Escrito por: Reyes Basoalto
Ilustrado por: Edna Delia Maldonado Peña
El sinsentido de la vida es abrumador. De repente, de un instante al otro, todo se oscurece, todo produce tristeza, sé que existo, pero ¿quién soy? La mayor parte del tiempo pienso en ello, me desconsuela saber que no hay un motivo, una razón para que mi existencia valga. A veces pienso que, si ya no despertara después de ir a dormir un día cualquiera, sería libre, al fin, de esta condena sisifesca.
Subo mi roca una y otra vez a la colina; la existencia me ha condenado. Camus tenía razón, todo es un sinsentido perpetuo. ¿Soy Sísifo? Busco respuestas en todos lados: libros, películas, pintura, música. También me hundo en las ideas de los filósofos, quizá ellos tengan algo qué decir. Cuando no hallo respuestas en el arte y la filosofía, intento instrumentalizar mi razón para aligerar la carga del absurdo. Pese a todo, cuando mi cuerpo está a punto de sintonizarse con el movimiento mecánico de un mundo racionalizante, mi alma me recuerda que no sé quién soy, ni qué hago aquí. Sufro una vez más el demonio meridiano me posee.
¿Si no sé quién soy, conozco al menos algo sobre mí? Sí, que siento. Es una terrible magnificencia sentir demasiado; la mayor parte del tiempo experimento pesar y desolación: dolor, a fin de cuentas. Han calado tanto en mí estos lúgubres sentimientos que he desarrollado un lenguaje a partir de ellos; lenguaje anímico que me permite penetrar lo corpóreo para sentir el dolor ajeno. Un sentir que se transforma, necesariamente, en apropiación; me apropio en casi todo momento: caminando, viajando en transporte público, conversando, viendo, pero, sobre todo, escuchando.
Durante la mayor parte de mi vida, poco más de una veintena de años, a mis escasos veinticuatro, existí así. A los veintiuno conocí el amor de pareja; un giro radical en mi acontecer por el mundo. La bella sonrisa de una hermosa persona transformó mi mundo. Nunca pensé que pudiera olvidar aquel lenguaje que había construido y me relacionaba con el mundo, sin embargo, lo olvidé (¿o sólo lo enterré?). La “felicidad” inundó mi ser. ¿Quién era yo? ¿Era alguien nuevo? Aún no lo sabía, pero me extasiaba. Me olvidé de todo, puse mi vida en aquella persona. Al fin podía preocuparme por las cuestiones más intrascendentes: tener un espacio para vivir juntos, darnos viajes, escapadas de fin de semana, comidas en restaurantes.
El mundo ya no era el mismo. Cambió; se iluminó.
Cuando aquel amor se fue, experimenté la asedia y la melancolía más profundas. Bailé un sensual y acalorado vals con la muerte: Dios nunca muere. Después de un largo camino, en el que los días se confundían con los meses, y las semanas con los años, la existencia no había cambiado mucho. Pero mientras esté aquí, procuraré disminuir el dolor que habita en el mundo. Tomé las herramientas más útiles que encontré en mi andar: reaprendí a hablar el lenguaje del dolor; tomé las partes buenas del goce; me di el tiempo de meditar sobre mi existencia.
¿Ahora tiene sentido la vida? No, jamás lo tendrá. Todo es jodidamente absurdo. Pero la vida es lo único que tenemos. ¿Qué hay después de ella? Muy probablemente nada, nadie puede asegurar que haya algo después de la muerte. ¿Es trascendente nuestro paso por el mundo? No, somos insignificantes para el cosmos. Todas las metas teleológicas que se han planteado los teóricos de la historia presuponen que hay un fin para la humanidad, pero ¿no son estos pensamientos un intento por reprimir el desasosiego del sinsentido?
Retomemos una de las certezas que tenemos: la vida es un sinsentido, pero es lo único que tenemos;partiendo de esto, ¿porqué hacer de ella un dolor perpetuo? ¿No nos damos cuenta de que hay gente sufriendo? ¿No somos capaces de sentir el dolor de los marginados, de los explotados, de los sometidos, del prójimo?
Mi depresión sesga lo que percibo y comprendo del mundo;contrario a la mala fama que se le da, creo que es una cualidad que bien enfocada me permite relacionarme con otros a partir del dolor. Ella puede llevarme a la perdición, al sufrimiento vitalicio, a la incomprensión de un mundo plagado de individualidades y egocentrismos, pero también puede darme una conexión con el mundo a partir del dolor para reducirlo, para saber que la única certeza que puedo tener es que el dolor no es justificable; para querer intentar romper la lógica del dolor con la que se ha racionalizado al mundo durante siglos. Es desgastante, nada agota más que relacionarte con el mundo a partir de este sentimiento tan oscuro. Pero entendí dos cosas que llevo como axiomas de mi actuar: primero, que la vida de cada individuo es importante porque es lo único que todos tenemos, y segundo, que reducir el dolor tiene valor en sí mismo.
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