UN MOMENTO DE FLAQUEZA

Autor: Víctor M. Campos

Ilustrador: Fernanda Ramírez Cempasúchil de guayaba

El acuerdo consistía en dejar que el algoritmo eligiera el lugar por nosotros. Al llegar, nos desconectaríamos por un tiempo. Estaríamos a solas por primera vez y así podríamos relacionarnos estrechamente, tocarnos, estar a la misma hora y en el mismo lugar con otro ser humano. ¡Qué excentricidad!

Ahora entiendo por qué todos nacimos con una barrera de por medio; esa pantalla que nos mantiene a sana distancia del otro. ¿Cómo sobrevivieron los que fueron obligados a convivir en modalidad presencial cada día, a rozarse cada hora, a hablar entre sí cada minuto de sus vidas? Eso debió agotarlos a tal punto que seguro no les quedaron energías para hacer del presente un tiempo y lugar habitables; para desear otra cosa que no fuera extinguirse lo antes posible.

El acuerdo era vivir esa experiencia de la que con tanta nostalgia hablaban los abuelos y a la que con tal entusiasmo nos empujaron.

No sé en qué estábamos pensando.

Nuestra relación iba bien. Gracias al 5G había tantas cosas que ver en la pantalla que sólo a un loco se le hubiera ocurrido desperdiciar el tiempo queriendo vivirlas. Fue gracias a esa magia como nos conocimos. Todo estaba bien, sí, pero en un momento de flaqueza nos dejamos llevar por los abuelos. Entonces, el algoritmo eligió aquel bosque remoto, de pinos altísimos e infinitos senderos. Nos gustó su elección pero más nos gustó no tener que ser nosotros los que se pusieran a elegir.

En cuanto estuvimos juntos nos agarramos de la mano y nos internamos en el bosque. Esa extraña sensación de los dedos entrelazados fue bastante menos agradable de lo que decían. Recuerdo que sentimos asco cuando empezamos a sudar. Inmediatamente nos soltamos y cada uno se limpió como pudo. ¿Qué habría de positivo en ese intercambio de fluidos que no fuera la transmisión de algún virus? De verdad había que estar demente para abandonar la seguridad y el confort de nuestra casa para vivir esa experiencia tan antihigiénica, como incierta.

Pero ya era muy tarde.

Al volver a la cabaña nos lavamos las manos y nos aplicamos gel antibacterial. Después, nos sentamos frente a la chimenea, cada uno abrigado con su cobija, y brindamos sin chocar nuestras copas. Por el algoritmo, por el bosque, por nosotros. Un nosotros enrarecido, ahora que teníamos que vernos a la cara y comunicarnos usando el habla, sin emojis, sin nuestro banco de stickers al alcance. Lo intentamos, pero muy pronto nos quedamos sin nada qué decir, ni más resquicio en dónde poner los ojos que no fuera el vuelo de una mosca o el paisaje monótono de la ventana.

El otro resultó ser tan abrumadoramente real que no hubo manera de conciliar nuestras expectativas con aquella decepción que estábamos experimentando. Recordé a los abuelos enumerando las bondades de estar con el otro, de reconocernos en él, de ponernos en sus zapatos. Nomás de imaginar, tocando la huella de sus pasos con mis propios pies, el sudor de ambos hollando y humedeciendo el interior de esos zapatos, «guácala, no, muchas gracias».

Nos sobrevino una arcada, así que antes de que algo peor pudiera pasar, cada cuál se fue a refugiar a su habitación. Al rato, ya más calmado, prendí mi celular. Temeroso de que me hubiera bloqueado, le envié un emoji con las mejillas sonrojadas y los ojos abiertos y neutros. Tardó un rato en contestar pero, al fin, lo hizo con el mismo emoji. Suspiré aliviado. Al día siguiente cada quién pidió su Uber y hasta ahí llegó nuestra excéntrica aventura.

A los abuelos, nunca más les volvimos a hacer caso.

© 2020, Celdas literarias, Reserva de derechos al uso exclusivo 04-2019-070112224700-203

Scroll al inicio