Escrito por: Clara Grigori Ortega
Ilustración por: Alan Fernández Cervantes
Ícaro quería volar, pero el sol no se lo permitió.
Quería volar pero las alas no le sirvieron. Y es que el joven sólo había visto el mundo a través de rejas, desde lo alto de una torre.
Verás, no lo entenderías aunque intentase explicartelo, pero concederle la libertad a un joven que ha vivido entre cuatro paredes toda su vida, es como regalarle un dulce a un niño y decirle que no puede comérselo.
Dédalo tenía esperanza de que por fin su hijo y él serían libres. Jamás esperó que Ícaro, eufórico por la libertad que se le había otorgado, ignorara sus advertencias. «No vueles tan alto, pues el sol derretirá la cera. No vueles tan bajo, pues la espuma mojará tus plumas».
Ícaro quería volar, quería ser libre y descubrir el mundo, verlo con sus propios ojos, pero el sol no se lo permitió.
En cuanto el viento acarició sus mejillas, éstas se sonrojaron por el frío húmedo del mar. Euforia lo invadió. La adrenalina viajó por sus venas e Ícaro no pudo evitar esgrimir una sonrisa. Mientras aleteaba los brazos, elevándose más y más, Creta se hacía cada vez más pequeña bajo él; Ícaro se sintió en casa.
El joven comprendió que había nacido para ello, para ser libre y volar como las aves; para recorrer el mundo y saborear la libertad que tanto había ansiado desde que tenía uso de razón. Ensimismado en su pequeña fantasía, no escuchó las advertencias de su padre. Distraído por la forma en que el sol se reflejaba en el mar a sus pies, no reparó en que la cera de sus alas comenzaba a derretirse.
Cuando se dio cuenta, ya era demasiado tarde: casi no quedaban plumas en los bordes de sus alas. Aleteó con mayor intensidad. El pánico se disparó en sus venas y un nudo se formó en su garganta. Dédalo gritó tras de él; los ojos del padre buscaban algún montículo de tierra donde pudieran aterrizar, negándose a pensar lo peor.
Ícaro siempre había sido delgado, casi famélico, encerrado en el taller de su padre, nunca se había alimentado apropiadamente; pero ser liviano no le sirvió en esta ocasión. Su cuerpo comenzó a descender en picada hacia el mar. El terror lo envolvió. Abrió la boca para gritar pero la velocidad de la caída le robó el aliento. Haciendo un último esfuerzo, el joven agitó los brazos en un intento por reanudar el vuelo, pero no quedaban plumas suficientes y la cera se había derretido casi en su totalidad.
Dédalo no quería ver cómo Ícaro caía hacia el mar, pero no pudo apartar la vista. Su garganta escocía de tanto gritar el nombre de su hijo, el joven apenas podía responderle con un tenue “Pate!” a causa de la distancia. La libertad ya no lucía tan hermosa como le había parecido unos minutos atrás.
Ícaro sólo quería volar, pero el sol no se lo permitió. Quería volar, pero las alas no le sirvieron. Vio su destino reflejado en el mar frente a él. Cerró los ojos y se preparó para la caída.
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