en otro lado, y nadie había desvestido los instrumentos desde que Enrico los desempeñara. No sé por qué me entraron ganas de probar mi poca pericia, mi oído de artillero, o acaso la calidad de la guitarra. La desvestí, me senté, rasgué… y al quinto o sexto rezongo, compadecí a la madera.
Al devolver la guitarra a su sitio, me confrontó un Emiliano alegre, congelado, en impresión mate, a la edad de diez, contento con las maracas que le trajo santaclós. A Enrico siempre le gustó la fotografía. Sospecho que su afición fotográfica tiene más que ver con otra de sus colecciones, la de marcos. La casa está repleta de fotos enmarcadas: retratos individuales, retratos de tripié y segundero (Enrico ha de conocer el término exacto) donde salimos los tres abrazados, festejando, sonrientes: una multiplicación iconográfica de la familia perfecta, la evidencia visual de la armonía de la casa, un archivo de radiografías sanas al interior del cuerpo, en apariencia sano, en que vivimos. Pensé en las manos habilidosas de un niño que no había madurado y que ya no sabe ni lavar un traste. Lloré y lo compadecí. Sentí culpa, lloré un rato más y, tras el desahogo, hice arrestos y determiné darle una última oportunidad siendo firme.
Preparé, en una madrugada inspirada, un plan de actividades para Emiliano, una suerte de rutina de preescolar: sacar a pasear a los perros, que él compró y luego nos endilgó, recoger las cacas, leer un cuento al día, tocar música a diario, uso restringido del celular, todo con horarios establecidos. Enrico fue a recoger a Emiliano; al llegar, le presenté mi proyecto salvífico. Emiliano me mandó a la chingada, su papá siguió complaciéndolo y dándole libertades. Estuve dos días postrada, con fiebre y cuerpo cortado. Me recuperé y persistí en mi papel de institutriz. No pasó ni una semana, y Emiliano se emborrachó. Mientras dormía la mona, le dije a Enrico que debíamos ser tajantes. Hablé y hablé sobre la importancia de los límites, sobre la urgencia de que un cuarentón dejara de comportarse como un niño y se pusiera a trabajar en vez de ir a terapias y drogarse de verborrea, en vez declararse un enfermo desvalido y usar la coartada de que está en proceso de rehabilitación. Ya estamos viejos, le dije; mi esposo me dio la razón en todo. Minutos después le hablaron de la clínica y le dijeron que, pasadas cuarenta y ocho horas, Emiliano debía ir a terapia. Mi esposo accedió. Me enojé, pero no tanto. En otras ocasiones hubiera gritado y llorado. Es más, sentí alivio. De aquí en adelante, le dije, yo daría un paso al costado para que él tomara las riendas.
Enrico confía en la clínica, confía en quien tantas veces nos ha manipulado y decepcionado. Yo sé que la casa tiene metástasis. Emiliano volverá a consumir, pero ya no me importa. Ignoro dónde está: si echando la hueva, emborrachándose, drogándose, lavándose el cerebro en terapia, robando. Da igual. No le deseo la muerte, como tampoco lamentaría que la muerte cortara su dolor (que ya no es mío). Ya ubiqué un departamento y una compañía de fletes; al fin son pocas cosas las que me llevaré, las propiamente mías. Sólo falta que se concrete la mancuerna laboral con un colega. No me ha respondido, supongo que está muy ocupado, y si no es él, otras puertas se abrirán; a mis casi setentas, esperar es lo de menos. Me siento más ligera en este museo de alegrías truncas, me muevo indiferente entre la memorabilia olvidadera, la chatarra sentimental, como si la observara desde fuera. Me gusta que la guitarra esté ahí, asomada por la esquina del librero, ofreciendo las armonías silentes, únicas en su clase, con que los objetos inútiles deleitan la vista desengañada.
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