El origen de la escritura

Escrito por: Alberto Báez Munguía

Ilustración por: Cassandra Catalina

I.

Caminó sobre Hidalgo después de ver las cartas autógrafas de Santa Teresa. Se detuvo en el Eje Central, lo cruza cuando se pone el alto de los carros. Ya en la otra banqueta, el nombre cambia, deja de ser Hidalgo y ahora es Tacuba. Un mapa, piensa, sólo es un conjunto de nombres y la relación que creamos entre ellos cuando se camina. En la primera esquina se ha parado, de su lado derecho el letrero dice Condesa, del otro, Marconi. Desde ese punto mira a Carlos IV y después cruza hacia la izquierda. Marconi sólo mide una cuadra, termina en Donceles. Allí, donde entroncan esos dos nombres, hay una librería de viejo. Entra.

En cualquier librería se siente cómodo, más si la conoce. Pero en ésa, allí, siente que puede habitar. Inicia su recorrido, hace su camino regular. Conoce todos los anaqueles, claro, frecuenta algunos más que otros. Ha comenzado a hojear algunos libros, todos impresos mecánicamente, y recuerda las cartas de Santa Teresa, no sabe, todavía, por qué su letra autógrafa se conserva como una reliquia.

En su recorrido, encuentra una edición de Bartleby, el escribiente. Desde hace un año comenzó a coleccionar diferentes copias del libro de Melville. Ésta es bilingüe. La toma. Una semana atrás comenzó un cuento sobre un escritor que ha dejado de escribir y para volver a hacerlo empieza a copiar a mano una y otra vez a Bartleby. Ha pensado que el escritor de su cuento es grafofóbico, pero realmente es alguien privado de la facultad de escribir, algo más cercano a un mudo, pero no oral, es un ágrafo. Es el primer cuento que trata de hacer en, precisamente, todo un año.

Camina hacia la angosta escalera de madera, pero no llega a ella porque ve algo en el mostrador de la librería. Específicamente en una pila de libros recién llegados y que todavía no tienen su lugar. El lomo de uno de ellos ha rozado su memoria. Se dirige hacia él. Con dificultad, resultada de su nerviosismo, lo logra extraer de la torre, casi derrumbándola. Es un libro con pastas de cartón café y tipografía helvética negra. La lee en voz alta pero sólo para él: Pequeños inequívocos sobre la realidad, notas para un ensayo. No lo abre, porque sabe lo que hay adentro. No lo abre en el acto, porque sabe qué leerá en la primera página. No lo abras, se repite.

Lo hace. En la primera página está su letra autógrafa en tinta negra. Dice:

“Quien se aproxima al abismo no debe sorprenderse de saber volar”.

Me confunde cuando un escritor cita a otro, ya sea como epígrafe o como parte de la narración, porque no sé quién es más autor de la frase, si el original o el otro que la inserta y usa para arrugarla dentro de otro texto.

Mientras disipo la confusión, te dejo frente a este abismo de Walter Benjamin, porque tú, aunque no sabes volar, si te avientas dentro de él, caerías de pie.

La dedicatoria terminaba con la fecha abreviada en mes (abril) y año (14) y al final su firma.

Cierra el libro. Intenta dejarlo otra vez en la pila. Se acuerda que fue el último regalo de cumpleaños que le dio. No quiere recordar su nombre, abre el libro, se da cuenta que no lo escribió en la dedicatoria. Lo cierra otra vez, piensa que lo va a comprar, pero tampoco puede decidirse.

Sin soltar el libro, se dirige a las angostas escaleras de madera. Sube a la sección de ciencia. Busca la repisa donde están los libros sobre astronomía y física. Agarra una Historia del cielo y en ese lugar deja su libro. Sabe que no pertenece a esa sección. Sabe que nadie lo buscará ahí.

 

II.

…había sido un empleado subalterno en la Oficina de Cartas Muertas de Washington, de la que fue brutalmente despedido por un cambio en la administración. Cuando pienso en este rumor, apenas puedo expresar la emoción que me embargó. ¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos? Concebid un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza                              deja de escribir, mejor dicho, de copiar de memoria. Han pasado dos meses y no sabe cómo escribir su cuento. Lo único que ha podido hacer es transcribir completo, tres veces ya, Bartleby, el escribiente. Sabe de memoria partes enteras.

Se levanta de su silla, sale de su cuarto y como cada semana durante esos dos meses, al salir de la puerta del edificio, camina hacia la derecha sobre Regina. Cuando llega a Bolívar, que es la primera esquina, gira a la derecha. Cruza Mesones, El Salvador, Uruguay, Venustiano; va nombrando y registrando cada calle para no perderse, 16 de septiembre, Madero, 5 de mayo, Tacuba, después de ésta, Bolívar se transforma en Allende, sigue. Donceles aparece, ahí da vuelta a la izquierda y llega a la librería.

Entra, como cada día, una vez a la semana, durante esos dos meses. Ya no hace su recorrido acostumbrado. Se dirige al lugar donde ha dejado aquel libro. Hoy camina hacia la sección de Autoayuda. Toma el libro y deambula por la librería con él en la mano. No lo abre. Llega a los anaqueles donde están las crónicas de la Ciudad de México. No busca ni selecciona, pero agarra una y en el hueco que ha quedado, coloca su libro. Antes de dejarlo otra vez, lo abre y lee su letra en la primera página.

Camina a la caja y compra las crónicas decimonónicas que trae en la mano. Durante esas ocho semanas ha comprado ocho libros de diferentes secciones, para hacer huecos y recolocar el suyo. Ya compró un manual de redacción, un diccionario de sinónimos y antónimos, una historia universal, un libro de ingeniería petroquímica, una antología de poesía mexicana, un libro de autoayuda; ahora lleva las crónicas y el primero fue la Historia del cielo.

 

III.

…sólo existe un párrafo en toda la biblia donde Jesús escribe desde su mano. Es en el famoso pasaje sobre la prostituta que quieren lapidar, dice el versículo: Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra. Sin embargo, nadie pudo leer esas palabras, nadie vio su letra, nadie sabe qué escribió. Tal vez, por eso, creer en la existencia del hijo de dios sobre la tierra es eso, un acto de fe. Si hoy pudiéramos ver esas palabras escritas, no necesitaríamos recurrir a la “creencia” para hablar de Jesús.

Pensemos en las cartas de Santa Teresa, por ejemplo

Deja de leer y recuerda las cartas de Santa Teresa.

Vuelve a leer.

…en toda la biblia donde Jesús escribe desde su mano. Es en el famoso pasaje sobre la prostituta que quieren lapidar, dice el versículo: Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra. Sin embargo, nadie pudo leer esas palabras, nadie vio su letra, nadie sabe qué escribió. Tal vez, por eso, creer en la existencia del hijo de dios sobre la tierra es eso, un acto de fe.

Deja de leer otra vez.

Pasaron dos meses más, recuerda que no ha escrito, ni siquiera continuó copiando el libro de Melville.

Vuelve a leer.

…dice el versículo: Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra. Sin embargo, nadie pudo leer

Cierra el libro que está leyendo.

Sale de su cuarto, de su departamento, del edificio y vuelve a caminar su trayecto semanal.

Hay dos diferencias, la primera es que camina con miedo y desesperación; la otra, es que no traza en su cabeza el trayecto de nombres que va cruzando. En cambio, piensa en los ocho libros que ha comprado, en el orden en que los adquirió:

  1. Un manual de fotografía en blanco y negro,
  2. un libro para colorear,
  3. una guía turística de Italia,
  4. un instructivo para traducir poesía,
  5. una iconografía de santos,
  6. un diccionario español-alemán,
  7. un mapa del cielo y
  8. el libro que leía antes de salir de su casa el día de hoy, El origen de la escritura.

Entra a la librería. Se dirige hacia la sección de lingüística. Busca el lugar donde habría dejado su libro, no lo ve. Regresa al inicio de la repisa. Observa cada lomo muy despacio. No lo encuentra. Busca en toda la sección. No lo ubica. Comienza a buscar en la sección de a lado, en la próxima, en la que sigue. Se detiene porque sabe que no podrá revisar todas las repisas de todos los libreros.

Camina al mostrador, hacia la persona que porta un gafete que dice Ismael.

–Hola, estoy buscando un libro que se llama, Pequeños inequívocos sobre la realidad. ¿Lo tienes?

–Sí, permíteme tantito, ahora te lo traigo.

Ismael camina con dirección a la sección de narrativa. Busca y toma un libro. Regresa y se lo muestra.

En la portada se lee: Pequeños equívocos sin importancia.

–Éste no es. El que busco se llama Pequeños i-ne-quí-vo-cos sobre la realidad.

–Ah, ése no me suena, déjame preguntar a los otros.

Ismael vuelve a irse. Cuando regresa le dice que nadie ha visto ese libro allí, pero que si llega le avisarían con gusto.

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