Escrito por: Eduardo Omar Honey Escandón
Ilustración por: Daniel Todd
—Buenasss nochesss, mi essstimado —siseaba Donatello desde la columna a la derecha del altar mayor de la Catedral Metropolitana.
—Buenas sean, Don Piamonte —le responde con un poco de sorna Alfredo. Sabe que su amigo está nervioso pero no por la hora ni lo vacío del lugar. Un espectro tampoco lo aterrorizaría y, a diferencia de ciertos vampirii, no tiene problema con lugares ni símbolos consagrados—. ¿A qué se debe la cita en este lugar y a esta hora? Y no me salgas con eso de “dichoso aquel que sabe la hora de su muerte” como la otra vez que nos vimos en La Profesa.
—Vaya, no soportasss una bromita. No importa, mi essstimado —Donatello avanza para encontrarse con Alfredo—. Esta vez no he sido yo el que te mandó llamar. Me convocaron del Gobierno en la Sombra.
Alfredo se queda mudo. Desde que trabaja con el Syndicat des Ténèbres, Donatello es quien lo llama y ha conocido a otros miembros de las Cofradías como de algunas células. Ha escuchado acerca del Gobierno en la Sombra pero nunca ha llegado una petición o instrucción directa de ellos. Donatello lo toma del brazo y lo guía a una de las capillas del ala derecha. En la oscuridad hay una figura de elevada estatura que mira el altar al otro lado de las rejas.
—Ella esss la enviada.
—¿Del Gobierno?
—No —responde asustado, como no debe estarlo un inmortal—, es de —Baja la voz a apenas un susurro— de losss Theósss, de los otrosss… tu sssabesss, esssosss otrosss —luego empuja a Alfredo para que se aproxime a la visitante.
Alfredo, ocultando su aprehensión, llega al lado de ella y se pone a contemplar el altar. Tras unos minutos la saluda:
—Un placer, soy Alfredo Cruz. Estoy aquí para ayudarte. ¿Con quién tengo el gusto?
—Chimalma —contesta ella con una voz que retumba desde la tierra y los cielos, que vocifera sobre los orígenes y lo que hay más allá de los finales. Alfredo está estupefacto. Ha tenido que lidiar con nahuales, chaneques y, a lo sumo, un códice robado de la biblioteca de la Universidad de Miskatonic sobre el culto a Mictlantecuhtli. Pero hace tiempo que las deidades mesoamericanas… es más, de casi toda América han permanecido en silencio. En el Syndicat se susurra que es un coletazo del efecto Dunsany, de la desaparición de la magia y la otredad. Pero, al lado de ella, sabe que hay cosas más allá del Syndicat y su cuerpo gobernante.
—¿Cómo está Quetzalcóatl?
—Aún no es su momento, es el de los tuyos. —Chimalma se voltea y mira a Alfredo desde sus casi tres metros de altura—. Y ya está pasando el de ellos —señala a Donatello quien ha retrocedido hasta quedar cubierto detrás de una columna.
—¿Cómo puedo ayudarla?
—Se han adelantado algunas tzitzimime. Un anciano, un tencuhtli de ellos —Su broncínea tez muestra disgusto—, dice que usted es el mejor cazador, el yocalmini mayor. Necesitamos que las cace y las traiga de vuelta.
Alfredo guarda silencio ante el “necesitamos”. No conoce bien a esta deidad pero que Donatello siga retrocediendo es señal más que suficiente para no pasarse con preguntas indebidas.
—Está bien, platiquemos sobre ¿ellas?
Chilmama asiente y empieza a narrarle en náhuatl acerca de esos seres. Alfredo, discretamente, activa la grabadora en su dispositivo personal con la esperanza de que alguno de los Austin le pueda traducir y explicar más a profundidad. Las cosmogonías de las culturas del mundo son tan infinitas como el universo.
Varias noches después, Alfredo corre por las calles de Iztapalapa persiguiendo a una figura descarnada y esquelética que acaba de robar un bebé que no deja de llorar. Tal como lo planeó con Sonia y Jacinto, la luz fue cortada en varias cuadras a la redonda. Es una noche sin luna y todo apunta a que es la fecha correcta: hoy se cierra un ciclo de cincuenta y dos años. Un anubis, en su forma animal, lo acompaña para rastrear a la tzitzimitl.
—No creo poder bloquear mucho tiempo el tráfico más adelante. ¿Cuánto les falta para alcanzar el cruce? —pregunta Sonia por el auricular.
—Estamos a unas cuatro cuadras del fin de la calle del inicio de la falda del cerro. ¿Han detectado a las otras?
—No, aunque los cebos ya están tendidos.
Alfredo odió el momento en que Austin le indicó que a esos “demonios femeninos” les encantaba robar bebés. Así que aceptó que Sonia y Jacinto coordinaran el esfuerzo, no sin tropiezos, de invocar cinco bebés de no más de tres meses para ubicarlos en ciertas partes de la vía pública a una cuadras del Cerro de la Estrella. Chimalma mencionó que había huido tantas como hay rumbos del universo así que habían estimado que serían cinco, ni uno más, ni uno menos.
El anubis se adelanta y casi alcanza a la tzitzimitl pero esta da la vuelta y lo patea con esa garra que incorpora un ojo y que forma parte de su rodilla. El anubis sale volando varios metros y cae sobre el techo de un viejo Volkswagen. Alfredo no se detiene a ver cómo está. No debe perder de vista al monstruo.
—Alfredo, ya empezó a trepar el cerro. Se ve clarita con el infrarrojo del dron. Te aviso: no están solos. Los otros anubis fueron superados en su carrera por otros seres que no distingo bien. Creo que hay al menos un jaguar, un ¿puma? ¿Cómo me dijiste que se llaman esos perros de los Aztecas?
—No son azt… No importa. Xoloitzcuintle o xolos a secas. —Sonia es una excelente cazadora pero no muy hábil en nombres y mitologías. Y es bastante independiente a pesar de ser una vermii que se la pasa alejada de su colmena—. ¿Dónde están las otras?
—Ni ide… mira hacia la punta del cerro. ¡Ahí andan!
Alfredo se detiene un momento y mira en la dirección que Sonia le indica. Donatello nunca ha sido claro con quiénes fueron sus antepasados pero agradece el don de poder ver en la oscuridad. En efecto, más arriba, donde aún el cerro expele calor, hay otras cuatro figuras de más de dos metros de altura mirando en su dirección. Está por retomar la carrera cuando es rebasado por el jaguar y el puma. Algo más atrás vienen los xolos y los anubis.
—¿Cuánto nos faltan para media noche?
—Tenemos una media hora.
—Me lleva…. Dile a Jacinto que empiece la operación Año Nuevo.
Alfredo corre y se detiene en el perímetro que han formado los nahuales y los anubis. El puma se transforma en un anciano que no muestra incomodidad estando desnudo ante el frío del cerro.
—Don Goyo, un placer contar con su presencia —lo saluda Alfredo en lo que jadea intentando recuperar el aliento—. Pensé que no nos ayudaría.
—Cómo no, Don Alfredito, cómo no. Quisimos estar callados en lo que también nos preparábamos. Como le dije, no confiamos en el Syndicat: representa todo lo malo que nos trajeron los españoles y los europeos.
—Sí, así me lo comentó. Le agradezco que, aún así, andemos por este rumbo, a esta hora ¿Qué nos tiene preparado?
—Mire allá abajito Don Alfredo, échele un ojo.
A la distancia se escuchaban lamentaciones y gritos de dolor a la par que sonaban cristales rompiéndose. El sonido era un collar en las inmediaciones del cerro.
—Jacinto y su grupo no alcanzarían a hacer bien su trabajo —le comenta Don Goyo a Alfredo—, así que un poco de ayuda no caería mal, ¿o no? ¿Avanzamos?
—Claro que sí, ¿quiere que me adelante o…?
—Primero nosotros. —Don Goyo hace una señal y todos los nahuales continúan su carrera hacia la plataforma donde están las tzitzimime. Alfredo espera que avancen unos metros y se lanza en su persecución. Su anubis va a su lado y los demás los siguen. Desearía tener más apoyo pero las Cofradías hicieron mutis en cuanto hizo la petición. Ni los lycos, vampirii, vermii o los mercenarios unseele se propusieron de voluntarios. Sólo los anubis se ofrecieron ayuda así como Sonia y Jacinto.
Cuando Alfredo y su grupo alcanzan a Don Goyo y los nahuales, él nota que, encima de la plataforma, cuatro de las tzitzimime forman un círculo protector para la quinta, quien ha puesto al bebé en el suelo. Al fondo están las cruces que se usan en Semana Santa. Dos xolos intentaron sobrepasarlas e ir por el bebé, pero fueron destrozados. Una de la tzitzimime aún mastica los intestinos del cánido. Don Goyo está dando instrucciones para que su grupo de nahuales complete el círculo. La demonio al interior toma el cuchillo de obsidiana de su cinto y canturrea algo en una lengua que Alfredo no conoce. No es un lenguaje infernal ni de invocación de los primigenios, tampoco es una protolengua de las sombras, arqueotheoi o exogeas. Estos son los resquicios que no son del agrado del Syndicat, cosmologías con las que no comulga ni tiene contacto, tan vastas como ellos y mucho más antiguas.
—¡Espere, Don Goyo! ¡No ataquen aún! —grita Alfredo al ver que está por lanzarse junto con los nahuales por el todo. Todos se frenan y se le quedan mirando directo. Alfredo les señala que esperen. La demonio con el cuchillo termina su rito y acuchilla al bebé que no deja de llorar. El llanto continúa aún cuando su pecho es cortado y abierto. La tzitzimitl, con un descarnado gesto de satisfacción, urga con dos dedos en el interior y extrae un negro corazón que aún palpita. El bebé continúa su desgarrador llanto mientras la monstruo levanta hacia el cielo su ofrenda.
Un enorme viento pega contra todos y el negro cielo se raja en una oscuridad absoluta. Entonces aparece ella, Itzpapalotl, batiendo sus negras alas de obsidiana, obscenamente descarnada con trozos de piel, vísceras rompiéndose en eterna caída. Los abrumadores ojos observan los pozos interiores de cada uno de los presentes cuyas almas se ven amenazadas por el cuchillo de obsidiana y pedernal que emerge del nefasto rostro.
—¡Ahora! —grita Alfredo y corre junto con los anubis superando a las tzitzimime. Llega donde el bebé que llora y, tras decir cierta palabra en hebreo, borra el símbolo en su frente. Tanto el bebé como su corazón se vuelven polvo. En las faldas del cerro el fuego nuevo empieza a prenderse, cortesía de los seguidores de Don Goyo. Las tzitzimime caen sollozando con lamentos llenos de Mictlán.
Itzpapalotl, debilitada, desciende ante la cruz central. No sabe qué hacer. Jacinto hace acto de aparición y está acompañado por Chilmama y otras tres diosas. Ellas, sin detenerse, pasan a un lado de Don Goyo, quien no ha terminado de recuperarse de lo sucedido. Chilmama le dicen algo a la diosa de las alas de obsidiana. Esta asiente, le contesta y luego se desvanecen todas junto con las tzitzimime.
—Don Goyo, ¿qué dijeron? —Alfredo está inquieto ante lo presenciado.
—Que aún no es el momento. Y la otra contestó: que si ya llegó, falta poco, muy poco.
Abajo, el círculo de fuego señala que, quizás, sólo faltan cincuenta y dos años.
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