Escrito por: Rodrigo Munguía Rodríguez
Ilustrado por: Angel Vertiz
No sé cuánto tiempo llevo encerrado aquí. Para mí, el día y la noche se han vuelto cuestiones incalculables. A veces siento que han sido sólo unas cuantas jornadas, y en otras ocasiones me parece que llevo aquí toda la vida «¡lobo, lobo, lobo!». Si cierro las cortinas de mi cuarto, podrían pasar cinco horas o cinco días; para mí, ya toda temporalidad es indiferente.
Los hombres y las mujeres de blanco me visitan regularmente. A veces vienen y me hacen preguntas, que no sé cómo contestar y me piden que diga lo primero que venga a mi cabeza «el presidente Schreber tiene los rayos del cielo en el culo». Hacen apuntes; nunca me dejan verlos. Otros días llegan y me inyectan pequeños duendecillos a través de mis venas. Esos seres drenan mi energía y no puedo levantarme, en ocasiones por horas.
Las noches y las madrugadas suelen ser terribles; mi cama no deja de recitar a Sófocles, y cuando hace mucho frío, las cortinas lloran como pequeños niños sin cesar «has visto muertes terribles, y muchos infortunios por primera vez sufridos. Y nada de esto hay que no sea Zeus». Dicen que hay algo mal con mi cerebro, algo sobre “descargas eléctricas inusuales en el lóbulo frontal”, me lo explican varias veces al día, pero, para mí, se tratan de subterfugios inventados para nunca jamás salir de aquí. Saben que conozco La Verdad, saben que mi presencia en el mundo exterior podría terminar con la civilización como la conocemos. Fue como en ese septiembre, cuando desperté y supe que la tierra no aguantaría más; no dije nada, y entonces toda la ciudad sucumbió ante la catástrofe. Me arrepiento de no haber dicho nada, sabiendo que pude evitar todo ese dolor.
De manera periódica me dan pastillas: rosas, blancas, azules y amarillas. Otros días, entran con pequeñas cubetas, como bacinicas, y me untan los brazos con un líquido frío y turbio; dicen que es para curar mis heridas, pero creo que lo hacen para que los demonios no puedan tomar control sobre mis extremidades; en consecuencia, que no pueda atacarlos «¡jódeme, jódeme, jódeme!». No es que yo crea en demonios, sé que ellos son producto de la mente humana, pero al parecer aquí todos les rinden culto como si fueran reales, y es por eso que me tienen miedo, porque consideran que yo soy uno más de ellos «sálvame, tú, ojo ardiente de tres lóbulos». Cuando los árboles enferman y se ponen cafés, una enorme tristeza inunda mi ser.
Se me tiene permitido fumar, y eso es lo único que me ha mantenido tranquilo. Una anciana que dice ser mi madre me deja cajetillas de cigarros de vez en cuando; le agradezco cuando lo hace, pero intento no verla mucho a los ojos. A esa desconocida le gusta pasar tiempo conmigo: en ocasiones se queda tardes enteras aquí y me habla de una vida que yo no entiendo, pero en la que ella insiste que yo estuve alguna vez: perros, casas, trabajos, amigos, mujeres, cuchillos, vómitos, sillas, universidades, parricidio, lápices, cuadernos, hijos, camiones, computadoras, albercas, teléfonos, funerales, baños, incesto, relojes, fuego, cocinas, gatos, Denver y Quintana Roo «un duelo por la pérdida del padre se transmudará en melancolía tanto más fácilmente cuanto más haya estado el vínculo con él bajo el signo de la ambivalencia». ¿En qué estaba? Ah, sí, fumar, fumar, fumar. En un tratado del siglo XIX leí que la nicotina detiene la formación de coágulos en la sangre, es obvio, por lo tanto, que ella me ayuda a que esos duendecillos que me son inyectados mueran una vez que están en mis venas; por eso, y por el placer que me ocasiona, es que no puedo dejar de fumar. Lo saben, lo saben bien, por eso es que hay horarios y lugares específicos en los que se puede fumar.
Afuera, la mescalina y la psilocibina me ayudaban. Podía comprender con claridad cómo funcionaba mi alma y el mundo, pero ahora, las enormes marcas que se han quedado a lo largo de todo mi cuello son consecuencia de estas sustancias, o por lo menos, de nueva cuenta, eso es lo que ellos dicen. Ellos, ellos, ellos, ¿y dónde estoy yo? ¿ubi ego sum?
Intento salir de mi habitación lo menos posible, ya que en los enormes pasillos que me conducen al patio suelen aparecerse espectros terribles. A veces, por las noches, los escucho tocar fuertemente a mi puerta: ¡TOC, TOC, TOC! Las primeras noches me invadía un terror incomunicable, pero ahora logré aprender que, si esos tremendos toquidos son ignorados, los espectros no insisten más de un par de horas «escuchen a los hijos de la noche, ¡qué música hacen!» . Pero cuando salgo de mi cuarto, ahí sí que puedo verlos. Usualmente se materializan como si fueran esqueletos andantes, y por más que intento ignorarlos, su estampa me llena de un horror impronunciable. Nicotina, duoloxetina, dietilamida de ácido lisérgico, ácido fólico, metronidazol, etanol, tetrahidrocannabinol, mirtazapina, lamotrigina, benzodiazepinas, sertralina.
Me han insertado un pequeño objeto en mi nariz que me ha llegado hasta el cerebro; buscan licuarme mi masa encefálica «¡laisse moi, laisse moi!» Dicen que hay un virus que mata personas, y que con ese objeto me harán pruebas para que el virus no entre en mí o en los que me rodean.
Hay un joven que vive en la habitación del lado; le han conectado a sus venas una lagartija gigante que le escupe saliva a su torrente sanguíneo. Él no habla, él no piensa, él no come, él no camina, todo lo que hace ahora depende del reptil que lo acompaña todo el día, a todos lados. Antes de entrar aquí, estuve en otro lugar que era todo color blanco, y también tuve una de esas lagartijas conectada a mi brazo. Allí, me metieron un artefacto por mi nariz que me impedía hablar o respirar, y un líquido helado y espeso era introducido en mi garganta hasta llegar a mi estómago. Después de algunas horas de ser llenado, vomité varios litros de color negro que tenían sabor a la punta de un lápiz.
No sé si algún día saldré de aquí, mientras tanto, sigo dibujando las sefirot por todo mi cuerpo; duele, pero eso me mantiene a salvo. Todas las mañanas me despierto y repito, una y otra vez: «vanidad de vanidades, todo es vanidad». Seguiré con ello hasta que los hombres y las mujeres de blanco me dejen salir de aquí. Aun cuando logre retomar mi vida en el exterior, me aterroriza pensar que nunca podré salir de mí mismo.
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