Escrito por: Valerié Sofía Ferrusca Rodríguez
Ilustración por: Cassandra Catalina
¿A qué le temo? A nada. Tengo demasiado amor por él como para tener miedo.
Lo amo como dicen que Dios ama a los hombres. Él me ama como su madre le enseñó: cual hielo seco en bebida, cual mordida accidental de tu perro. Está bien, esa es nuestra forma de amarnos. Con tanto cariño, no hay espacio para temerle a los tropiezos. No me acobardo cuando las palabras se convierten en rasguños, ni cuando los besos se vuelven mordidas. Jamás he creído que duela demasiado, es sólo lo suficiente. Si no sufres un poco por la persona a la que amas ¿cómo estás seguro de los límites a los que puedes llegar?
Tuve que acostumbrarme a ver su piel pálida y sus ojos perdidos al despertar. Al sentir sus abrazos débiles, me doy cuenta que no era así cuando nos conocimos. Pero muchas cosas cambiaron. No le temo al cambio. Él me ha dicho que lo conocí en su peor momento y así, en su miseria, me enamoró. Su fuego pasional, lleno de odio y dolor, brilla más cuando no está bien.
Su piel contra la mía es como un dulce de gomita: pegajoso. Lo deseo, me es imposible despegarme. Sin embargo, llega a ser un poco fastidioso. Quedo viscoso y con rastros de él. Me acerco a otras personas y es evidente cómo me ha afectado nuestra relación. Ya no soy el mismo. Eso está bien, no me da miedo. Anhelo tenerlo siempre conmigo, a pesar de que su rastro sea visible para los demás.
La peor parte es cuando discutimos. Mi vida gira alrededor de él y cuando las cosas no están bien, se convierte en una tortura. Sólo pienso en nuestras conversaciones, en sus problemas y en nuestros sueños juntos. No puedo dormir. No puedo estar cómodo en mi mente, no puedo estar solo. Ya no recuerdo cómo era mi vida antes. Me aterra pensar en la posibilidad de tener vidas independientes; él después de mí, yo después de él. No existe, es imposible.
No puedo evitar pensar en sus errores, en todas las veces que me ha dolido. Por un momento reconozco cómo mi deseo y amor por él me han llevado a ser lo peor de mí. Ya no soy el mismo y no me puedo enorgullecer del cambio. Al principio, mis amigos me buscaban preocupados, me señalaban la situación, casi escribiendo en mi frente BASTA con letras rojas. Pero a mí el color rojo me parece encantador e irresistible. De a poco, me di cuenta que somos él y yo contra el mundo.
Ya no soy el mismo. Suelo encontrar excusas para todo lo que me pide. Soy un obsesionado de la perfección, terco, con estándares imposibles. No hago nada si no es de manera impecable. Él se ha vuelto ansioso. Yo le exijo y él se estresa hasta desmotivarse. No queda más que el silencio del departamento, que se amplía, que se vuelve un laberinto donde los dos intentamos evitarnos. No siempre es una masacre atestada de alaridos. El silencio y su piel escurridiza, en vez de pegajosa, son peores que sus gritos retumbando desde mis entrañas.
Tengo miedo a perderle tanto como me enseñaron a tenerle miedo a mi cuerpo, a mi voz, a mis pensamientos. Me miro en el espejo y, al reconocer mi complexión, le veo partir inconforme de mi lado. Sus manos liberan mi cuello, sus preocupaciones abandonan mi cabeza, sus celos sueltan mi cuerpo.
Tengo miedo a su mirada cuando salimos; a sus ojos, insatisfechos por lo que hay en casa. Esos dientes descarados que tocan sus labios sin ningún pudor. Sus pestañas moviéndose. Sé que observa los cuerpos a nuestro alrededor. Sé que su mano me toca sólo por reflejo. Tengo miedo de las personas sonrientes, de sus tonos de voz y sus manos desvergonzadas. Es el recuerdo repetitivo de su huida a otros brazos.
Prefiero verlo cuando despierta y se siente mal. Cuando las pastillas provocan los efectos secundarios y de nuevo está pálido, débil, ojeroso. En ese momento sus brazos sólo se extienden hacia mí. Sus ojos sólo buscan ver mi sonrisa. Sus labios no cantan, sólo se abren para pronunciar mi nombre. Me encanta cuando me convierto en todo su mundo, cuando él siente lo mismo que yo. Por eso me enamoré de su miseria, porque entonces él se enamoró de ser salvado por mí.
Todos mis miedos desaparecen cuando siento su aliento en mi piel, o al estar unidas nuestras manos, recostados en nuestra cama. Al reír juntos, o al comer su comida, todo esto desaparece. El piso deja de estar hecho de miedo y se vuelve un lecho de rosas. Somos afecto.
Quiero sentir su existencia recorrer la mía. Quiero que se vuelva mi dueño y yo el suyo. Pertenencia y dependencia mutua. Perfecto sistema en el que sólo estamos él y yo.
Ya no soy el mismo. Ya no le temo a los gritos, ni a los rasguños ni a salir lastimado. Me importa más estar cerca de él, cuidarlo y amarlo. Me importa más sentir su cuerpo y cómo se entrega a mí devotamente, en la privacidad tan exquisita que liquida nuestra vida pública.
Porque, más que nada, le tengo miedo a perder el placer.
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