Metztli

Escrito por: Héctor Hernández

Ilustración por: Alan Fernández Cervantes

El Quaqua-uic (leñador) más viejo de la aldea, contaba a las Cihuatontli y Chiquitzin sentados a su alrededor una historia a la luz de la fogata.

Días antes, les había relatado la leyenda de los Volcanes y la leyenda de los cinco Soles. En esta ocasión, les explicaba por qué la Luna parecía tener manchas negras cuando estaba en su plenitud.

—Muchos años atrás —comenzó a contar el Quaqua-uic—. Metztli, bajaba del cielo al bosque cada veintiocho días para convivir y jugar con los Chiquitzin y Cihuatontlis de la aldea. Era una Señora muy amable, siempre vestida con ropajes vistosos y relucientes. Todos la querían mucho.

Un Chiquitzin llamado Tochtli también quería conocer a la Señora y convivir con ella, pero, además de ser muy pobre, tenía fama de ser travieso y eso no les gustaba a los demás, por eso nunca era invitado.

Él ayudaba a su papá cortando leña en el bosque para hacer carbón y venderlo en los poblados cercanos. Tochtli siempre terminaba con su ropa de manta sucia de hollín después de una jornada laboral. Con mucha paciencia, esperó el día en que Metztli bajara y le preguntó a su papá si podía ir al bosque a convivir con todos ellos.

—Sí, puedes ir —le respondió su papá.

Tochtli de inmediato se dirigió al río a bañarse. En su rostro se notaba la felicidad. En el camino, se encontró a un hombre de barba blanca que lo llamó al acercarse.

—Buen día Chiquitl, tomé un atajo diferente para ir al pueblo de Tlalli-poxohuac y estoy perdido.

Tochtli no le dió importancia y siguió su camino. Aquel hombre insistió.

—Soy un Tameme comerciante, si me dices cómo encontrar la salida, te puedo regalar la ropa que más te guste. Tengo de todas las tallas.

Eso llamó la atención de Tochtli y enseguida le indicó al hombre el camino para salir del bosque.

—Muchas gracias, querido Chiquitzin.

El hombre se quitó el mecapal.

—Ven y escoge la ropa que más te agrade —expresó este a modo de agradecimiento.

Tochtli, emocionado, escogió la ropa más agradable, justo a su medida, esperando estrenarla en la visita de Metztli. Antes de que pudiera agradecer el regalo, el hombre había desaparecido.

Tochtli se engalanó lo mejor que pudo y salió rumbo a su valiosa cita. Sin embargo, esa tarde llovió mucho y mientras cruzaba de nuevo el bosque, tropezó y cayó al lodo.

Era tarde para regresar a su casa y cambiarse de ropa. Con mucha amargura, decidió esconderse detrás de los árboles y ver desde lejos cómo las Cihuatontli y Chiquitzin convivían y jugaban con la Señora, pues sabía que era necesario estar limpio para no manchar las ropas de Metztli. En ese momento, apareció de nuevo el Tameme.

—¿Por qué estás triste? —le preguntó.

—Estoy sucio y así no podré abrazar a Metztli —contestó Tochtli con tristeza.

El Tameme trató de consolarlo.

—No estés triste. Yo te ayudaré a que estés limpio y así podrás abrazarla. Cierra los ojos, confía en mí —le indicó.

Tochtli cerró los ojos y, al abrirlos, volvió a estar tan limpio como antes de caer al lodo.

—Ahora puedes ir y abrazarla —lo animó el anciano.

 

Cuando llegó con la señora Metztli, ella preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Mi papá me dice Tochtli porque me gusta correr mucho y por los grandes dientes que tengo —le respondió.

—Entonces, te llamaré Tochtli —le dijo la Señora, dándole la bienvenida amablemente con una sonrisa.

Tochtli se unió a los demás Cihuatontlis y Chiquitzin, formando un círculo tomados de las manos para cantar y jugar. Finalmente, Metztli los reunió para despedirse y recordarles que regresaría con ellos en otros veintiocho días. Todos se formaron y se despidieron de ella con un cariñoso abrazo. Sin embargo, cuando Tochtli abrazó a Metztli, aparecieron manchas de lodo que ensuciaron el resplandeciente vestido de la Señora. El Chiquitzin no supo qué decir ni cómo explicar lo sucedido, estaba sumamente avergonzado.

El propósito del Tameme, si todo salía como lo había planeado, era mancharle a la señora Metztli sus ropajes para siempre y hacerla sentir fea y sucia frente a toda la gente.

—No te aflijas —le dijo ella a Tochtli al darse cuenta de lo que había ocurrido, tratando de tranquilizarlo con su dulce voz—. Sé muy bien que no es tu culpa.

Enseguida el ropaje de ambos volvió a estar reluciente. Todos se sorprendieron al presenciar la magia de la señora Metztli. El Tameme, escondido detrás de un árbol, se llenó de cólera al ver lo que había sucedido. Entonces se transformó en lo que en realidad era: un brujo maligno, envidioso de que todos quisieran a Metztli.

Su ropa ahora era oscura y su rostro demacrado. Furioso por no haber consumado su propósito, arrancó una pluma de un cuervo que se encontraba postrado sobre su hombro y la convirtió en flecha. Apuntó y, con su arco, disparó directamente al corazón de la hermosa Señora.

Tochtli, al ver la tragedia que se aproximaba, se interpuso en el trayecto de la flecha, la cual terminó incrustada en su costado derecho, haciéndole caer al suelo malherido. Metztli lo tomó en sus brazos y lo abrazó, sin importarle que manchara sus blancos ropajes.

—Me atravesé porque usted es una señora muy buena y no iba a permitir que nada le sucediera —le confesó Tochtli, antes de desmayarse.

La señora se dio cuenta entonces de la enorme bondad de Tochtli. No podía dejarlo morir, así que decidió hacer algo aunque hubiera consecuencias.

Retiró la flecha con cuidado y les dijo a las Cihuatontlis y Chiquitzin que buscaran algunas hierbas curativas. Al tenerlas todas juntas, hizo un amasijo con sus manos y embadurnó la herida con la mezcla.

Cuando el Chiquitzin volvió en sí, Metztli le dijo:

—Eres un niño muy noble, por eso he curado tu herida de la flecha de ese brujo malvado. Sin embargo, a partir de esta noche, no podré convivir más con ustedes.

Todos se entristecieron.

—No estén tristes, guardaré mis ropas manchadas para que en las noches de mi plenitud muestre mi faceta más bella y así todos puedan recordarme.

 

Después de todo lo ocurrido, Metztli se despidió para siempre con un fuerte abrazo a cada una de las Cihuatontli y cada uno de los Chiquitzin, quienes regresaron a sus casas entristecidos por recibir esa noticia.

—Si observamos la luna como esta noche, podemos ver las grandes manchas oscuras que hay en ella y recordar ese momento que ocurrió mucho tiempo atrás

—¿Y el brujo? ¿Qué pasó con él? —preguntó uno de los Chiquitzin.

—Jamás se volvió a saber nada de él —declaró el viejo Quaqua-uic.

Una vez terminada la narración, todas las Cihuatontli y Chiquitzin se retiraron con sus padres. Unos con alegría en sus rostros, otros con tristeza. Todos especularon sobre cómo habría sido convivir con esa señora y opinaban sobre cuánto les había gustado el relato.

—¿Todo lo que nos contaste fue verdad? —preguntó Centli, un Chiquitzin que permaneció a su lado hasta al final.

El Quaqua-uic suspiró hondo.

—Quizá la historia de verdad ocurrió. Quizá fue inventada por mí. Solo tú puedes decidirlo —respondió con voz nostálgica.

Ambos se despidieron cuando llegó la nantli de Centli. El anciano caminó hasta la cima de un montículo. El cielo le daba un color azulado al entorno.

El Quaqua-uic levantó su camisa y acarició la cicatriz de su costado derecho. Alzó la mirada y contempló por unos minutos el magnífico resplandor de la luna que parecía estar manchada. Centli y su nantli, Yeyetzi, fueron testigos de una imborrable escena.

En medio de pinos y oyameles, el Quaqua-uic continuaba de pie en lo más alto del montículo para sentirse, quizás, más cerca de Metztli. Por su gran tamaño, parecían estar uno frente al otro. Minutos después, hizo una última reverencia y con una sonrisa expresiva se retiró del lugar.

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