Escrito por: Bryan Pichardo
Ilustración por: Alan Fernández Cervantes
Hoy desperté y ese maldito corazón me está volviendo loco. Suena tan fuerte, y ese olor putrefacto sigue ahí. Mi única fuente de luz era la cálida flama de mi encendedor, pero hace tiempo que ha dejado de funcionar, ahora solo me quedan sus destellos en esta terrible oscuridad. Con suerte, quedará carga para un flamazo más cuando sea necesario. Tengo miedo a lo que pueda esconderse en las sombras, sobre todo después de las cosas que he visto.
El frío de los bosques del norte de Canadá me ha mostrado su verdadero rostro, y ante las inclemencias del lugar, se ha perdido una expedición conformada por 5 hombres y por mí. La blancura de la nieve nos ha sumergido en una especie de demencia que nos ha devorado uno a uno entre los siniestros árboles y pálido cielo. Ahora solo quedo yo, perdido en medio del helado destino, esperando el fin de la tormenta dentro de un pequeño cuarto de madera que nos servía de base y que aún se mantiene en pie.
En este momento, casi no recuerdo el motivo por el cual llegué aquí. Todo lo que me importa es permanecer vivo para poder salir de aquí; cuidarme de aquello que mora en la espesura, aquello que se llevó al resto.
Tras las desapariciones de mis compañeros, resuenan en mi mente las advertencias de los nativos acerca de los peligros del bosque, de las cosas oscuras en forma de criaturas inimaginables que se esconden bajo el velo blanco de la nieve, advertencias acerca de aquello que llaman el Wendigo.
Ahora, permanezco sentado en un rincón. A mi lado, en la pared, un pequeño agujero es mi única conexión con el exterior además de la puerta, pero no me atrevo a mirar, pues la última vez que el encendedor centelló puedo jurar que vi a alguien mirándome a través del hueco. El simple recuerdo de aquello hace que me estremezca y por instinto mi pierna se estira y produce un sonido hueco al golpear con algo en el suelo. Mi pie ha pateado algo dentro de la habitación que según recuerdo, estaba vacía la última vez que la vi con la luz de la flama.
Mi corazón se acelera. Puedo sentir como afuera el viento parece luchar endemoniadamente por tirar la puerta y entrar. El pánico inunda mi alma y me llena una desesperación tan grande como mi ceguera. ¡El encendedor! ¡Necesito el maldito encendedor! Lo tomo torpemente pero se me cae de las heladas manos nerviosas.
Gateo mientras palpo el suelo con prisa, tratando de encontrarlo, pero la oscuridad es total. Cuando mi torpe mano al fin lo encuentra me llena una sensación de falso alivio que se desvanece tan pronto mi puño roza algo más que mi encendedor.
Me quedo helado como piedra. No me atrevo a moverme, cada segundo es una eternidad y el silencio se adueña de todo de una manera terrible. Ese corazón, ese maldito corazón me está volviendo loco. Truena como una campana en el silencio absoluto del abismo, y si no lo callo, será mi muerte.
De pronto, una sombra me hace reaccionar. Giro bruscamente y me encuentro mirando directamente a través del agujero. Afuera solo se vislumbra un páramo cubierto de nieve que resplandece a la luz de la luna llena; un páramo ocupado por la silueta de lo que parece un hombre, de pie, extremadamente delgado y encorvado, que mira en mi dirección Lo he visto antes. Lo vi en un mal sueño y ahora está ahí afuera, mirando fijamente al agujero.
El viento vuelve a soplar. El rugir de mi corazón se vuelve cada vez más fuerte. ¡Dios!, creo que seme va a salir del pecho. Parece que ell viento se estampa contra la puerta, pero creo fervientemente que no es el viento lo que está intentando entrar. De pronto, algo arrastra con brusquedad el objeto que mi mano había rozado.
—¡¿Quién está ahí?!— Grito mientras me pongo de pie y aprieto mi cuerpo contra la pared. Siento que voy a morir, un sexto sentido me lo está gritando. Entonces, percibo algo en el aire.
Es algo más allá del viento y del asqueroso olor a putrefacción, un susurro lento que crece poco a poco a medida que el miedo aumenta y se apodera de mí. He gritado y con ello he firmado mi sentencia para con aquella criatura afuera. El susurro crece hasta volverse algo más reconocible.
No lo puedo creer, me niego a aceptarlo pero es innegable… ¡Aquello está clamando mi nombre!
Algo ha cambiado en el ambiente; ese ruido, las palabras y mi nombre en el frío aire nocturno me están matando. Tomo el encendedor con ambas manos y cierro los ojos con fuerza antes de decidir encenderlo. No quiero, pero debo saber de una vez por todas que es lo que espera por mí en las tinieblas. Así que al fin bajo mi dedo, el pequeño engrane de metal gira y el mecanismo del encendedor se acciona…
¡Maldita sea, lo veo, lo veo! Mis ojos se salen de sus órbitas mientras observo la grotesca escena que se ha mantenido oculta para mí todo este tiempo. Un montón de cuerpos mutilados y sangrantes al otro lado de la habitación, amontonados en una pila grosera. Basta con ver los jirones de ropa y las desencajadas muecas en ellas para saber que son aquellos que se habían perdido. Y sobre la pila, una repulsiva criatura de gran tamaño permanece sentada sobre los cadáveres, con esos enormes y redondos ojos saltones que me habían mirado sin parpadear por el agujero, y con ese alargado cráneo de afilados dientes que sobresalen de aquella abertura babeante que tiene por boca.
¿Aquello ha devorado a todos los hombres? ¿Cómo ha logrado entrar a la habitación? ¿O es que en realidad nunca lo hizo? Los nativos hablaban de aquello como algo que devora las mentes de los hombres más que su carne. ¿Me ha poseído entonces? ¿Los he matado yo? Hace más de un mes que no he visto comida alguna, ¿Debo suponer que sigo vivo gracias a… ellos?
En medio de la confusión vuelve aquella peste putrefacta y el viento vuelve a sonar como un canto de muerte. El corazón, ese maldito corazón me está volviendo loco… la flama se va y mi mano queda tiesa con el encendedor aún entre mis dedos. No quiero hacerlo, pero voy a prenderlo una vez más.
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