Escrito por: Jorge Alberto Avendaño
Ilustración por: Cassandra Catalina
Jezza entornó los ojos, clavó la mirada en la hoja plagada de símbolos y se dispuso a recitar las líneas de un Macbeth que tantas veces le habían sumergido en un sopor de los sentidos. Supo, además, que esta sería la última vez que se entregaría a la rutina apasionada, absoluta en su belleza, de leer un fragmento incomprensible, oculto, para luego aventarse de bruces a la lujuria mientras en el aire flotaban las notas y las sensaciones del terciopelo azul salido de las cuerdas vocales de Bobby Vinton.
Su amante, cuyo sudor Jezza había paladeado durante seis meses, le ahogaba con su lengua la garganta. La salinidad en el sudor del hombre le dejaba a Jezza, desde aquella primera vez cuando se entregaron a la irracionalidad de la lectura de Ishiguro, un retrogusto complicado, ascendente en su olor a bourbon, cigarrillos y antigüedad, descendente en su sabor acidulado, a menta, a vehemencia. A Goran le gustaba entregarse a la pasión que desencadenaba el sonido femenino de sus palabras, a la lascivia provocada por la mancha acuosa en la ropa interior de satín blanco que se posaba al final del largo recorrido de las piernas de Jezza, ahora con su cuerpo casi desnudo, extendido sobre una alfombra roída.
Goran sintió una pulsión de muerte cuando vio a Jezza distribuir su humanidad a lo largo del piso, sentía lo mismo desde la primera vez que la observó realizar su rutina de extender las piernas y reposar un libro abierto en las oscuras páginas de tantos autores, para luego recitar alguna parte del texto mientras moja las letras con los jugos de su sexo hirviendo. Él debía continuar de memoria la propuesta de lectura, ese ritual hacía que los amantes se anticiparan a la humedad que brotaba entre los roces de los átomos de oxígeno que se colaban entre los poros de sus pieles tersas. Mordidas, choques de caderas, el pene de Goran palpitando bajo el abrazo de la vagina receptiva, dispuesta, de Jezza.
El deseo de echar la cara hacia atrás en medio del éxtasis, de abrir una herida en la garganta, de arrancar el corazón o la espina dorsal de un tirón, como si de un videojuego se tratara, se mezclaba siempre en sus mentes, no distinguían el uno del otro, se volvían una sola carne, un sólo chorro de sudor mezclado. Era cosa del tiempo, de idealizar un momento, para que eventualmente uno de los dos llevase a puerto el barco de la tentación de lastimarse más allá de cualquier remedio, entre tanto placer siempre pensaban en eso, en quién de los dos terminaría por deshacerse del otro, de una vez, para siempre.
Se conocieron en los escalones Art Déco del Palacio de Bellas Artes, cuando Jezza, sentada, forjaba un cigarro de hoja de arroz y tabaco rubio de Virginia, lo hacía con tanto cuidado que Goran comenzó a preguntarse si lo fumaría algún día o si solamente lo hacía por la dicha de crear algo con una impronta personal. Terminó de forjarlo, lo encendió frente a su rostro y lo llevó a sus labios, cerró los ojos para darle una calada que duró más tiempo que la existencia de cualquier persona que en esos momentos caminara sobre la tierra, sus párpados se abrieron para otear las copas moradas de las jacarandas de La Alameda. De entre sus piernas cubiertas por una mezclilla rota colgaba una copia del Romancero Gitano, Goran se le aproximó, decidido a no dejar que la sensual imagen, enarbolada por Jezza, se perdiera en el abismo de sus fantasías más alejadas y salvajes.
—No debiste haberte acercado así, desde tan lejos.
—Jamás me hubiera perdonado el dejarte allá, sola con tu poesía.
El blanco satín de las pantaletas de Jezza relumbraba, especialmente al contraste de su camisa tinta y sus aretes de rubí. Sus piernas se restregaron sobre el largo de la alfombra, sus labios acusaron una leve apertura por entre la cual suspiró, posó sus manos sobre el libro maldito y lo abrió justo en donde necesitaba abrirlo, en el quinto acto, en la quinta escena de la tragedia del rey de Escocia —Y todos nuestros ayeres han alumbrado a los necios el camino a la polvorienta muerte. ¡Apágate, apágate, breve luz!– masculló ella, mientras arrugaba las páginas del libro en curvas que semejaban una hendidura.
Goran aspiró fuertemente, las gotas de sudor que le recorrían el torso desnudo se arrepintieron de caminar la longitud de su pecho y regresaron a las glándulas que las habían visto nacer, casi humilladas por el frío absoluto que surgió del aliento petricor de Jezza. En las pupilas del hombre se reflejaba la figura tenue, apiñonada, de la mujer que lo rechazaría con total desdén si no continuaba las palabras que, robadas, se habían materializado como su llave a las piernas, la boca, los pechos y el clítoris pulsante de su amante. De las entrañas de sus bucles negros salió la respuesta a la provocación de Jezza, —La vida no es más que una sombra andante, un pobre actor que pavonea y retuerce su momento sobre el escenario, y luego ya nada más de él se oye. Es un cuento contado por un idiota, lleno de sonido y de furia, sin significado alguno.– dijo, mientras desabotonaba sus Levi’s negros.
El aire se volvió delgado, respirar implicaba llenar el pecho de brasas y absorberlas una por una, la carne que envolvía el fémur izquierdo de Goran temblaba bajo la extensión de su piel tostada por el sol inclemente de su tierra natal. A tirones se deshizo de su ropa, con saña, con rencor, arrebató el tomo avejentado de las manos de Jezza, lo lanzó por las olas del aire delgado de la habitación austera, inundada de olores y música de los ochentas que remplazaba a Vinton, Pop Goes the World, Neverending Story, Eye in The Sky, Dancing in The Dark, Bizarre Love Triangle, I Think We´re Alone now, 99 Luftballons. La húmeda emoción del pubis de Jezza, trémolo, ansioso, la áspera superficie de la lengua de Goran, el filo profundo de las uñas cubiertas de un púrpura concentrado, la suave progresión de sus manos entre los vacíos espacios de sus costillas.
La sangre fluyó veloz, las pestañas se apretaron, los dientes mordieron carne ampollada de deseo. Las piernas de Jezza aprisionaban ahora la cintura de Goran mientras él saboreaba lo profundo de las muelas de su amante. Por la esquina del ojo que más abierto tenía, Jezza vio el libro inerte, con algunas hojas desprendidas, desmembradas, lo había encontrado en el último estante del librero de su casa, cuando intentó hacer teatro, ahora pintaba y fotografiaba cualquier significado que se le apareciera en la mente y aquellos le parecían días lejanos. Los empellones y el pene de Goran deslizándose entre las paredes vaginales de Jezza hicieron que la habitación se llenara de murmullos parecidos a los de Pedro Páramo en la Media Luna, pero sin el rencor de allá, acá eran más bien un placer puro, entrelazado como humo de cigarro curveando en la noche de la carretera a Comala.
La fricción de sus cuerpos se ahogaba en sudor, diamantaba los ojos de Jezza, sus movimientos se extendían por la alfombra, la mullida cama, la silla desvencijada, el sucio lavabo del baño de un hotel sin vista a la calle, sin ventanas. Goran explotó desde adentro, sus órganos volaron en pedazos, Jezza lo bebió, recibió la explosión de Goran en un estertor cercano a la muerte que la llevó a lanzar su cuello y su cabeza hacia su espalda. Casi poseída por un demonio de la contorsión se jaló su cabello corto y regresó a un estado laxo, suelto, en el que la descarga de la explosión de Goran descansaba sobre su vientre, sus pezones erectos y su barbilla.
—Tenías mucho sin leer ese libro.
—También hacía mucho que no me lo arrancabas de las piernas.
Tumbado de lado, Goran sintió un dejo de reclamo en las palabras de su amante, se preguntó si no había sido lo suficientemente masculino, o femenino, o ambos. Tener que continuar con una lectura tan complicada, además de la monserga de reacomodar las páginas que ahora estaban a manera de baraja, le nubló la cabeza con un espesor sanguíneo que le llevó el pene a un estado de flacidez. Decidió aprestarse a terminar con el asunto lo más rápido posible, levantó el libro, lo acomodó y volteó a ver a Jezza al tiempo que intentaba, con todo su ser, asignarle una voz diferente a cada uno de los protagonistas de la tragedia, pero le era imposible, le era tedioso, se detuvo, ella le pidió que siguiera.
—Es hora que no recupero el aliento y ya estás con eso.
—No es como si antes no te hubieras esforzado más, antes, cuando tu deseo era más grande que tu cansancio.
Jezza le dio la espalda a Goran, le mostró la amplia desnudez de su espalda, lo redondo de sus nalgas lisas, el hueso de su cadera que se ensanchaba y ahondaba dos agujeros en la base de su columna y comenzó a vestirse. Con la mirada clavada al piso se abotonó la camisa tinta para después hurgar en su bolsa, sacó su celular, unos audífonos enredados y un frasco de ácido muriático, arqueó las cejas y abultó su nariz mientras lo abría, tornó su rostro hacia Goran y lanzó una cortina del líquido directo a los ojos de su amante, para asegurarse que su cara fuera lo último que Goran recordara haber visto.
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