Escrito por: Néstor Véliz Catalán
Ilustración por: Alan Fernández Cervantes
La leyenda del cadejo, aún en el siglo XXI, es contada por los viejos en la ciudad de Guatemala. Los abuelos y bisabuelos nombran así a un espectro en forma de perro que cuidaba y acompañaba a los borrachines, o bien, que hacía acto de presencia en gente descarriada, en su último trance hacia los infiernos. O sea que, como dicen los jóvenes ahora, existen dos “Cadejos”, uno bueno y otro malo, ya que dependiendo del comportamiento del discípulo de Baco, del “bolo”[1], se le asigna su compañía espiritual. Cabe mencionarse que hay “bolos” buenos y también malos, como los cadejos.
El origen de este ser es incierto y bien puede tratarse, originalmente, de un “nahual” o espíritu guardián, tal como lo conciben los pueblos originarios de América, quienes filtraron algunos elementos mitológicos en la actual cultura latinoamericana a través de la sincretización de sus íconos con aquellos de la cultura occidental durante la colonia. Cuando los indígenas se trasladaron a las ciudades y una vez que hubo caducado el régimen que los recluía en pueblos específicos de indios, éstos trajeron consigo a los seres que poblaban su constelación icónica, su panteón cósmico, y llenaron el vacío que para ellos suponía un mundo citadino cada vez más enajenado de la naturaleza, con presencias provenientes de su cosmovisión, nunca divorciada ni excluyente de la selva, los árboles y los animales.
En la modernidad, es posible conocer y comprender la raíz de la leyenda del cadejo en Guatemala, puesto que se ha rescatado este conjunto de saberes tradicionales a la vez que se reconoce la validez del uso de su idioma, sus trajes y su calendario. De esta manera, se perpetúa un legado que la cruenta invasión española mantuvo oculto; “subterráneo” bajo el manto de exclusión tendido por la visión del mundo que impusieron los conquistadores y los primeros gobiernos independientes desde 1821. Durante tres siglos de colonia, las creencias fantásticas de los nativos fueron encubiertas y obligadas a mantenerse al margen, en total aislamiento de la vida pública. De esta forma, maduró un imaginario en el cual no existía la división binaria y tajante que se hacía de los espíritus guardianes, ánimas de muerto, y seres fantásticos, entidades demoníacas. En secreto, estos seres vivieron en las leyendas y en la imaginación de más de cinco generaciones, y se guardaron de la estigmatización inquisitorial y la persecución gubernamental.
El primer “cadejo” procede de la obra de uno de nuestros mayores y más reconocidos literatos, Miguel Ángel Asturias (1899-1974), quien lo dio a conocer al mundo en el siglo XX. Seguramente, este ser cobró vida en sus letras cuando transcribió las narraciones que, en casa de su madre en el barrio capitalino de La Candelaria, contaron arrieros, carboneros, lecheros y leñadores. Es de estos personajes de quienes tomó el material básico para muchos de los escritos que le dieron fama universal cuando sus obras fueron traducidas a muchas lenguas. Asturias hizo del cadejo el personaje central de una de sus Leyendas de Guatemala, obra mundialmente conocida, donde describió a esta criatura como un engendro demoníaco, una especie de quimera con cuerpo de perro, cascos de cabro, orejas de conejo y cara de murciélago.
Esta singular conformación morfológica toma elementos de “T’zi” (“Perro” o, más exactamente, “Coyote”) y “Aq’ab’al” (cuyos animales representativo son la guacamaya y el murciélago), dos de los veinte regentes o “nahuales” del calendario maya, Tzolkin, en la cuenta corta, que dura 260 días. Casualmente, ambos íconos se asocian con la noche y la oscuridad, tanto entre los mayas como entre los colonizadores europeos. Según Asturias, además de cuidar a los borrachines (en su iteración como blanco), el cadejo también espantaba y perseguía a los enamorados, a los porfiados jóvenes —y no tan jóvenes— que pernoctaban a la intemperie con el fin de recitar poemas o dar serenata a sus pretendidas (en su versión negra).
Dichas narraciones se basan en testimonios orales de contertulios ya fallecidos que describieron la presencia de este ser, el cual se hacía presente en las noches bajo la figura de un perro que realizaba proezas propias de Lazie o Rintintín. Por ejemplo, si era blanco o “bueno”, despertar con jalones y mordiscos a un alcohólico dormido en la línea del tren, advirtiéndole, a su manera, de la proximidad de una locomotora ; o arrastrar a un indigente por una calle solitaria con una descomunal energía, si se presentaba bajo la apariencia de un perro negro de ojos ardientes como brasas, despidiendo un penetrante olor a azufre y anticipando la proximidad del infierno.
Inevitablemente, este “código” que permitió identificar su naturaleza benévola o maligna, así como su función de guardianía del beodo, reprodujo la binariedad cromática dominante en la Europa Occidental, la cual se trasplantó a América a través del catolicismo español, con su gran influencia medieval, y contribuyó a la formación de íconos resultado del sincretismo y mestizaje cultural. De ser así, “El cadejo” es mestizo como lo son “La llorona” y “El duende” y tantos otros seres que pueblan el imaginario popular guatemalteco, centroamericano y latinoamericano.
Debido a que en el presente resulta correcto ser escéptico, tras más de un siglo de hegemonía ideológica positivista y de la oficialidad del secularismo, es común que se piense que “El cadejo”, al igual que muchas otras leyendas, se reduce a “puros cuentos” o “cuentos de viejas (os)” . Esto es consecuencia de la imposición de criterios emanados de la ciencia sobre la tradición católica en la cual, los aparecidos y los seres mágicos poblaban las noches plenas de devoción y temor reverencial a lo desconocido, alimentados de la oscuridad.
Ciertamente, “El cadejo” de Asturias es un ser fantasmagórico y atemorizante. Por lo mismo, su figura, inevitablemente, se ha refinado conforme la ciudad entró en un proceso de modernización, y la luz eléctrica invadió la oscuridad anteriormente reinante. y pasó a ser un “perrito callejero”. Uno más de los miles que vagabundean por calles y avenidas, abandonados a su suerte, como sucede con tantos niños, hombres y mujeres campesinos que migran a la urbe sin dinero, sin abrigo y sin conocer a nadie. Es fácil comprender que en esta metamorfosis, la figura de “el cadejo” perdió sus cascos de cabro, las orejas de conejo y la cara de murciélago con la que Asturias lo retrataría al presentarlo al mundo.
Actualmente, sigue representándose en los colores blanco y negro; cuidando beodos y, ocasionalmente, como una aparición fantasmagórica cuando alguien va a morir sin que su alma vaya al cielo o al purgatorio. Cuando éste es el caso, se suele decir que “se los lleva el Diablo”, aunque claro, primero “se los lleva el cadejo”.
A pesar de la modernización y del crecimiento descontrolado de las ciudades que han resultado en la constante presencia del alumbrado público durante toda la noche, el ser humano se resiste a dejar de lado a los seres del pasado olvidarlos del todo. Ni la luz eléctrica ni los inventos que de ésta se derivan (radio, televisión, computadora, teléfono celular, etc.), los cuales erróneamente se consideran muestras de superación de un “atraso” propio del pasado, pueden impedir que estos seres sigan vivos en la imaginación de quienes escucharon aquellos relatos en bocas de sus abuelos o leyeron libros como las Leyendas de Guatemala de Asturias. Aún en las ciudades, el ser humano es proclive a disfrutar, a reproducir “leyendas urbanas” —categoría norteamericana asumida por imitación—. Sin embargo, aún queda la interrogante de si, entre ellas tendrá todavía lugar el mito de “el cadejo” de antaño.
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