La herejía del historiador

Por: Mariana Vega Rodríguez

Ilustrado por: Ameyali Buendia

¿Cómo escapar de las fantasmagorías mesoamericanas que sepultan los restos de un escenario cultural? ¿Cómo integrar al pasado sin aludir a un recuerdo utilitario, simbólico o bajo un hechizo colonialista? ¿Cómo hablar de lo mesoamericano sin aludir al entramado político que busca amalgamarse a través de un enorme cajón de antigüedades? Desde el historicismo científico, el sistema del arte se ha propuesto como una de las mejores empresas funerarias. Por un lado, los ejercicios museísticos como instrumentos que ejercen poder sobre la memoria colectiva, reconocen el síntoma de lo mesoamericano como la combinación de elementos que reducen la mirada en tres grandes sueños de la mexicanidad: el primero, un pasado celestial similar a un encantamiento de la realidad; el segundo, el eterno y único retorno para entender aquello que sucedió; y tercero, un montón de cadáveres sígnicos que hacen del museo un enorme cementerio del pasado mesoamericano. Por otro lado, el historiador, como el perfecto embalsamador, recurre a todas aquellas herramientas que fanatizan el pasado idílico: una obsesión por categorizar, etiquetar, sintetizar y nombrar como si se tratara de un ciego fanatismo por el objeto cultural. Desesperado por probar la veracidad de su discurso, el historiador recurre a todos aquellos objetos del pasado que funcionan para hacer del arte su panteón ideal: registros de la época, herramientas arqueológicas y otros cuantos objetos son transformados en una liturgia que propone al pasado como un ente irrebatible. Así, después de su sepultura, el historiador limpia sus manos, cierra la fosa y coloca una inscripción en donde se alcanza a leer: “Aquí descansan los vacíos históricos”.

            Entre pinturas al óleo, relieves y tallas en madera que juegan con la idea de lo mesoamericano, la exposición Tierra y Agua del artista Germán Venegas presenta 26 piezas que recuperan una lógica por entender al pasado con las categorías, en medio de unas cuantas telarañas, historicistas. Con ideas como lo sublime, la búsqueda de una belleza convulsa, una pulcritud minimalista además de un arte seductor y horrorizado son todas parte del texto curatorial que enfatiza la propaganda cientificista del fenómeno artístico. Al entrar en la sala, tallas en madera de grandes dimensiones son desplazadas por las paredes y es el espectador quien se enfrenta al entramado sígnico de la narración mesoamericana que ha caracterizado a las grandes instituciones por trazarse bajo el nombre de identidad cultural. En la siguiente sala, óleos de medianas dimensiones, caracterizados por plastas pictóricas y expuestas como Coatlicues, se proponen en el catálogo del artista como una alegoría a la Virgen de Guadalupe, en razón de la memoria colectiva y ante un excesivo uso del “nosotros”.

Al encuentro de los créditos curatoriales, la última sala de la exposición presenta tallas en madera de la serie Tlalocan: un pastiche de íconos mesoamericanos recreados en forma de basamentos piramidales. Como si se tratara de un simbolismo inmediato, una asociación de significados sin necesidad de explicación y un aparente código compartido, el cajón historicista etiquetado bajo el nombre de “arte mesoamericano” parece ser ese espacio en donde la búsqueda por la mexicanidad no tiene cabida en ningún otro lugar: la manera idónea en la que el Estado reprime el pluralismo cultural. Para evitar su inevitable condición de riesgo y el terror por desdibujar las jerarquías que las instituciones, galerías y museos han propuesto en forma de nacionalismo mexicano, el discurso por la identidad garantiza ser, por excelencia, una herramienta de control por la visibilidad. Así, resulta limitante la continua propaganda por una identidad única e incuestionable. ¿Hasta qué punto el discurso por lo mesoamericano como periodo de ensoñación romántica funciona para hablar del presente? ¿Cuál es la intención por sacralizar el pasado?

Finalmente, los signos utilizados en la exposición se han disfrazado de un cadáver de dos cabezas: por un lado, el estrecho y rígido sentido historicista de las piezas mostradas y por el otro, el carácter anti-cúltico de los objetos. Si bien es cierto que Germán Venegas aparentemente no hace mofa de algún sentido semi-sagrado de la posmodernidad, es posible reconocerlo como una causalidad por el retorno a la mitificación de los objetos. Así como en la actualidad los objetos hipercapitalistas operan desde su manto sagrado, en donde el vacío por el sentido propone una mera adoración a la artificialidad, el pensamiento occidental no termina por escapar del lugar fetichista por el pasado. No hay error en regresar al pasado, cuestionarlo, rearticularlo y manipularlo, al contrario, sería reduccionista seguir pensando al pasado como una simple conjugación de verbos, un rito funerario y una sepultura de aquello que también sucedió. Es la herejía del historiador lo único que podrá sacudir su permanente crisis ante el tiempo.

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