Escrito por: Alex Balgar
Ilustración por: Cassandra Catalina
En las noticias no han anunciado que tres estudiantes han desaparecido en el Bosque de los Árboles de Navidad porque el mundo está demasiado ocupado encerrándose en su casa. Creo que si hubiéramos hecho lo mismo no tendría por qué contar esto. Estaría quizás contando la historia de cómo nos divertimos en Amecameca o de cómo hicimos estupideces mientras acampábamos en el bosque.
Hace una semana Raúl, Mónica, María y yo decidimos celebrar el fin muy paulatino de la cuarentena. Raúl se ofreció a llevarnos al bosque donde vivimos la mejor excursión de la preparatoria. Desde el momento que me enteré, empecé a preparar mi mochila con todo lo necesario y un poco más. Tan sólo pensar en volver ahí me hacía temblar el pecho y esbozar una sonrisa mensa en mi cara. Los otros se alistaron el mismo día de la expedición, preparándose unos sándwiches para el camino y comprando más comida para la noche. Les dije adiós a mis padres y quiero pensar que mis amigos hicieron lo mismo.
María se encargó de la música, Mónica de las direcciones, Raúl del volante y yo de callarme un rato y no hablar sobre árboles. Fue un viaje rápido con una recepción vacía. Éramos las únicas personas que habían tomado semejante decisión de salir tan pronto a algo tan relajante. Al entrar al bosque me dediqué a perderme en el aroma viejo pero acogedor de la naturaleza y me alegró ver a los demás unirse a mí en ese momento. Contemplamos la inmensidad del verde que se extendía a nuestro alrededor, pusimos música y bailamos, compartimos unas cervezas y dos pizzas hawaianas. Eran las cinco de la tarde cuando una neblina muy espesa empezó a cubrir cada rincón, dejándonos un panorama tanto hermoso como tenebroso. María fue la primera en sentir escalofríos y desear volver a Cuernavaca, pero el resto estaba fascinado con la vista. No podíamos ver ni a diez metros más allá de nosotros. A la distancia escuchamos una bocina reproducir un sonido de alerta, pero nada estaba pasando. No había temblor ni incendio y se apagó casi de inmediato. Decidimos quedarnos acampando en una pequeña zona con mesas, poniendo nuestras tiendas de campaña en extremos distintos cercanos a estas. Eran como las siete de la tarde cuando hicimos eso, bromeando entre nosotros sobre la falta de visión y el frío que comenzábamos a sentir. En algún momento Raúl decidió irse un poco lejos a hacer del baño en un arbolito. Pronto escuchamos unos golpeteos fuertes, huecos y algo distantes que atribuimos a los sonidos naturales del bosque. Yo pensé que era un sonido similar al de un árbol cayéndose. Ni había pasado un minuto cuando él regresó asustado y jadeando, apenas pudiendo pronunciar una palabra y con algunos raspones en los brazos. N-nno mames, no mames… Acabo…de ver… un árbol moverse…
Le preguntamos si no habría sido el viento, una rama volando o si la neblina le habrá causado pánico. Él negó todas aquellas explicaciones y reafirmó su explicación: vio un árbol moverse. Logramos que se sentara y que tratara de relajarse. María se puso a su lado apapachándolo y diciéndole que no había pasado nada, que todo estaba bien. Nos quedamos en silencio varios minutos sin volver a escuchar otro sonido. Raúl se calmó y nos agradeció, Mónica le preguntó si quería volver de una vez a Cuerna, pero él dijo que estaba bien. Me hubiera gustado saber que irnos de ahí en ese momento hubiera sido la opción más sensata… Ninguno de nosotros decidió irse tan lejos para ir al baño, simplemente les pedíamos a los demás que se voltearan mientras lo hacíamos detrás del árbol más cercano.
La neblina continuó por muchas horas; eran casi las once y seguía rodeándonos de manera casi acogedora, casi opresora. Oye Ale, ¿tienes señal?, me preguntó Mónica mostrándome su pantalla y la falta total de recepción. Revisé el mío y era lo mismo, sin señal, sin internet. Si no puedo enviarles un mensaje a mis papás se van a enojar y no me van a dejar salir otra vez. Le dije que no se preocupara, que mañana mismo volveríamos temprano. Le pregunté a María y Raúl pero tampoco tenían señal a pesar de haber subido estados a sus redes sobre nuestro pequeño viaje. A pesar de la constante densidad de la neblina, todavía podía ver la luz de la luna penetrar el bosque tenuemente. Esa luz plateada y la de nuestra propia fogata me daban cierta paz, una sensación de pertenecer y querer quedarme para siempre en ese bosque, en esa noche. Sentía al sueño adueñarse de mí. Luego sentí como alguien puso una cobija a mi alrededor y me cargó hasta mi tienda. Casi podría jurar que sentí a Mónica dándome un beso veloz en la mejilla. Pero nunca sabré si lo sentí o sólo lo soñé. Cada vez que recuerdo este momento, lamento tener el sueño tan pesado y no haberme despertado antes, mucho antes.
Un sonido fuertísimo me despertó a mí y a Mónica. Era exactamente el mismo ruido de la alerta sísmica, pero distorsionado y claramente algo lejano que se detuvo abruptamente. La tienda de campaña de Raúl y María estaba abierta y abandonada, el fuego de la fogata apagado y la neblina menos espesa. Ambas nos quedamos quietas, atentas a cualquier otro sonido. Los grillos, un poco de viento, las hojas de los árboles cayendo. Todo se escuchaba claramente. Hay que buscarlos… y regresarnos de una vez. Sabía que esto era una mala idea… Tomamos unas linternas de mi mochila y buscamos alrededor, sin separarnos mucho una de la otra. No había pisadas ni basura que indicara su paradero, nada. Los teléfonos seguían siendo inútiles y poco a poco nos fuimos alejando de nuestro campamento, dirigiéndonos hacia la fuente del sonido de la alarma. Mónica intentó llamarlos por sus nombres pero de inmediato la callé, tenía un fuertísimo y paranoico sentimiento de que algo o alguien más podría escucharnos…
Ya caminamos diez minutos, hay que regresarnos Ale. No podía decir que no tenía ganas de regresar; al estar entrando cada vez más al bosque la luz del cielo se hacía menos visible por las numerosas ramas, el camino menos claro y todo lo que se alcanzaba a apreciar eran más árboles, más silencio. Un fuerte zumbido rompió los bajos sonidos y nos aturdió, seguido de un grito quebrantante proveniente del campamento. Llegamos y las mesas estaban rotas y nuestras tiendas destruidas pero sin ningún rastro de Raúl o María. Vi en el suelo el celular de la última, roto y con la cámara encendida. Ven Mónica…mira. Era apenas visible por la mica rota pero la última foto que tomó era de algo altísimo, parecía una antena para mí, Mónica dijo que un árbol pero ambas coincidimos en que no debía ser real. Yo le dije y le rogué que debíamos irnos de inmediato, que por más que amaramos a nuestros amigos debíamos pensar en lo peor y largarnos ya.
¿Por qué debiste ser valiente en el peor momento posible, Mónica? Te pudiste haber salvado, pudiste haber tomado las llaves y corrido hacia el carro conmigo. Pero te armaste de valor, tomaste la linterna de nuevo y llamaste sus nombres a todo pulmón.
Todavía me cuesta trabajo ponerle orden y sentido a lo que pasó a continuación; parece una fantasía tan realista, tan horrorosa que al comprobar que ustedes, mis amigos, ya no están, se derrumba la ficción en mi cabeza y recuerdo que esto sí pasó.
Los gritos de Mónica fueron respondidos de inmediato con el de una sirena descompuesta y aterradora. Segundos más tarde escuchamos los gritos de nuestros amigos, llamándonos hacia el bosque. Mi amiga corrió tras ellos, sin pensarlo, y yo, por cobarde, ya estaba descendiendo por el camino que llevaba al carro a toda velocidad. Ya no me importaba la belleza ni el aroma ni nada de esas cosas que amaba de ese lugar, no quería voltear atrás. Pero quizá por amor o por locura, me detuve de repente y regresé corriendo hacia Mónica, ya en su camino hacia las voces espantadas. Ella iba mucho más adelante pero podía escuchar el sonido de sus tenis chocando duro contra las ramas y hojas en el suelo. Si no me hubiera acobardado creo que hubiera podido alcanzarla a tiempo. De improviso se detuvieron los gritos y las pisadas y se hizo un silencio absoluto en esa noche. La neblina todavía dificultaba la visión, pero aquel claro estaba casi vacío, sólo Mónica y un bulto lejano en medio de él tomaban espacio. Ella se acercó hacia el bulto y soltó un suspiro, seguido de un chillido como ningún otro. Eso fue lo último que salió de su boca, porque de un segundo a otro, de algún árbol que rodeaba al claro salió una figura enorme con cuerpo oscuro, una cabeza que parecía dividirse en dos y salir de su cuello como bocinas de un poste y de piernas y brazos larguísimos abalanzándose sobre Mónica. Sus meros pasos causaban sonidos huecos y fuertes, exactamente como aquellos que escuché cuando Raúl regresó asustado. Y fue en ese instante que me di cuenta de qué cosa había visto él y qué cosa había estado produciendo los extraños sonidos. No alcancé a ver qué pasó con Mónica porque la criatura me daba su espalda. No podía moverme, no podía hacer el menor ruido. No podía hacer absolutamente nada porque mi cuerpo no lo permitía. Lo recuerdo claro como si fuera una fotografía: la criatura se enderezó y era tan más alta que los árboles próximos que por lo menos medían diez metros, su cabeza no era realmente eso sino dos protuberancias extrañas que tenían dientes como de humano. Pero fue el sonido, el sonido que emitió lo que me sacó de ese trance de horror: el mismo grito de Mónica.
Tenía la atención de la maldita cosa, dirigiéndose de inmediato a mí dando pasos largos y rápidos. Mi cuerpo reaccionó por su cuenta y comencé a correr sin parar, sin voltear y sin procesar nada. Podía escuchar su sonido de sirena aproximarse con el temblor cada vez más fuerte de sus pisadas y la enorme sombra que proyectaba. Corrí más y más, con sólo una dirección precisa a seguir. Estaba ya a punto de llegar al vehículo y el maldito seguía detrás de mí a toda velocidad. Saqué las llaves de mi bolsillo, abrí la puerta y ya tenía medio pie en el pedal cuando me alcanzó y abatió fuertemente contra el carro. Con su mano enorme me tomó y presionó con fuerza, rompiendo algunos huesos. No hubo repetición de toda mi vida frente a mis ojos o alguna revelación: sólo me acercó a sus protuberancias asquerosas que seguían emitiendo ese sonido ensordecedor. Fue en ese instante que me di cuenta que dentro de sus “bocas” se encontraban sus ojos. Todavía tenía la linterna en la mano y la apunté directamente a ellos. La criatura me soltó y la caída rompió parte de mi pierna derecha. Con toda la fuerza que todavía me sobraba tambaleé hacia el carro y conduje como loca, saliendo del bosque y casi ahogándome en mi propia respiración cortada.
Hoy sigo en el hospital, adolorida pero viva. Los padres de mis amigos siguen preocupados y sin explicación. La mía no los convence ni a ellos, ni a los míos ni a nadie que me pregunta. No he dormido mucho porque siempre suenan las sirenas de las ambulancias a toda hora y regreso a aquel momento; aquel instante de asombro y horror que no se puede borrar de mi mente. Y me da miedo más cada día, porque sigo escuchando que una sirena distorsionada se acerca más y más cada noche.
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